Patricia Aguirre - Devorando el Planeta

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La comida no es algo aislado, sino un producto de las relaciones sociales, del sistema económico y hasta de los valores de la sociedad. Es un hecho social total. Para entenderla, Patricia Aguirre propone dejar de lado las miradas simplistas y las consignas vacías y explorar la complejidad de un tema en el que se entrelazan las finanzas, el capitalismo, la geopolítica, el metabolismo, el hábitat y los imaginarios globalizados…
Devorando el planeta es un libro que nos cuenta cómo llegamos hasta acá con un sistema alimentario que, guiado por la lógica del mercado, atenta contra la salud de millones de personas. Pero no se queda en simple cuestionamiento, sino que avanza un paso más y explica
cuáles son los modos y las tecnologías para que los Estados, las comunidades y los individuos apunten a cambiar al mundo y nuestro modo de relacionarnos con él. Y este empieza por lo más simple y lo más cotidiano: nuestra forma de comer.

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Pero más tarde, sujetos atravesados por las categorías del lenguaje, lo que aprendimos a considerar nuestro cuerpo, nuestro “afuera” de la alimentación habla de nuestros límites como sujetos: ¿hasta dónde llegamos? Si mi límite es la boca cuidaré lo que me llevo a ella, si mi límite es la piel cuidaré dónde me muevo, si me educaron para considerarme parte inseparable de un súper organismo colectivo y transgeneracional –llamado “familia”– en donde residen la identidad, el honor, el patrimonio o el sentido, entonces actuaré con y por ese colectivo y la reciprocidad al compartir la comida será tan natural como el trayecto interno del bolo alimenticio. En cambio, si viviendo en soledad, obligada o elegida, he sido formateado para creerme un individuo autosuficiente cuyas decisiones personales, únicas y racionales solo a sí mismo competen, probablemente no elija compartir la comida casera en la mesa, sino sea parte de la masa de comensales solitarios que “solucionan” el problema de comer con rápidos y prácticos envases en porciones individuales de productos ultraprocesados. Así como conciba mi corporalidad, así comeré, y lo que coma determinará mi corporalidad.

Aunque necesitamos nutrirnos, los humanos no comemos “nutrientes”; en realidad, comemos comida que está formada por alimentos procesados y combinados de una manera culturalmente aceptada. Dentro de las sustancias comestibles a las que designamos como alimentos y que son susceptibles de transformarse en comida (diferentes de otras sustancias, como los fármacos, que, aunque sean muy beneficiosos, los consideramos incomibles), son estos alimentos los que contienen los nutrientes. Aunque los químicos, nutricionistas y médicos piensen en términos de nutrientes, la mayoría de los comensales piensan en términos de alimentos, que son el envase natural de esos nutrientes (no se pide cloruro de sodio, se pide sal). No comemos glucosa, sino miel (donde, además del nutriente glucosa y otros azúcares hay una concentración excepcional de aminoácidos, ácidos grasos, enzimas y minerales).

Comemos alimentos que si bien contienen los nutrientes que necesitamos para vivir, estos solo aparecen en nuestra conciencia por arte de la publicidad o del conocimiento profesional, ya que en la naturaleza, como en la percepción de los comensales, esos nutrientes se encuentran “envasados” en forma de alimentos.

Por ejemplo, ¿quién aceptaría comer esto?

Agua, 168 g; 118 kcal, carbohidratos, 30 g; proteínas, 0,38 g; fibras (celulosa y lignina), 5,4g; lípidos, 0,8 g; potasio, 230 mg; calcio, 14 mg; fósforo, 14 mg; magnesio, 10 mg; azufre, 10 mg; hierro, 0,36 mg; vitamina B3 (niacina), 0,34 mg; vitamina A, 106 U.I.; vitamina E, 0,4 mg.

Probablemente nadie, porque se trata de una lista de nutrientes, aunque son sustancias comestibles, no se perciben ni, por lo tanto, se aceptan como comida. Solo en el intestino humano y en los libros académicos la comida se encuentra en esta forma. En la vida, estos nutrientes componen un alimento: una manzana.

De la misma manera, decimos que “tomamos agua” y no que ingerimos dos moléculas de hidrógeno por cada una de oxígeno, aunque el agua tenga esta composición.

Al nombrar los alimentos como tales, estamos separando el mundo social del natural, usamos categorías culturales que hablan con un lenguaje de una historia, un aprendizaje, una producción, que le dan sentido a comer eso.

Cuando ingerimos un alimento comemos al mismo tiempo los nutrientes y los sentidos que hacen que ese alimento sea lo que es, porque la comida de los humanos une indisolublemente naturaleza y cultura, la sustancia y el valor que le damos a comerla, prepararla y compartirla.

No negamos que al comer nos nutrimos: comemos para vivir, para reponer la energía gastada en el proceso del hacer diario y para reproducirnos tanto física como socialmente.

Pero también comemos porque ese comer “tiene sentido”, y no solo para mantener y reproducir nuestra biología: comemos con otros, en una sociedad que nos antecede, en la que aprendimos a comer lo que esa sociedad considera comestible y rechazamos lo que aprendimos a llamar “incomible”. Comemos por infinitas razones más allá de la estricta nutrición.

Los humanos usamos la comida como parte de la vida social. La palabra “comer” deriva del verbo latino comedere, compuesto por la raíz edere , “ingerir” (de la que también derivan el eat inglés y el essen alemán) y el prefijo com (con otros). Comedere fue para los romanos “ingerir con otros”, (y también “devorar”, en el sentido de “comer todo”) así que la definición de “comer” del idioma español incluye al otro.

Comiendo juntos generamos relaciones. Desde el momento de nacer, la lactancia crea vínculos, y aunque se podría pensar que, en tanto mamíferos, madre e hijo no hacen otra cosa que cumplir con su mandato evolutivo, es la cultura la que construye el vínculo al proveer las categorías (amor, protección, cuidado) de pensamiento para leer en clave simbólica la alimentación natural de los mamíferos que somos y darle sentido en términos comprensibles para los actores y su entorno. Entonces la lactancia será exitosa, feliz, problemática, sana, escasa, adecuada, dolorosa, cómoda, suficiente, valiosa, sacrificada, entre otras categorías que nos permitirán pensar en términos culturales el mandato lácteo de la especie y construir un sistema lingüístico simbólico. Vínculos psicológicos, más resistentes que las cadenas, entre esos dos individuos que serán una madre amamantante, cuidadora, y un hijo amamantado y cuidado en lugar de hembra y cría.

Comemos con otros, desde los lejanos días en que el omnivorismo marcó a fuego a nuestros ancestros homínidos condenándolos a buscar sus nutrientes en diferentes fuentes. Presas en un mundo de predadores, debimos transformar la obtención de carne, sin garras ni caninos poderosos, en una tarea colectiva y complementaria. Porque salimos a buscar en conjunto, comimos lo recogido también en conjunto: compartiendo, tanto con aquellos que eran fundamentales para asegurar la obtención, como con aquellos que no colaboraban, bebés, viejos, enfermos, que había que cuidar: esa es la conducta comensal.

Como especie social atravesada por el lenguaje, conseguir y compartir alimentos con otros implica planificar, realizar, evaluar, transmitir, pensar y comunicarnos. Por eso el biólogo español Faustino Cordón dice que cocinar nos hizo como especie, asociando el surgimiento de la cocina como proceso al surgimiento del pensamiento complejo propio de los humanos. En todos los tiempos, todos los pueblos recortan un grupo específico de sustancias a las que llaman “alimentos” dejando otras con tantos nutrientes como las primeras, a las que desprecian por considerarlas “incomibles, asquerosidades, yuyos, tabú, porquerías”. De ninguna manera natural, el origen de esa categoría es social; es la experiencia acumulada del grupo comensal la que incluye o excluye productos en la categoría “comida”. A sistemas sociales distintos corresponden clasificaciones diferentes de lo que se llama alimento (y viceversa).

¿Debemos pensar que “sobre gustos no hay nada escrito” o se pueden establecer regularidades en esta construcción social de lo que se llama comida, alimentos, comestibles? ¿Qué hace que algunos comestibles se transformen en comida? Hay algunas pistas: mientras la biología diversifica, la cultura actúa estableciendo regularidades y especificidades. La regularidad es consecuencia del aprendizaje de las normas y conductas apropiadas, ya que la alimentación es el primer aprendizaje social del ser humano: aprendemos a comer como aprendemos a hablar; nuestra cultura define, regula y transmite qué se transforma en comida y qué no antes que la fisiología del producto o del comensal, aunque ambas sean, precisamente, sus limitantes.

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