Publio Ovidio - Metamorfosis. Libros VI-X
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Metamorfosis. Libros VI-X: краткое содержание, описание и аннотация
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Metamorfosis es una de las obras magnas de Ovidio. El conjunto de relatos memorables que han servido a lo largo de los siglos como materia de innumerables refacciones por parte de las artes y las ciencias merecía una cuidada edición crítica como la que presenta la Biblioteca Clásica Gredos. Este es el segundo volumen de los tres que integran una de las traducciones más actuales al español y que está llamada a convertirse en un referente ineludible de la tradición ovidiana. Publicado originalmente en la BCG con el número 400, este volumen presenta la traducción de los libros VI-X de las
Metamorfosis de Ovidio realizada por José Carlos Fernández Corte y Josefa Cantó Llorca (Universidad de Salamanca) y revisada por ellos para esta edición.
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La meónide dibuja a Europa burlada por la apariencia del toro; dirías que el toro y los mares son de verdad15. 105 Ella se mostraba mirando las tierras que dejaba atrás y llamando a sus amigas: parecía sentir temor del agua que la salpicaba y encoger sus melindrosos pies. También representó a Asteria, que era sujetada por un águila agresiva, y a Leda, recostada bajo las alas del cisne. 110 Añadió cómo Júpiter, oculto bajo la apariencia de un sátiro, colmó a la hermosa hija de Nicteo con doble prole y cómo fue Anfitrión cuando te conquistó, Tirintia, cómo siendo de oro burló a Dánae y siendo de fuego a la Asópide, siendo pastor a Mnemósine, o pintada serpiente a la Deoide16. 115 A ti también te representó, Neptuno, transformado en torvo novillo con la doncella Eólida; tú, en forma de Enipeo, engendras a los Aloídas, como carnero engañas a la Bisáltide. También la suavísima madre de las mieses, de amarilla cabellera, tuvo comercio contigo en forma de caballo; en forma de ave te recibió la madre del caballo alado, cuyos cabellos son culebras, 120 en forma de delfín, Melanto17. A todos estos les prestó la apariencia y el ambiente que les eran propios18. Allí está Febo, con aspecto rústico, y la historia de cómo llevó unas veces las alas de un azor, otras la piel de un león y cómo disfrazado de pastor burló a Ise la Macareide; 125 cómo engañó Líber a Erígone bajo la forma de una falsa uva, cómo Saturno, bajo la forma de caballo, creó al bicorpóreo Quirón19. La parte extrema de la tela, rodeada de una fina orla, es de flores entretejidas20 con zarcillos de hiedra.
Ni Palas ni la Envidia tenían nada que censurar en aquella labor; 130 se dolió del éxito la divina doncella de cabellos rubios y desgarró las telas bordadas, que acusaban a los celestes21. Con la lanzadera que tenía en la mano, de madera del Citoro, golpeó repetidas veces en la frente a la Idmonia Aracne. No pudo soportarlo la desdichada y, orgullosa, se echó un lazo en torno al cuello. 135 Al verla colgada, Palas, compadecida, la levantó y le dijo: «Vive, sí, pero colgada, por atrevida; y sea dictado para tu linaje y todos tus descendientes un castigo en las mismas condiciones: así no vivirás despreocupada del futuro». Después, cuando se alejaba, la roció con zumos de hierbas de Hécate, 140 y al instante, tocados por tan siniestra poción, desaparecieron sus cabellos, lo mismo que la nariz y las orejas, la cabeza se reduce al mínimo y todo su cuerpo se vuelve muy pequeño. En el lugar de las piernas, le salen finos dedos en los flancos, lo demás lo ocupa el vientre; sin embargo de él se le escapa un hilo 145 y trabaja, transformada en araña, las telas de siempre.
Níobe
La Lidia entera se estremece y por las ciudades de Frigia corre el rumor del suceso y acapara las conversaciones a lo largo del inmenso mundo. Níobe había conocido a Aracne antes de su boda, cuando, siendo doncella, habitaba Meonia y el Sípilo22. 150 Y sin embargo no aceptó el aviso que el castigo de su compatriota le daba: ceder ante los dioses y utilizar palabras humildes. Muchas cosas estimulaban su arrogancia; pero, sin duda, ni las habilidades de su esposo23, ni el linaje de ambos o el poderío de tan gran reino la complacían tanto (aunque todo eso la complacía) 155 como su descendencia; y habría sido considerada Níobe la más feliz de las madres, si ella misma no se lo hubiera creído. Pues la hija de Tiresias, Manto, conocedora del porvenir, transida de divina inspiración, había cantado proféticamente por todos los caminos: «Isménides24, acudid en gran número 160 y ofreced a Latona y a los dos Latonígenas sagrado incienso y oraciones y entretejed con laurel vuestros cabellos. Por mi boca Latona os lo ordena». Obedecen, y todas las tebanas adornan sus sienes con las ramas que se les ha ordenado y ofrecen incienso y palabras de súplica a las sagradas llamas. 165 En esto se presenta Níobe, entre una multitud de acompañantes, atrayendo todas las miradas por su vestido frigio, entretejido de oro, y todo lo hermosa que le permite su ira; agitando con la hermosa cabeza los cabellos sueltos sobre ambos hombros, se detuvo; y, cuando hubo paseado altiva la orgullosa mirada por su alrededor, dijo: 170 «¿Qué locura es poner a los dioses, que sólo son rumores, por delante de los que vemos con nuestros ojos? ¿Por qué se rinde culto a Latona en los altares, mientras mi divinidad todavía está sin incienso? Mi padre es Tántalo, el único a quien se le permitió acercarse a la mesa de los dioses; mi madre es hermana de las Pléyades; mi abuelo es el inmenso Atlas, 175 que soporta la bóveda del cielo con su cuello; Júpiter es mi otro abuelo, y también me enorgullezco de tenerlo por suegro25. Las naciones de Frigia me temen, el palacio de Cadmo está bajo mi dominio, las murallas ensambladas al son de la lira de mi esposo y sus gentes son gobernadas por mí y por mi marido. 180 En cualquier parte de la casa donde pose mi mirada se contemplan riquezas sin límites. Se suma a ello una belleza digna de una diosa; añádase a esto siete hijas y otros tantos hijos y después los yernos y las nueras. Preguntaos, entonces, cuál es la causa26 de mi orgullo, 185 atreveos a preferir a mi persona a la titánide Latona, hija de un tal Ceo, a quien, en otro tiempo, cuando estaba a punto de dar a luz, la inmensa tierra le negó el más pequeño rincón. Ni en el cielo, ni en la tierra, ni en las aguas fue acogida vuestra divinidad; estaba exiliada del mundo, hasta que, compadecida de su peregrinaje, Delos le dijo: 190 «Tú vagas extranjera por la tierra, yo por el agua», y le dio un lugar en movimiento. Ella fue madre de dos hijos; es la séptima parte de mi prole. Soy feliz; ¿quién podría negar esto? Y seguiré feliz: esto también, ¿quién podrá dudarlo?27. La abundancia me ha hecho segura. 195 Soy demasiado grande para que la Fortuna pueda hacerme daño. Aunque mucho me quite, mucho más me dejará. Mis bienes han superado ya cualquier temor por ellos; imaginad que se pudiera restar algo a esta cantidad de mis hijos, un auténtico pueblo; ni aun despojada, me reducirán al número de dos, la turba de Latona; con esa turba, ¿cuánto se diferencia de la que no tiene ninguno? 200 Marchaos inmediatamente, dejad los sacrificios a medias, y quitad el laurel de vuestros cabellos». Lo quitan, dejan a medias los sacrificios y, lo único que les está permitido, veneran al dios con callado murmullo.
La diosa se sintió indignada, y en la cumbre más alta del Cintio 205 habló a sus dos hijos con estas palabras: «Aquí tenéis a vuestra madre, orgullosa de haberos parido, no inferior a ninguna de las diosas, salvo a Juno, y aún dudan de si soy diosa; y para toda la eternidad me veré apartada de las ofrendas de los altares, si no me prestáis auxilio, hijos míos. 210 Y no es este mi único dolor: la Tantálide ha añadido insultos a su acción impía, y ha osado posponeros a sus hijos, tachándome a mí —¡que esto caiga sobre ella!— de madre sin descendencia, y ha dado muestras, la criminal, de una lengua tan blasfema como la de su padre28». Iba a añadir Latona un ruego a estas palabras, pero Febo dijo: 215 «¡Basta! Quejas largas retrasan el castigo». Dijo lo mismo Febe y, deslizándose por el aire en rápido vuelo, alcanzaron el alcázar cadmeo ocultos en una nube.
Había delante de las murallas una extensión de terreno amplia y llana, continuamente batida por los caballos, donde 220 el suelo aparecía aplastado por incontables ruedas de carros y cascos equinos. Allí, unos cuantos de los siete hijos de Anfión montan en valerosos caballos y cargan su peso sobre sus lomos cubiertos de púrpura tiria, y los dominan con riendas cargadas de oro. Entre ellos Ismeno, el primer hijo que llevó su madre antaño en el vientre, 225 mientras obliga a su corcel a trotar en círculos perfectos y refrena su boca espumeante, «¡Ay de mí!», exclama, y lleva un dardo clavado en pleno pecho y, dejando escapar las riendas de su mano moribunda, se escurre poco a poco por el flanco junto al cuarto delantero derecho del caballo. 230 Próximo a él, al oír el sonido del carcaj en el aire, Sípilo daba rienda suelta al caballo como cuando un piloto que sabe prever la tempestad huye al ver una nube y despliega por doquier las velas colgantes, para que no se escape por ningún sitio ni un soplo de brisa. Por mucho que suelte las riendas, aun así el dardo inevitable 235 lo alcanza, y la flecha se le clavó, vibrante, en lo más alto de la nuca, asomando su punta desnuda por la garganta. Él, inclinado como estaba, es despedido por encima de las crines y de las patas al galope, y mancha la tierra con su sangre caliente. El desdichado Fédimo, y Tántalo, heredero del nombre de su abuelo, 240 cuando pusieron fin a su habitual entrenamiento, pasaron al juvenil ejercicio de la palestra relucientes de aceite; y ya habían trabado la lucha pecho contra pecho, en estrecho abrazo: tal y como estaban enlazados, los traspasó a ambos la saeta despedida por el tenso nervio del arco. 245 Gimieron al mismo tiempo, al mismo tiempo se vinieron al suelo sus cuerpos retorcidos por el dolor, al mismo tiempo lanzaron desde la tierra su última mirada, al mismo tiempo entregaron su alma. Alfénor los ve y, mientras se golpea y se desgarra el pecho, acude corriendo para confortar con sus abrazos sus helados miembros, 250 y cae en tan piadoso menester. Pues el Delio29 le abrió el pecho hasta lo más profundo con un dardo mortífero. Al sacárselo, también se arrancó con el gancho un trozo de pulmón, y la sangre, al mismo tiempo que la vida, se escapó hacia el cielo. A Damasicton, de largos cabellos, no lo hiere una única herida30: 255 había sido alcanzado donde empieza la pierna, en la parte blanda de la articulación que forman el nervudo jarrete y el muslo. Y mientras intenta extraer con la mano el dardo mortal, otra flecha le traspasó la garganta hundiéndose hasta las plumas; la expulsa la sangre, que brota a borbotones hacia arriba, 260 y salta a gran distancia atravesando el aire31. El último, Ilioneo, había alzado inútilmente los brazos en actitud suplicante y había dicho: «Oh, dioses, todos en común, perdonadme», sin saber que no a todos había que suplicar. El ruego conmovió al que maneja el arco cuando ya era imposible detener el dardo; 265 con todo, aquel murió de una pequeña herida, sin que la flecha se le clavara muy profunda en el corazón32.
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