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El verano por fin daba sus últimos estertores cuando las primeras hojas secas empezaron a caer, a finales de septiembre. Esa época en la que hace calor por el día y por la noche tienes que sacar el forro polar térmico y prenderte fuego.
El frío y yo nunca nos hemos llevado bien. Duermo con edredón nórdico de plumón de pato hasta en agosto. No digo más. Hay dos tipos de personas en el mundo, las que se duchan con agua templada y las que se bañan en el infierno y quieren ver el mundo arder. Era casi octubre, habían pasado varias semanas desde que Rodrigo y yo nos habíamos visto casi cada día: paseábamos, bebíamos cerveza en las terrazas de Malasaña, nos hacíamos compañía y pasábamos los días juntos, besándonos, cogidos de la mano y sonriendo. Éramos felices, al menos yo lo era.
Llegó el día en el que tuve que hacer las maletas para mudarme a un piso cerca de la universidad. Me iba a vivir con gente totalmente desconocida con la que iba a compartir unos cinco años de mi vida, casi na . Es cierto que vivía en la misma ciudad en la que estudiaba, pero era mucho más cómodo poder levantarme e ir caminando a las clases. Madrid —y cualquier ciudad— hacen que pierdas un total de veinte días al año en desplazarte de un lugar a otro. No sé si veinte días porque me lo acabo de inventar, pero no hace falta hacer muchas cuentas sabiendo que pierdes casi tres horas al día en transporte público. Por eso decidí alquilar un piso con otras estudiantes; creo que la calidad de vida la ganas cuando no tienes que perder más de diez minutos en ir hasta tu destino cada día. Y así lo hice.
Conocí a Vanesa y a Nerea; ambas estaban a punto de licenciarse en Medicina y, por supuesto, eran mayores que yo. Vanesa era pequeña y con curvas pronunciadas, tenía el pelo negro azabache y los ojos a juego con el color de su cabello. Tenía la piel clara y unas manos enormes. Nerea, sin embargo, era lo contrario: rubia, alta y muy delgada. Tenía los ojos azules y el pelo muy rizado. Ambas se conocían desde que empezaron la carrera y, aunque no estaban en el mismo grupo de amigos, se llevaban estupendamente. Las dos me recibieron con dos besos cálidos de bienvenida, me enseñaron mi habitación y me ofrecieron un tapeo en casa para festejar que por fin seríamos tres en el piso.
Como era temprano, me puse a limpiar la habitación de arriba abajo. Era pequeña, pero para mí tenía un encanto especial. El piso estaba situado en una gran avenida, en un edificio alto, por lo que el ruido no era un problema. La estancia era totalmente rectangular: cabían una cama, un escritorio, una estantería y un armario empotrado, thank God . Sin embargo, lo que más me gustaba era la luz que entraba. La habitación recibía la luz del sol hasta las cuatro de la tarde y eso era una maldita maravilla. Tenía mi propio cuarto de baño y un armario enorme, ¿qué más podía pedir a la vida en ese momento? El piso era moderno y tenía todas las paredes blancas, relucientes, casi fluorescentes. Deshice mis maletas, ordené mi ropa por colores y llené las estanterías con libros, flores y una foto con Gonzalo. Sonó el teléfono.
—¿Cómo va la instalación en tu nueva vida? —No le veía la cara, pero supe que estaba sonriendo.
—¡Está todo casi listo! He conocido a mis dos compañeras de piso y son majísimas. Estoy ordenando un poco el interminable armario. ¿Qué haces?
—Estoy abajo, en tu portal.
—Estoy hecha un asco. ¿Quieres subir?
—No sé si es buena idea que el primer día metas a tu novio en el piso.
—Mi... ¿qué? —parpadeé.
—Te espero abajo en unos... ¿quince minutos?
—¡Me sobran diez!
Espera, ¿es que ahora éramos novios? ¿Me lo había pedido y no me había dado cuenta? No recuerdo haber dicho que sí a nada, ni una proposición. ¿Sería Rodrigo una de esas personas modernas que al mes de salir juntos ya podría denominarme como su chica? Me di una ducha rápida, me puse unos vaqueros sencillos y un jersey oversize de color marrón por dentro del vaquero. Me planté unas bailarinas color rosa nude y el bolso a juego. Apliqué máscara de pestañas y dejé el cabello húmedo. ¡Lista! Tenía tanta ropa que podía estar cada día del año —incluso dos años consecutivos— con un modelito diferente.
Cuando salí del ascensor, vi la silueta y el reflejo de Rodrigo a través del cristal de la puerta. Llevaba una camiseta blanca básica y un jersey de pico fino, unos vaqueros y unas deportivas clásicas. Nos dimos un beso eterno y un abrazo, me preguntó cómo había ido la mudanza y empezamos a caminar hacia un bar de estudiantes, de esos que te ponen un cubo de cervezas por cuatro euros.
—Rodrigo, ¿qué acaba de pasar hace un rato?
—¿Cómo?
—¿Es que ahora somos novios?
—¿Es que quieres ser mi novia? —bromeó, orgulloso.
—¿Es que acaso me lo has pedido? —respondí ofendida. Qué cría.
Me besó para quitarme la cara que acababa de poner. Puede sonar cursi, pero tenía casi veinte años y sabía entre poco y nada de la vida. Seguro que te ha pasado.
—Quiero que seas mía, Olivia. Quiero que seas mi novia —me dijo mientras se cruzaba una pierna con la otra a cámara lenta. Ahí, tan tranquilo.
—Pues me lo tendré que pensar entonces porque... —En ese momento me puso la mano en la boca a modo de silencio y después me besó de nuevo.
No fue nada romántico, Rodrigo ya me había demostrado que tenía detalles conmigo, que no hacía falta que fuera mi cumpleaños o una ocasión para hacerlo especial. Ni tampoco pararme a pensar ni un segundo en la gravedad de las palabras Olivia y suya , que no mía. Me dejé llevar. Así que, antes de poner un pie en la universidad, ya tenía un novio. Y quizá... ese también fue el error.
Dicen que el tiempo pasa volando cuando uno empieza a vivir los mejores años de su vida, pero a mí no me lo parecía. Las primeras semanas de clase pasaban lentas, aburridas. Era jueves y yo elegí un modelito preppy para asistir a las clases: un jersey azul marino de cuello alto con coderas cosidas a mano en marrón, unos vaqueros, unas deportivas clásicas relucientes y una bandolera de piel vintage . Esta era de mi madre y tenía más años que un árbol. Era un accesorio peculiar y muy especial para mí. Antigua, clásica y moderna. ¿Cabe todo esto en una frase?
El camino al campus era bastante sencillo, tenía que atravesar una cafetería que olía a pan recién hecho y a bollitos de canela. Recogí un café para llevar y fui tan pizpireta caminando hacia mi nueva vida. El alboroto del teléfono rompió todo el encanto de mi mañana soleada paseando hacia la universidad:
—¿Cómo estás, Oliva?
—¡Hombre! ¿Qué tal, hombre de negocios?
—Siempre ocupado, pero nunca demasiado para hablar con vos, boluda —imitó el acento argentino de pena.
—Zalamero —murmuré—, todo bien, todo en orden. He visto una piscina cerca del campus... Estarás contento, has creado un monstruo.
—¡Así me gusta! Irás cada día, por favor...
—Te lo prometo.
—Vale, pero sin cruzar los dedos, sabes que tengo ojos en todas partes.
—¿Cómo está Mariana?
—Liada con las oposiciones, como siempre. El fin de semana vamos a ir a verte, nos quedamos en la sierra, en casa de sus padres, ¿te parece un buen plan?
—¡Genial!
—Puedes decírselo a Rodrigo si te apetece que venga.
«Hola, me llamo Olivia, no he cumplido los veinte y ya estoy haciendo escapadas con mi novio. Soy viejoven y aún no tengo gatos, pero los tendré». Eso dijo Carlos Salem un día.
—Está bien —me quejé en voz baja—, le preguntaré.
—No te asustes, tonta. Prometo no ser demasiado duro. Haremos fuego y habrá palomitas, ¡te encantará!
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