María Benítez Sierra - Salitre en la piel

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A veces, el camino a casa no es fácil. Y, a veces, huir es la única forma de encontrar algo.
Ojalá alguien te quiera tanto como yo quería huir. Ojalá esta fuera nuestra historia de amor. Ven, que te llevo cerquita del mar. Ven, que te llevo a un lugar bello, tranquilo, hermoso.
Un pedacito de tierra diseñado para el disfrute del ser humano. Uno de esos lugares que crean recuerdos de sal en la piel y perforan tu memoria sin permiso alguno, haciendo que vuelvas a rescatar el brillo de las olas en cualquier época del año.
Un lugar al que viajar física o mentalmente cada vez que la realidad venga de visita.
Agarra una maleta vieja, un bikini o dos y salgamos pitando a ese lugar, aunque solo sea para hundir una vez más tus pies en la arena.
Ven. Y quédate.
He hecho café para toda la vida.

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Colgamos. Gonzalo siempre tenía un momento para llamarte y preguntarte qué tal, aunque no tuviera nada nuevo que contar. Era ese tipo de personas que, si estás en su vida, hace que de verdad te sientas en ella. Era mi modelo a seguir y el de mis siguientes generaciones. Era respetuoso, amable, divertido, un partidazo —a veces en la espina dorsal— y tenía tanta bondad que en ocasiones pensaba que me estaba tomando el pelo. Ojalá todas las personas que te encuentres a lo largo de tu vida sean así.

Antes de entrar a clase y café en mano, escribí un mensaje a Rodrigo:

«No hagas planes para el fin de semana, ¡nos vamos a la sierra con mi hermano y su novia!».

Me llamó al instante, como hacía siempre, en lugar de contestar.

—¿Qué pasa, guapa?

—El tiempo, amigo. Oye, te tengo que colgar, voy a entrar a clase ahora...

—Me parece un planazo lo del fin de semana, pero tenía otros planes para nosotros. ¿Te parece buena idea?

—Bueno... lo consultaré. ¿Qué planes?

—Ahhh... —suspiró—. No te molesta, ¿verdad?

—Depende de esos planes, a decir verdad.

—Seguro que merece la pena. —Colgó.

Ya llamaría a Gonzalo después de las clases. Me dispuse a entrar en mi primera clase de Principles of Microeconomics, ya que, además de licenciarme en Ciencias Económicas, pues por qué no hacerla en inglés. Que alguien me salve.

Di más vueltas de las que debería hasta encontrar el aula de la asignatura. Era inmensa, parecía un anfiteatro tallado en madera, con tres pizarras expuestas a nuestros conocimientos y sabidurías. En el momento que entré, el lugar tenía un olor especial —a antiguo, a vieja escuela, a madera y a tiza—; en ella cabían unas ciento cincuenta personas, aunque éramos unas ochenta.

Tras siete rugidos de diferentes profesores que amenazaban con suspendernos a casi todos si decidíamos faltar a clase, por fin terminó el día. Iba al supermercado a comprar algunas cosas para mi nuevo hogar cuando Rodrigo me llamó:

—¿Dónde estás?

—¡Hola! Estoy comprando unos tomates, ¿y tú? ¿Necesitas algo del súper?

—Te he escrito como tres mensajes, me estaba asustando. —No le estaba viendo la cara, pero parecía serio.

—¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?

—No, Olivia, no ha pasado nada. Es solo que... estaba preocupado.

—¿Por qué ibas a estarlo? —No hacía más de diez minutos que había terminado las clases. Subí el tono de voz, algo en esa conversación no me estaba gustando.

—Nos vemos en una hora en tu portal, ¿vale?

—Bueno... tengo cosas que hacer.

—Por favor...

—Está bien —contesté seca.

Rodrigo vivía a tres calles de mi piso de estudiantes. La verdad es que era mucho más fácil para poder vernos. Él estaba terminando sus estudios y yo tan solo acababa de empezar. Él tenía sus proyectos, amigos, sus grupos de estudio y, en definitiva, más kilómetros que yo en el mundo universitario, y vivir uno cerca del otro se convirtió en una ventaja para poder vernos.

Me dirigí a casa y me di una ducha de agua hirviendo, me puse el bañador y encima una sudadera oversize que Gonzalo me trajo de Oxford y unos vaqueros de talle alto con deportivas clásicas. Me encontré con Rodrigo en mi portal, tal y como habíamos acordado. No parecía feliz, no sabía muy bien qué le estaba pasando. Me saludó con un beso en los labios y un abrazo, preguntándome cómo fue mi día en la universidad, si había hecho amigos, si estaba contenta...

De camino a una cafetería cercana a la piscina, le conté mis primeras impresiones. Todo me parecía raro, la gente iba a su aire, tenían demasiada prisa y no había espacio para cosas nuevas. Me sentía... fuera de lugar. Pero eso no era algo nuevo en mi vida. Él me dijo que era normal, que solo tenía que acostumbrarme y que un mes era todo el tiempo que hacía falta para aclimatarme a una nueva vida. La verdad es que estaba contenta, me hacía mucha ilusión estudiar en el mismo lugar en el que se encontraba Rodrigo, estaba dejando atrás una etapa de mi vida y me estaba independizando. Todo iba sobre ruedas.

Llegamos a la cafetería y nos sentamos en una mesita en la esquina en la que había cuadros antiguos por toda la pared. Tenía lámparas individuales para las mesas y era bastante acogedora. Rodrigo pidió un café de esos que solo unos pocos pueden pronunciar y yo me decidí por uno con leche.

—Verás, Olivia...

—Rodrigo —interrumpí la conversación—, siempre estás con este misterio que me asusta. ¿Me puedes decir qué te pasa y por qué estabas tan preocupado? —Estaba irritada, siempre mantenía ese tono recóndito que luego terminaba siendo cualquier tontería.

Rodrigo levantó las cejas y puso los brazos en jarras. Después resopló y tomó aire de nuevo.

—Estaba preocupado porque tenía que decirte que te quiero. Que te quiero y que si estaba preocupado era por el simple hecho de que no quería que pasara ni un momento más sin que lo supieras.

Me encogí de hombros, no supe qué decir. La verdad es que yo también quería a Rodrigo. Era pronto, quizá demasiado. No habíamos pasado tanto tiempo juntos y sabíamos que pronto él terminaría sus estudios y después no sabríamos lo que vendría. Lo que sí tenía claro es que no quería separarme de su lado. Rodrigo me hacía sentir bien y me trataba mejor. Estaba feliz con mi nueva vida y con él en ella.

—Yo también te quiero, Rodrigo.

Ay, esas primeras veces. Ese cosquilleo en el estómago, ese temblor de cuerpo cuando uno dice te quiero por primera vez, ese je ne sais quoi , la montaña rusa de tu felicidad parece de repente estabilizarse y, por un momento, te sientes en calma, feliz. Las primeras veces deberían ser algo para toda la vida. Algo que pudiéramos guardar y renovar, como el carné de conducir. O de alguna manera, ya que gozamos de una generosa, excelente y cada vez más avanzada tecnología, guardar ese sentimiento para poder volver a utilizarlo de vez en cuando. La excitación que nos produce la primera vez que hacemos o sentimos algo es incomparable a cualquier otro sentimiento. El amor, el odio, el rencor, la alegría o la pena son sentimientos abstractos y, sin embargo, a veces pueden medirse.

Una sabe que siente alegría u odio, lo reconoce por lo que nota, sabe cuando algo solo le molesta un poco o, sin embargo, si está tan enfadada que quiere ver el mundo arder. Sin embargo, las primeras veces se llenan de sentimientos que aún no sabes cómo medir, pero que están ahí. Alguien que se convierte en tu primera vez —de lo que sea— se quedará con algo tuyo y también permanecerá en ti para siempre.

***

—Alioli, ¿dónde estáis? Os estamos esperando abajo, en tu portal.

—¡Joder! Gonzalo, bajo enseguida.

Con mi enajenamiento mental, más conocido como amor, los días posteriores a esa semana los pasé con Rodrigo. Claro, se me olvidó por completo avisar a Gonzalo de que no iríamos el fin de semana con ellos. Mi hermano me llamó unas tres veces mientras Rodrigo y yo nos hacíamos los perezosos entre las sábanas. No nos apetecía salir de la cama ni del apartamento. Aun así, me vestí como pude y bajé a explicarle a mi hermano que no podíamos ir con ellos a la casa de la sierra de Mariana.

—Pareces una cocainómana después de cinco raves seguidas —soltó nada más verme.

—¡Calla y escucha! —Estaba despeinada y casi recién despierta—. Rodrigo y yo ya teníamos planes para el fin de semana... Siento no haberte avisado antes.

Gonzalo levantó una ceja y se cruzó de brazos mientras sonreía con esos dientes relucientes.

—Vaya... Bueno, no pasa nada. Tienes razón. ¿Sabes?, ojalá tuviéramos algún tipo de instrumento, artefacto, cosa, no sé... ¡algo! que pudiéramos utilizar los seres humanos para comunicarnos en largas distancias —bromeó, como siempre. Aunque pareciera serio, Gonzalo siempre sonreía, pues no parecía darle demasiada importancia a las cosas que, en definitiva, no eran importantes. Entonces empezó a darme codazos y a frotar sus nudillos en mi cabeza. Qué pesadilla de hermano mayor, por favor.

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