«No me vuelvas a engañar. Ahora hablamos...».
¿Qué había hecho ahora? Quizá me había visto fumando en el balcón, quizá se había dado cuenta de que llevaba un vestido en el bolso minúsculo, quizá se había percatado de que no iba a las clases... A estas alturas lo cierto es que podría ser cualquier cosa, pues mi vida en sí era una mentira tras otra.
Llegué al apartamento y ahí estaba, sentado en la mesa plegable de la cocina con cara de avestruz y el teléfono en la mano. Le pregunté a qué venía ese mensaje misterioso, a lo que respondió:
—¿Con quién has estado toda la tarde?
—Con... —Ni siquiera me dio tiempo a seguir hablando.
—Me dijiste que ibas a una librería, no a beber vinitos con tus amigas. —Pude notar su tono de sarcasmo cuando pronunció «vinitos».
Miré al infinito, no podía creer que tuviera que dar todos los detalles de una tarde relajada sin sobresaltos ni movimientos inesperados, ni mucho menos que no me diera la opción de explicarme. Pasaba de cero a cien en menos de un segundo.
—De hecho, me la encontré en la librería y me ofreció un café —susurré tranquila.
—¡Estáis tomando una puta copa de vino! —vociferó.
—¿De verdad vas a montar un numerito por esto?
—Estoy harto de que me mientas.
—Yo... Yo no te he mentido. Ni siquiera me has dejado hablar.
—Me lo podrías haber dicho, ¿no crees?
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que te avise cada minuto del día de lo que me está pasando?
—¿Sabes qué? Da igual, no paras de decepcionarme.
Me arrimé a su cuello y le susurré que lo sentía, que no volvería a hacerlo más. Refiriéndome a lo de mentir, claro. Él asintió, refiriéndose a lo de ver en absoluto a otra persona que no fuera él. Cenamos comida precalentada que sabía a harina refinada y, después, Rodrigo empezó a tocarme el cuello, respirando profundamente. Poco a poco se iba acercando a mis pechos, mientras me agarraba por la cintura.
—Estoy con la regla, Rodrigo.
Fingió no haberme oído y continuó a lo suyo. Empezó a bajar los leggings que llevaba puestos cuando le puse la mano en el brazo. Alzó la mirada, sorprendido, como alguien que confía en estar ganando y acaba de perder una partida de cualquier juego sin esperarlo.
—¿Qué haces?
—Te he dicho que estoy con la regla, Rodrigo, no podemos hacer nada... todavía.
—Pero ¿qué más te da?
—No quiero. No me gusta.
—Pero hoy sí te va a gustar.
Rodrigo me levantó de la silla y me tendió su mano para ir a la habitación. En mi rostro no había alegría ni seriedad. Acepté su mano y caminamos hasta el cuarto principal. Me apoyó suavemente en la pared y empezó a pasar su lengua por mi ombligo, subiendo por mis pechos y acabando en el cuello. Rodrigo seguía desnudándome, lo cierto es que ya no tenía ni un poquito de aprecio por mi cuerpo, me daba exactamente igual con tal de evitar otra bronca. Rodrigo empezó a restregarse contra mi torso, haciendo presión en mi entrepierna. Me tembló la voz:
—Rodrigo..., por favor, para.
Ni caso. Me tumbó en la cama, ya desnuda por completo, y puso todo el peso de su cuerpo sobre el mío. Así que me dejé llevar. Me dejé llevar como cuando discutíamos, intenté evadir mi mente pensando en otras cosas. ¿Tendré que comprar leche mañana? ¿Qué me pongo si llueve? Hace algunos días que no voy a nadar...
Me agarró de la nuca mientras yo le suplicaba que parara. Empecé a oponer resistencia sin ningún éxito, claro. Empecé a llorar en silencio, sin berrinches, sin sofocos. Las lágrimas caían por mis pómulos mientras Rodrigo se desahogaba y yo pensaba que tan solo tenía que esperar algunos minutos, quizá más de cinco y menos de diez. Pues vaya, fue uno y medio.
Rodrigo y yo habíamos hecho el amor otras veces, cada vez con menos pasión y ganas, algo así como una obligación que se convirtió en una rutina. Ese día, que recordaré toda mi vida, mi cuerpo pareció desprenderse de mi mente para siempre.
No me acercaba a nadie, guardaba una distancia de seguridad que me permitiera moverme libremente sin que nadie me tocara. Empecé a no saber cómo afrontar situaciones ni cómo tomar decisiones por mí misma. No me di cuenta hasta unos años más tarde de lo que había pasado en realidad esa noche, pues el cerebro es más listo que el corazón y trata de borrar situaciones incómodas. Sin embargo, a partir de ese momento yo me sentía completamente vacía por dentro.
Es difícil expresar lo que se siente en una situación así, es mucho más difícil describirla sin que tiemblen las manos o el corazón. Sin darme cuenta me había metido en un pozo con un sucio, profundo y oscuro fondo del que apenas veía la luz del exterior. No sabía cómo iba a seguir adelante. En alguna ocasión, el miedo sacaba la patita. Y lo peor es que nadie podía ayudarme. Me repetí varias veces que no era una persona de provecho, pues no había sido capaz de aprobar ni una sola asignatura, no me consideraba inteligente, no tenía ni un solo amigo y seguramente había decepcionado a mi familia, que parecía haberse esfumado con el tiempo.
El tiempo... Con el tiempo me di cuenta de que nadie puede castigarse de esa manera, de tener ese constante sentimiento de culpa. Ni por asomo pensé en la palabra maltrato. Sonaba tan obsceno en mi cabeza... Era una palabra que en mi educación no aparecía, no me pasaría nunca a mí o a los que me rodean... Pero ahí estaba. En ese momento no le puse nombre a la situación que estaba atravesando, sino que tuvieron que pasar algunos años para darle una definición correcta, nombre y apellidos. La violencia de género es un tema muy delicado, pensé. A mí nadie me ha maltratado nunca ni podía permitir que lo hicieran, pensé también. Pero ¿y si el maltrato no implica violencia? Algo había... algo no estaba bien. Llegaremos ahí.
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