María Benítez Sierra - Salitre en la piel

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A veces, el camino a casa no es fácil. Y, a veces, huir es la única forma de encontrar algo.
Ojalá alguien te quiera tanto como yo quería huir. Ojalá esta fuera nuestra historia de amor. Ven, que te llevo cerquita del mar. Ven, que te llevo a un lugar bello, tranquilo, hermoso.
Un pedacito de tierra diseñado para el disfrute del ser humano. Uno de esos lugares que crean recuerdos de sal en la piel y perforan tu memoria sin permiso alguno, haciendo que vuelvas a rescatar el brillo de las olas en cualquier época del año.
Un lugar al que viajar física o mentalmente cada vez que la realidad venga de visita.
Agarra una maleta vieja, un bikini o dos y salgamos pitando a ese lugar, aunque solo sea para hundir una vez más tus pies en la arena.
Ven. Y quédate.
He hecho café para toda la vida.

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—Lo siento, chicos; lo siento, Mariana. —Me encogí de hombros.

—Está bien, Olivia, no pasa nada. La próxima vez, por favor, llámame o mándame un mensaje. Así no tendríamos que habernos desviado, ¿entiendes?

—Síííííí —resoplé.

—Pues que disfrutéis del fin de semana. ¿Rodrigo dónde está?

—Arriba.

—Podría haber bajado... A saludar al menos, ¿no crees?

—Está dormido... —Gonzalo siempre ha sido muy protector y exigente cuando se trata de chicos. Era la primera vez que tenía novio «oficial» y, además, que mi hermano tuviera constancia de su existencia. No me gustaba que lo supiera, pues toda esa simpatía, alegría, caballerosidad, sonrisas... Todo se esfumaba cuando se trataba de chicos.

—Está bien. Nos vamos, hablamos la semana que viene.

Me dio un beso en la frente, subieron al coche y se marcharon a la casita de la sierra de los padres de Mariana. Volví al apartamento de Rodrigo más despeinada si cabe por el sobo de Gonzalo. Fui directamente a la cocina, preparé unos zumos de naranja y unos cafés y me dirigí al cuarto principal para avisar a Rodrigo de que el desayuno estaba listo. Pasamos todo el día viendo películas, besándonos, comiendo palomitas, recordando cómo nos conocimos y aquel bañador blanco... Riéndonos de la vida.

El apartamento de Rodrigo era más bien un estudio. Lo cierto es que, para los pocos metros cuadrados que tenía, lo había aprovechado de maravilla. En la entrada tenía una mesita para dejar las llaves, un espejo y un paragüero. Más adelante había un salón pequeño, con una cristalera por donde entraba la luz todas las mañanas y un sofá de dos plazas, una televisión enfrente y una mesita de té. A la derecha, la cocina era ridículamente pequeña, aunque funcional y bien distribuida. Tenía baldosas blancas, un frigorífico y una mesa plegable para comer o tomar café. Rodrigo siempre tenía el baño bien ordenado, algo que para una persona masculina ya es mucho. Y llegamos a mi lugar favorito: la habitación principal —y única—. Estaba pintada de color beige, tenía la misma cristalera que el salón y un pequeño balcón. Había un armario empotrado y un escritorio en el que me gustaba sentarme a admirar la estantería de enfrente. Estaba repleta de libros antiguos de leyes y una fotografía enmarcada de su equipo de fútbol. Por último, tenía una cama gigante en la que hicimos por primera vez el amor.

El invierno, como siempre, llego sin avisar, por sorpresa. Como esa canción que te encanta, pero que no recordabas, y que de repente suena en la radio. Rodrigo y yo paseábamos de la mano, íbamos a conciertos, salíamos a cenar y nos besábamos. Nos besábamos muchísimo en las calles de Madrid. Iniciamos la buena costumbre de dormir casi todos los días juntos, habíamos creado nuestro pequeño gran universo privado y nuestra burbuja en la que nadie podía entrar. Él se iba a sus clases y yo a las mías y nos veíamos cuando las acabábamos. Visitaba de vez en cuando a mis padres los fines de semana. Las clases me parecían soberanamente aburridas y algunos días decidía no asistir para, en su lugar, ir al centro de compras. Vivía cómodamente y no tenía apenas preocupaciones. Tampoco es que tuviera muchas amigas ni había hecho prácticamente ninguna en la universidad, no al menos como para hacer vida y socializar fuera de ella. Rodrigo y yo hacíamos —casi— todo juntos.

Un viernes de noviembre nos mandaron un mensaje a todos los que formábamos parte de una asignatura troncal para hacer un botellón en una villa cerca de la universidad. Unos cuantos tarados decidieron alquilarla y montar un sarao de esos que acaban en descontrol y posiblemente al amanecer.

«Que cada uno traiga lo que vaya a beber,

la fiesta empieza a partir de las siete. Aquí os

mandamos la ubicación. Prohibido traer más de

dos acompañantes. Mejor si son hembras. Saludos».

Sonaba divertido, así que decidí ir. Decidí también no acudir a la siguiente clase de History of Economics porque lo cierto es que me importaba lo mismo que el campeonato de peonza en Fuentealbilla. Así que me fui al centro de compras a ojear modelitos para la noche de la fiesta.

Volví al apartamento de Rodrigo con unas tres bolsas de ropa en cada mano y preparé una sopa. Fui a la piscina y, cuando volví, me metí en la ducha, era hora de arreglarse. Me probé unos cuantos vestidos y otros tantos más que había comprado, pero me decidí por unos pitillos negros ajustados, una blusa amplia de seda escotada a pico y delicados botones dorados en los puños, un cinturón negro con la hebilla dorada, unas botas altas y un sombrero de ala ancha color negro. Labios Rouge Pur Couture de Yves Sant Laurent, una perfecta y simétrica línea negra en mis párpados y nada más. Me puse el abrigo y ¡lista! Unos diez minutos antes de las siete de la tarde, Rodrigo entró por la puerta. En realidad, hice un poco de tiempo para que me viera con mi nuevo modelito. Hacía tiempo que no me arreglaba de verdad. Entró, dejó unas bolsas de plástico en el suelo y me miró de abajo arriba, con la boca abierta como un bobo.

—¿Quién eres y dónde está mi novia? —exclamó divertido.

—¡Idiota! —chasqueé la lengua y pestañeé.

—Estás guapísima. ¿A dónde vamos?

—¡Dirás dónde voy! Me han invitado a una fiesta de la universidad —le expliqué entusiasmada—, vamos a una villa cerca del campus.

La cara de Rodrigo cambió por completo. No sabía muy bien si su rostro expresaba molestia o confusión. O las dos.

—¿Y vas a ir así vestida? —preguntó asombrado, mientras yo me miraba de arriba abajo. Está mal que yo lo diga, pero estaba cañón.

—No me gusta que te vistas así si no es para estar conmigo.

—¿Qué es lo que no te gusta?

—A ver, Olivia, estás muy guapa..., pero no creo que debas ir por ahí seduciendo a la gente.

—Sedu... Disculpa, ¿seducir? No intento seducir a nadie, solo me he vestido para la ocasión.

Noté cierto tono de hostilidad en las palabras de Rodrigo. Me estaba empezando a preguntar si realmente tenía razón... ¿Iba por ahí provocando a la gente?

—Está bien, no hace falta que te cambies. Ve tranquila y pásatelo bien. Pero, por favor, no vengas tarde a casa.

Cuando alguien decide comenzar una relación cuando se es —demasiado— joven, se mete de lleno en todo un universo de sentimientos nuevos que están aún por florecer. No hemos conocido antes lo que es el amor de verdad, no sabemos lo que realmente es vivir en pareja, el día a día, los momentos románticos ni de qué van las discusiones... Ni por qué habría que discutir. A menudo, cuando alguien no tiene su madurez alcanzada de pleno —no digo que esto pase con trece o treinta y siete años, cada persona es totalmente diferente y evoluciona de manera distinta al resto—, experimenta sensaciones y sentimientos que expresa según sus propias experiencias.

Esa noche me marché a la fiesta sin apenas conocer a gente siquiera de mi clase. Estábamos en mitad de noviembre y no tenía una sola persona con la que podía compartir apuntes, una conversación o, simplemente, tomar una cerveza después de las clases. Es cierto que mis habilidades sociales nunca fueron las mejores ni encajé demasiado con nadie, pero de ahí a lo que estaba viviendo... Era diferente, como si no lo hubiera elegido yo.

La fiesta era, o al menos parecía, divertida. En una casa cerca de la universidad. Esta era blanca y alta, tenía unas cinco habitaciones y un jardín enorme con piscina, un salón en el que cabían cincuenta personas perfectamente, con una chimenea y techos altos. Tenía una cocina en isla en la que asomaban orgullosas las bebidas en fila que los asistentes iban trayendo a la fiesta. Decidí llevar una botella de vino y unas copas de cristal. Nunca me gustó beber cócteles raros —como los que hacía mi santa madre— ni cervezas de esos barriles comerciales, y si había vino, lo ponían en vasos gigantes de plástico. Así que llevé una botella que yo misma descorché y me serví la primera copa de vino en la copa de cristal. Decidí ir al salón, en el que me encontré a dos simpáticos chicos pinchando en una mesa de mezclas. Sonaba música tecno-house o algo parecido.

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