Por otro lado, Gonzalo dejó de prestarme atención. Una discusión que terminó en gritos tuvo la culpa. Me exigía que le contara lo que me estaba pasando y yo no paraba de decirle que me dejara en paz. Necesitaba ayuda, pero no sabía cómo pedirla. Entonces, me ofuscaba con cada persona que preguntaba por mi situación. ¿Qué sabrán ellos? Bastante tengo con mantener a flote mi relación. ¿Es que acaso ellos no tienen una parecida? Porque las relaciones son así, ¿no? Gonzalo llegaba de trabajar, me saludaba, sonreía de lado y a otra cosa. No quería entrometerse en mi vida, pero lo cierto es que poco a poco estaba saliendo de ella.
***
Ojeaba un libro cuando decidí levantar la mirada para saber en qué día estaba. Vaya, en primavera. La primavera, a diferencia del invierno, te va avisando poco a poco de su llegada. De repente empiezas a ver los campos llenos de flores, los almendros empiezan a lucir de blanco y el tiempo empieza a cambiar de manera agradable. Huele a primavera. Los días soleados aparecen poco a poco, empiezas a apreciar esos rayos de sol que entran por la ventana mientras preparas café. Ese rayito de sol que te calienta el alma. Es la estación en la que todo rebrota: las flores, las plantas, las verduras de temporada... el amor. ¡El amor!
En pleno mes de abril podría decir que no había aprobado ni una sola asignatura de los exámenes de enero. Bueno sí, una, ¡inglés! Así es, no podía interesarme menos esta absurda carrera en la que todo eran números y jeroglíficos presuntuosos que nunca lograría entender. ¿Cómo lo hacía Gonzalo? ¿Cómo podía amar tanto esta profesión? «Cuando encuentres aquello que realmente te gusta, lo sabrás..., porque no te costará esfuerzo hacerlo», decía.
Entre tanto, Rodrigo y yo estábamos más felices que nunca. Me explico. Yo empecé a ocultar cierta información para evitar discusiones inútiles que nos llevarían a llorar durante unas cuantas horas. Le ocultaba que no asistía a clase, le ocultaba que, de vez en cuando, iba a ver a Raúl en el descanso de su trabajo para fumar un cigarro de la ansiedad que me provocaban algunas situaciones de mi vida actual. Rodrigo era avispado y a veces me preguntaba si había fumado, pero yo sabía esquivar bien este tipo de preguntas con respuestas como que había ido a una cafetería y los de la mesa de al lado no paraban de fumar. De hecho, me había transformado en una mentirosa compulsiva, todo para evitar una ridícula discusión. Mentía en cada momento, mentía con asuntos por los que ni siquiera tenía que mentir. También le ocultaba que iba cada día de compras al centro y no había día que volviera sin nada en las manos. A veces compraba algún vestido de esos prohibidos, de esos de cóctel..., de esos que te pones para ir a algún sitio elegante y captar todas las miradas de atención. Escondía el vestido en el armario debajo de otro para que Rodrigo no lo encontrara y, cuando sabía que estaba en clase o lejos por más de dos horas, me lo probaba en casa y desfilaba por los pasillos como una loca.
Estaba loca. Me faltaba un gato. Bueno, a ver, no. ¿Por qué siempre asociamos la locura o la vejez solitaria con un gato o diecisiete? Los animales somos nosotros, maldita sea. También le ocultaba mis ganas de gritar que a veces, un día cualquiera, aparecían. Tenía ganas de gritar y llorar y salir disparada de allí, como aquella película en la que el héroe o la heroína se despide con alguna frase espontánea y elocuente y a continuación sale volando. Para películas las que yo me montaba...
Mis relaciones con cualquier ser humano eran prácticamente inexistentes, ya fueran amigos, conocidos e incluso familia. Por mucho que intentaban separarnos, no lo conseguían. Nos queríamos tanto que el amor que sentíamos el uno por el otro era indestructible. Por suerte me hice muy amiga de los libros.
Era una tarde de un abril sombrío, a pesar del sol que azotaba la ciudad. Mientras Rodrigo jugaba al fútbol, me fui al centro de Madrid a buscar una librería. Había leído que se trataba de un lugar muy especial. Así que fui a comprobarlo por mí misma. Se encontraba en la zona de Malasaña. Tenía una fachada amarilla, muy antigua, tres bloques verdes que parecían pintados a mano, casi decrépitos. Tan solo tenía una ventana lateral, pero ¡qué ventana!, parecía un minibalcón de esos que encuentras en los edificios de la ciudad a los que miras hacia el cielo y parecen no tener final. En la puerta había una bicicleta con flores en una cesta. Al lado de la puerta, una caja de madera con algunos libros viejos y un cartel que decía:
Los libros no están más amenazados por el Kindle mucho más que las escaleras lo están por los ascensores.
Stephen Fry
Decidí entrar en esa coqueta y curiosa librería del centro de Madrid. Al ser un bajo, las estanterías se alejaban tanto que no podía ver el final. Las paredes eran bajitas y los pasillos anchos. Se respiraba un aire familiar, un lugar de esos en los que te pasarías toda la tarde leyendo en un sofá de cuero. La estética era retro y, a decir verdad, los libros parecían solo decorar aquel lugar, porque el verdadero protagonista de este sitio era un bonito y pomposo gato negro con un collar rojo.
«Podrás admirarme, podrás darme de comer, podrás acariciarme, pero nunca dominarme», decían sus ojos. Pronto me di cuenta de que muchos de los artículos en venta tenían a este precioso felino estampado: tazas, tote bags , láminas, posavasos, postales... ¡Sí que era el protagonista!
Había estanterías llenas de libros que convivían en armonía con estos artículos de regalo. Me dispuse a ojear alguno de los de poesía. De pronto, noté una presencia a mis espaldas, una voz susurró:
—Psssst... Olivia...
Deslicé mi mirada hacia la derecha, sabedora de que aquel susurro venía por la izquierda. Intenté ganar tiempo. ¿Por qué? De mi antebrazo colgaba una preciosa bolsa de papel charol con uno de esos vestidos prohibidos. Como no sabía quién emitía ese sonido, entré en pánico. Al girar la cabeza, finalmente descubrí que era Laura, una de las compañeras de clase o, mejor dicho, de aquella fiesta en la villa.
Me saludó, mantuvimos una conversación breve y después me preguntó si me apetecía tomar algo en la cafetería de al lado. Acepté, por supuesto. No porque me apeteciera, que también, sino por hablar con alguien más que no fuera Rodrigo o los personajes de la novela que estaba leyendo.
Estuvimos unos cuantos minutos largos riéndonos de aquella noche y de la borrachera que todos y cada uno llevábamos. Recordamos momentos concretos, de esos que están en tu memoria, pero creías haber olvidado. Laura nos hizo una foto a las dos en la cafetería, brindando con una copa de vino que pedimos después del café. Nos despedimos con tan solo un beso en la mejilla y le prometí que volveríamos a otra fiesta, aunque no fuera en una villa ni tuviera que ver con la universidad.
Llegué a tiempo a la esquina en la que había quedado con Rodrigo para volver a casa juntos; eso sí, tuve que hacer el vestido un ovillo para guardarlo en mi diminuto bolso. Pensé en fumarme un cigarro, pero ya era demasiado tarde, Rodrigo aparecería en cualquier momento y a esas alturas de mi vida no quería montar un escándalo. A los cinco minutos vi a Rodrigo aproximándose a la esquina. Esos calcetines blancos hasta la rodilla con dos rayas horizontales de color verde son lo más horrible que he visto en mi vida. Me dio un beso en los labios y caminamos juntos hacia el apartamento. Le confesé que debía pasar por casa a coger algo de ropa para el día siguiente poder ir medio decente a las clases. Mentí, claro. Ni cogería ropa ni asistiría a clase al día siguiente. Tan solo quería dejar el precioso vestido negro de terciopelo en el armario. Cuando llegué al apartamento, me fumé un cigarro en el balcón, mientras recibía un mensaje de Rodrigo:
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