Tirarme a la piscina era una puta maravilla y mi terapia diaria. Cuando hace un buen día, el sol entra por las grandes cristaleras que transforman el agua en un azul turquesa brillante, como el mar..., que entonces quedaba lejos, pero lo sentía cerca.
Cuando nado paso de un estado a otro. Para mí, al igual que para muchos el deporte, la natación esconde una fórmula de sensaciones fascinante: estás en constante movimiento mientras tu mente, agotada, está pausada. Además, en aquel entonces descubrí otro punto a favor de la natación: dejar el teléfono en la taquilla.
«Voy a nadar».
La persona que recibe este mensaje sabe que, por mucho que insista, no estarás disponible, al menos durante un par de horas. O lo que uno quiera que dure.
Una mañana volvía de nadar y saqué el teléfono del bolsillo. Tenía un mensaje de Carmen:
«Cariño, te mando la localización de la cafetería
en la que estoy. Ven, desayunamos juntas y me ayudas con las bolsas [Emoticono de corazón] ».
Le mandé un aburrido «Ok» , y allí me presenté. Con la ropa de deporte, el cabello húmedo y sin una gota de maquillaje. Mi madre estaba en la terraza de una cafetería relativamente cerca de casa. Tenía una elegante fachada de color rojo burdeos y una terracita con mesas y sillas doradas. Un toldo rojo avisaba a cualquier transeúnte que pasara por allí y le invitaba a tomar un café; nadie podía resistirse a esas letras doradas y a esa inmensa cantidad de flores alrededor. Parecía una de esas típicas cafeterías de París... solo que estaba en Madrid. Mi madre hacía juego con esa cafetería, vestida con unos zapatos cómodos pero elegantes, una falda plisada y una blusa color menta, un abrigo de piel y sus gafas que habían fabricado en aquel programa de Megaconstrucciones . Alzó la mano y la agitó enérgicamente para asegurarse de que la veía.
—¡Querida! Toma asiento.
—Hola, mamá.
Me dio un beso en la mejilla y me ofreció una silla mientras apartaba las siete bolsas que llevaba. Alzó la mano y sus dedos índice y corazón llamando al camarero.
—Para mí un té rojo con una pizca de leche, por favor.
—Para mí... —Ojeé la carta, me moría de hambre.
—¿Olivia? —Una voz masculina de repente nos sorprendió, alcé la cabeza lentamente.
—¡Raúl! Vaya, qué sorpresa, ¿cómo estás?
—¡Bien! Me alegra verte.
—Mamá, él es Raúl. Vamos juntos a clase.
—Oh, ¡qué magnífico!
—Bueno, ¿qué te apetece desayunar? —preguntó con una sonrisa Raúl.
—Solo unas tostadas y un café con leche, por favor.
—Estupendo, volveré enseguida.
Me quedé mirando al infinito. Recordé que nunca había contestado a aquel mensaje de Raúl para ir a merendar con el grupo de la clase. Él fue amable conmigo en aquella fiesta que hizo que se desatara una discusión inútil con Rodrigo. Me parecía un chico agradable y respetuoso. Mientras esperábamos el desayuno, mi madre me enseñaba todo lo que había comprado: un montón de verduras, unos guantes de piel, un centro de flores para el salón, un regalo para su amiga Rosa y un vestido para... mí. Al verlo, lo primero que pensé fue si Rodrigo estaría de acuerdo. ¿Le gustará? ¿Le parecerá demasiado corto? ¿Considerará que tiene demasiado escote? Había empezado a olvidar lo mucho que me gustaba la moda en lugar de fijarme en lo precioso que era ese vestido.
Era clásico, pero tan elegante... Longitud midi, de color azul marino y con un estampado de florecitas blancas muy delicadas; parecía que alguien se había esmerado en hacerlas. El vestido se ceñía en la cintura y después tenía un vuelo espectacular. La tela era suave y ligera, no sabía cuál era exactamente a primera vista, pero intuí que era rayón. Tenía las mangas tres cuartos y un escote a pico, con un cinturón justo debajo del pecho que tenía el mismo estampado que el vestido. Con un acabado tan elegante que sonreí al ver cómo mi madre lo cogía en pinzas con las manos. Lo toqué y posé mi mejilla en la tela para comprobar que, exactamente, era rayón. ¡Qué elegancia!
—¿Te gusta, cariño?
—¡Sí! Gracias, mamá, es precioso.
—¿Verdad que lo es? No como eso que... —me miró por el rabillo del ojo—, en fin, no sé... llevas.
Y lo hice. Me miré de abajo arriba. Vestía unos pantalones de deporte y aquella sudadera que Gonzalo me regaló... Sí, exacto, la que antes utilizaba para estar por casa. Llevaba el pelo hecho un desastre y mi cara, aunque limpia, poco o nada me preocupaba. Lamentable, Olivia. ¿En qué demonios me había convertido?
—Ya estamos, mamá. ¡Pero si vengo de nadar! —me quejé.
—Antes también nadabas y no ibas hecha unos zorros, querida.
—Ya hemos hablado de esto, por favor.
—Solo quiero que te mimes un poco. Con esa cara tan preciosa que tienes...
—¡Mamááááá! —vociferé. No sabía qué hacer para que no siguiera diciendo verdades.
—Aquí tenéis, señoritas. —Raúl interrumpió con el desayuno en la mesa, thank God . Me sentía avergonzada de la situación que estaba presenciando allí.
—¡Oh! Gracias, Raúl. —Mi santa madre agitó su cabello, coqueta y pizpireta, al ver que un joven la había llamado señorita. Después hizo un gesto con las manos, invitándole a que se retirara.
Raúl volvió al trabajo. Recuerdo que me había hablado de lo mucho que tenía que sacrificar para estudiar la carrera. Me preguntaba cómo hacía para asistir a clase, estudiar para los exámenes de enero y pasar ocho horas trabajando en esa cafetería tan coqueta. Me sentí afortunada. Gracias a mis padres no tuve que trabajar durante la universidad. ¡Zas! Mi madre volvió a abrir el pico mientras sorbía como un pajarito su taza de té.
—Querida, tu hermano está preocupado. No sabemos qué te pasa. No sabemos por qué ya no vienes a visitarnos como antes hacías, ni por qué dejaste de llamar para contárnoslo todo. Bueno, contármelo todo, mejor dicho. No queremos meternos en tu vida, solo queremos que seas feliz.
—Por favor, mamá. Estoy bien. Es solo que estoy un poco estresada con estos exámenes finales.
—Vale, cariño. Volvamos a casa y prepararemos una deliciosa crema de verduras con leche de coco.
Pedimos la cuenta y nos despedimos de Raúl, quien me lanzó una mirada afligida, que fue un puñetazo en el abdomen. Nos dirigimos hacia casa, atravesando los adoquines de la calle. Cuando llegué, saqué el teléfono entre la ropa húmeda de la bolsa de deporte. Tenía dos mensajes de Rodrigo.
«Que se te dé bien la natación, princesa».
«Llámame cuando termines».
Los mensajes de Rodrigo —cuando no estábamos juntos físicamente— eran como aquel famoso juego en el que tenías que ir eliminando bloques de colores, porque si no lo hacías se iban acumulando hasta que perdías el juego y tenías que volver a empezar. Llamé a Rodrigo para decirle que estaba bien, en casa, que me disponía a ayudar en la cocina a mi madre y que pasaría toda la tarde estudiando. Me dio el visto bueno y no volvimos a hablar hasta por la noche. Mi relación se había convertido en una constante y agotadora vigilancia veinticuatro horas, siete días a la semana. Yo informaba a Rodrigo de todos mis movimientos y él aprobaba o se quejaba. Al estar lejos, podría tirar el teléfono debajo de la almohada, pero sabía que cuando lo volviera a coger habría bronca. Como aquel juego...
***
La semana iba pasando y lo mismo me dio ponerme a estudiar que leer cualquier revista o libro. No me interesaba lo más mínimo esa carrera inútil que tenía que hacer por imposición de mi padre. Me sentía desgraciada por estar derrochando todo ese dinero en ropa que no me gustaba, comida para el apartamento, viajes de tren hasta el centro..., pensando que otras personas tenían que deslomarse para sacar un título universitario.
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