María Benítez Sierra - Salitre en la piel

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A veces, el camino a casa no es fácil. Y, a veces, huir es la única forma de encontrar algo.
Ojalá alguien te quiera tanto como yo quería huir. Ojalá esta fuera nuestra historia de amor. Ven, que te llevo cerquita del mar. Ven, que te llevo a un lugar bello, tranquilo, hermoso.
Un pedacito de tierra diseñado para el disfrute del ser humano. Uno de esos lugares que crean recuerdos de sal en la piel y perforan tu memoria sin permiso alguno, haciendo que vuelvas a rescatar el brillo de las olas en cualquier época del año.
Un lugar al que viajar física o mentalmente cada vez que la realidad venga de visita.
Agarra una maleta vieja, un bikini o dos y salgamos pitando a ese lugar, aunque solo sea para hundir una vez más tus pies en la arena.
Ven. Y quédate.
He hecho café para toda la vida.

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Los dj’s me saludaron, me dieron la bienvenida y me preguntaron si tenía alguna sugerencia para la noche, a lo que respondí encogiéndome de hombros. Ya había unas dieciocho personas en la fiesta y yo no conocía a ninguna.

Me acerqué a la chimenea y saboreé la copa de vino mientras atendía al ambiente, la gente iba llegando poco a poco mientras yo me dedicaba a mirar a varios grupos de gente riendo y bailando, brindando y chillando a los dj’s alguna petición. Un chico delgado, alto y vestido todo de negro se acercó a la chimenea.

—Lucrecia, ¿verdad?

—Ah... ¿no?

—¿Entonces?

—Olivia, encantada.

—¡Eso es! Soy Raúl. Vamos juntos a clase de Derecho Mercantil, solo que no sabía tu nombre. No se te ve mucho por las clases, ¿sabes?

—Será que no te fijas lo suficiente —mentí. Y él también lo hizo. No había asistido a una sola clase de Derecho Mercantil.

—¿Disfrutas de la fiesta?

—¡Sí! Parece que falta aún gente por venir, ¿no?

—Seguro que en unas horas no se puede estar aquí... Sirvámonos una copa. ¿Quieres algo de beber?

—Sí, he traído vino y una copa extra de cristal. ¿La quieres?

—Chica con clase. ¡Acepto la invitación!

Cuando estábamos en la cocina sirviendo una copa de vino, Rodrigo me escribió:

«No sé qué estás haciendo, pero te he llamado dos veces ya. Haz el favor de contestarme».

Me disculpé con Raúl y salí por la puerta de la cocina que se comunicaba con el jardín para poder llamarle.

—¿Estás bien?

—¿Por qué cojones no me coges el teléfono? Estoy preocupado. —Su tono de voz sonaba más a enfado que a preocupación.

—Cielo, estoy en la fiesta y no tengo el teléfono en la mano. Ya sabías que venía, está todo bien.

—Pues cógeme el puto teléfono, joder.

—¡No estoy pendiente! ¿Quieres que esté toda la puta noche con el teléfono en la mano?

—Quizá deberías.

—Rodrigo, te tengo que colgar. Hablaremos cuando llegue a casa.

Colgué. Estaba furiosa. Me sentía inútil por estar en una fiesta en la que quizá ni siquiera quería estar y al mismo tiempo me sentía culpable porque podría haber evitado esta bronca con Rodrigo, quedándonos en casa acurrucados mientras comentábamos una película y los carrillos se nos llenaban de palomitas. Además, sus comentarios sobre mi vestimenta habían hecho que mi autoestima bajara a niveles desconocidos. Si yo me sentía de maravilla con mi aspecto, ¿por qué tenía que venir a decirme algún defecto o imperfección? No era justo. No era justo que pasáramos tanto tiempo juntos y que cada vez que me separara de él tuviera que tener el puto teléfono en la mano porque se «preocupaba». Así que guardé el teléfono en el bolso y lo silencié, sabiendo que tendría que volver a sacarlo en menos de una hora.

Volví a entrar y Raúl seguía allí, esperándome apoyado en la encimera. Me volví a disculpar y él me abrió paso para avanzar hasta el salón de nuevo. Hablamos de la carrera, de la gente que conocía, de sus intenciones de futuro... Luego se unieron otros más. Empecé a conocer a gente de la universidad que antes no había visto —no me había fijado, más bien—, tuvimos conversaciones interesantes e inteligentes y, de repente, empezamos a bailar un remix malísimo de «Mi gran noche» de Raphael... Aunque fuera un remix y aunque fuera la peor mezcla que había escuchado en mi vida... ¿qué persona en su sano juicio no bailaría «Mi gran noche»? Por favor.

Servimos más vino. Conocí también a Berta, Laura, Sofía y Lucas. Íbamos juntos a muchas de las asignaturas obligatorias y me preguntaron qué es lo que me mantenía tan ocupada para no asistir casi nunca a las clases, solo a los controles y exámenes obligatorios. Lo cierto es que comencé a pensar seriamente que mi relación con Rodrigo había afectado mucho a cómo estaba viviendo mi primer año de universidad. Tenía tantas ganas de empezar una nueva etapa, conocer gente y cambiar de aires... y parecía que no lo había hecho en absoluto.

Más vino. Sin darme cuenta, eran las doce de la noche y la música parecía no tener ganas de parar. Me sentía un poco mareada y con ganas de seguir con tal de no volver a casa, así que seguí bailando con mis nuevos conocidos a los que no conocía en absoluto. Las luces, el ambiente, el humo del tabaco y las risas hicieron que tuviera que salir fuera un momento. Agarré el teléfono:

«No me haces esto más. Vuelve a casa YA.

ESTOY HARTO DE LLAMARTE».

Pero ¿qué le pasaba a Rodrigo? ¿Es que acaso estaba haciendo algo mal? Me sentí fatal, pensé que le estaba ofendiendo. Más vino.

—¿Qué pasa, desaparecida? Yo también necesito un poco de aire fresco. —Raúl se asomó por la cristalera, alzando una mano a modo de saludo.

—Oh, vaya, hola. Sí... El ambiente está demasiado cargado ahí dentro.

—¿Quieres? —Me ofreció un cigarrillo.

—No, gracias. Yo no... Bueno, ¿sabes qué? Sí, gracias.

Raúl y yo fumamos un cigarro juntos, mirando a la piscina, hablando de nuestras raíces, de dónde veníamos y a dónde iríamos en el futuro.

—¿Sabes? Yo tengo que trabajar para poder pagar esta carrera. Me encantan las matemáticas, siempre se me han dado bien. Pero no puedo permitirme estudiar y vivir de puta madre a la vez, así que tengo que trabajar y estudiar. Y eso es el doble de esfuerzo, ¿entiendes? Pero merece la pena. Dicen que la universidad es la mejor época que uno recuerda. ¿No te pasa?

—Bueno, es que... —Me quedé pensando. No sabía qué decir en ese preciso momento. Ni siquiera sabía a qué se refería. No había tenido esa vida hasta el momento—. Sí, es genial —mentí.

Volvimos a entrar, a bailar, a charlar con la gente de cosas que al día siguiente no recordaría y, finalmente, decidí que era la hora de marcharme. Me despedí de mis nuevos tardíos compañeros de clase y les prometí que asistiría más a menudo, que quedaríamos para disfrutar de unas bebidas en las terrazas o para ir de compras. Aunque la villa estaba relativamente cerca de casa, decidí coger un taxi. Hacía frío, era tarde y había bebido lo suficiente como para tropezarme con mis propios pies. Aunque no hubiera bebido. Aunque no fuera tarde. Aunque no hiciera frío.

Llegué a mi apartamento, vi otras mil llamadas perdidas de Rodrigo y las ignoré, estaba demasiado cansada como para contestar. Le mandé un mensaje:

«Ya estoy en casa. Mañana hablamos. Te quiero» .

Me desmaquillé, me quité esas botas que amaba, pero que odié a lo largo de la noche, y me fui a la cama.

A la mañana siguiente, Vanesa, mi compañera de piso, entró en mi habitación a las siete de la mañana.

—Olivia, ¿estás despierta? —susurró.

—Meh? Ah... —A esas horas de la mañana hablaba en lenguas muertas.

—Olivia, Rodrigo está aquí. Ha llamado unas cuantas veces al telefonillo y quería saber si estás en casa. Parece preocupado.

Abrí los ojos de golpe. ¿Qué cojones le estaba pasando a Rodrigo? ¿Por qué no paraba de controlarme? ¿Por qué no me dejaba dormir? «Maldita sea. Tengo resaca», pensé.

—Sí, sí, abre el portal. Siento que te haya despertado.

—No pasa nada, de todas maneras tengo que estudiar. Tranquila.

Mientras Rodrigo subía al apartamento desde el portal, me levanté como pude y fui al baño a lavarme la cara con agua fría, me puse ropa de estar por casa y me dirigí directa a la cocina a preparar café.

—Hola.

—Buenos días. ¿No crees que es un poco temprano para llamar al timbre?

—¿Podemos hablar en tu habitación? —preguntó seco. No parecía muy contento. Yo tampoco lo estaba.

—Claro, ¿quieres café?

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