—Estás preciosa, hija, como siempre.
—Gracias, papá —le respondí mientras me daba un beso tierno en la mejilla.
—¿Cómo ha ido el campamento? No hemos tenido mucho tiempo de hablar esta mañana con el «planch» ese de tu madre.
Me reí.
—Papá... —sonreí—, querrás decir el brunch .
—Lo que tú digas, cielo.
Mi padre es una de esas personas que no hablan demasiado y asienten con frecuencia. Llega un punto en la conversación en el que no sabes si le parece bien lo que le estás diciendo o si simplemente no te está haciendo ni puto caso.
—Se te acabó la buena vida, ¿eh? —me soltó, dándome un par de codazos, intentando aparentar una edad que ya no tenía.
—¿Tú crees? ¡Yo creo que la buena vida acaba de empezar!
—Olivia, hija, se esperan grandes cosas de ti. Cuando te gradúes, serás la última generación femenina de la familia Serrano de Amorós que se gradúe en Ciencias Económicas.
—Vaya. Qué... honor. ¿Y si resulta que no me gusta?
—Tendrás que hacerla. Y cuando la termines puedes hacer lo que te dé la real gana.
—Entiendo. Así que necesito una licenciatura en Económicas para encajar en esta familia, ¿es eso lo que me quieres decir?
—No, hija, por Dios. Estaré muy orgulloso el día que vayamos a ver cómo te gradúas. —Me dio unas palmaditas en la espalda, aunque diría que fueron más bien unos empujones—. Ahora, disfruta de este día soleado —sentenció y se fue mientras saludaba animoso a sus compañeros.
Me quedé con cara de no saber muy bien qué pasaba por la cabeza de mi padre, así que cogí las bebidas y me encaminé hacia uno de los sofás donde se encontraba Gonzalo. Le extendí la cerveza y me acomodé, arqueando la espalda hacia atrás y los brazos hacia arriba, estirándome como un gato.
—Oye, las próximas las traes tú, aquí no paran de decir tonterías. ¿Qué me cuentas?
—Bueno, qué me cuentas tú, señorita polivalente.
—Pues que estoy deseando irme de esta casa y dejaros aquí, a ver qué hacéis sin mí.
—Bueno, siéntense, por favor, y presten atención, empieza el drama. —Exageró sus movimientos de una manera espectacular.
—No seas idiota.
—¿Y Rodrigo qué tal?
—¿Quién? —pregunté haciéndome la tonta, intentando ganar tiempo para buscar una salida.
—Olivia, conozco a mucha gente. ¿O es que todavía no te has enterado?
Siempre pensé que Gonzalo iba de farol. Conociendo a tantos miles de personas, ¡anda ya! ¿Cómo lo sabía el energúmeno? No tuve más remedio que darle una explicación.
—A veeeeeer, lo conocí en el campamento. Esta noche he quedado con él para tomar algo en... Bueno, no sé dónde.
—Ya, ya. Bueno, ten cuidado.
—¿Por qué? —me interesé. ¿Sabía algo que quizá yo no?
—Porque las mujeres sois raras y los hombres somos como somos.
—No es nada serio, ¿creo? —musité—. ¿Qué más te da? ¿Es que tengo que informarte de todo lo que hago?
—No te pongas así, fiera. Solo me preocupo por ti.
—Oído, capitán.
—Hablando de eso, ¡este año voy a ser capitán!
Qué asco la gente que hace cosas. Otra cosa no, pero mi hermano tenía más títulos que un conde. Era monitor de campamentos, profesor de inglés y alemán..., además era entrenador de Crossfit, socorrista, tenía el título de tiro con arco, de caza, sabía cualquier cosa de mecánica, de diseño de interiores y, ahora, capitán. «Hola, soy Olivia. Sé hacer el pez con la boca y al menos no soy daltónica».
Fue una noche agradable, había música y mis padres bailaban, era la velada perfecta de verano. Fui a darme una ducha para quitarme el olor a churrasco. Me puse una falda tobillera de algodón color beige con abertura en una pierna, un crop top blanco y una diadema con lazo a juego con la falda. Me calcé unas sandalias romanas hechas a mano de cuero con lazos hasta la rodilla y salí pitando de casa; eran las ocho pasadas. Cuando llegué al portal, ahí estaba Rodrigo más guapo y elegante que nunca. ¿Era este el Rodrigo que había conocido en el campamento? Llevaba una camisa blanca remangada, unos pitillos azul marino y unas deportivas blancas clásicas. Llevaba el pelo alborotado que se adivinaba recién salido de la ducha, medio húmedo. Y, otra vez, la barba sin afeitar.
—¿Siempre vas así de desastrada cuando sales con la gente?
—Hola, eh... Es lo que se lleva, ¿qué te pasa? —Le administré un suave codazo en las costillas.
—Estás muy guapa, pero llegas tarde.
—Tú también. Disculpa, de las barbacoas familiares uno sabe cuándo entra, pero no cuándo sale...
Me dio un beso en la mejilla. Sonreí. Fuimos caminando hasta el coche y Rodrigo condujo durante cerca de media hora. Le pregunté amablemente que dónde íbamos y no articuló palabra, así que empecé a decir sitios al azar. Puede que en Madrid no hubiera playa, en eso estamos de acuerdo, pero las posibilidades son infinitas, claro.
Llegamos a un lugar muy oscuro de tierra que parecía el parking de un restaurante. Cuando alcanzamos la puerta, vi una terraza y oí música. Rodrigo dijo su nombre al muchacho que estaba en la entrada, extendió su mano para ir detrás de mí y atravesamos un pasadizo con muy poca luz hasta llegar a un lugar al aire libre. Se trataba de un restaurante a las afueras de Madrid que, obviamente, solo abre en verano y parecía... llamémoslo especial. En lugar de mesas, tenía cojines gigantes como asientos en mesas bajas de madera y muchas luces de colores. Había una mujer con una guitarra y un perro al lado que en ese momento estaba cantando «La Vie en Rose» de Edith Piaf y me pareció superromántico y acertado. No tuve más remedio que reconocer que Rodrigo tenía un gusto exquisito y, aunque no nos conocíamos mucho, empezaba a gustarme de verdad.
Nos acomodamos en un rinconcito del restaurante con vistas a la ciudad que, aun en la lejanía, nos avisaba de que seguía despierta con sus millones de luces. Miramos la carta: Rodrigo se pidió un bacalao confitado gratinado con alioli de pera y azúcar mascabado y yo, un solomillo del Pirineo braseado con vegetales asados. Compartimos una botella de vino. La comida estaba deliciosa, el vino era exquisito y el ambiente era inmejorable.
—Vaya, ¿es esto lo que me querías enseñar? —pregunté coqueta, colocándome el pelo detrás de la oreja y subiendo la cabeza.
—Bueno, en parte sí. Pero hay algo más... —confesó, sonriendo y bajando la mirada al mismo tiempo. Parecía nervioso.
—Me lo estoy pasando genial, me encanta ese sitio, la comida es increíble y...
Y Rodrigo me besó. Así, de repente, lo volvió a hacer. Me besó con pasión y yo le respondí. Fue un beso intenso, con sentimiento, largo, suave y sensual. De esos en los que te quedarías toda una vida.
—¿Siempre besas a la gente así, sin preavisar?
—¿Es que acaso hay otra manera?
Sonreí. Touché .
—Eso era lo otro que te quería decir —susurró.
—Mmm, ya. A ver... —Evidentemente estaba nerviosa, no conocía demasiado a Rodrigo y me sentía ruborizada y creía estar flotando en una nube.
—Olivia, me gustas mucho y, aunque no nos conocemos desde hace mucho, siento que me gustaría conocerte más. Lo cierto es que no puedo dejar de pensar en ti.
Sonreí, apartándome el pelo de la cara. Le devolví el beso, pero esta vez mucho más intenso. Y mientras sonaba una versión acústica de «Have You Ever Seen the Rain» de Rod Stewart, le dije que sentía lo mismo. Me dejé llevar por las luces, el vino, la buena música y el ambiente. Quizá la vida en la ciudad no estaba tan mal. Pasamos esa velada estupenda.
Y quizá ese fue el error. El universo tiene a menudo unos planes absurdos que, con el tiempo, empiezas a comprender por qué los hace así.
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