María Benítez Sierra - Salitre en la piel

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A veces, el camino a casa no es fácil. Y, a veces, huir es la única forma de encontrar algo.
Ojalá alguien te quiera tanto como yo quería huir. Ojalá esta fuera nuestra historia de amor. Ven, que te llevo cerquita del mar. Ven, que te llevo a un lugar bello, tranquilo, hermoso.
Un pedacito de tierra diseñado para el disfrute del ser humano. Uno de esos lugares que crean recuerdos de sal en la piel y perforan tu memoria sin permiso alguno, haciendo que vuelvas a rescatar el brillo de las olas en cualquier época del año.
Un lugar al que viajar física o mentalmente cada vez que la realidad venga de visita.
Agarra una maleta vieja, un bikini o dos y salgamos pitando a ese lugar, aunque solo sea para hundir una vez más tus pies en la arena.
Ven. Y quédate.
He hecho café para toda la vida.

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—Déjame dormir y haz el favor de cerrar la puerta cuando salgas.

—De eso nada, señorita. Ahora mismo vamos a nadar. ¡Ponte el bañador!

Me di la vuelta y me puse la almohada en la cabeza para no escucharlo más. Aun así, logró tirar de la sábana, retiró todos los cojines que se iba encontrando y me agarró por los tobillos mientras yo me enganchaba a los barrotes del cabecero de la cama. Un circo.

Así era Gonzalo. No lo he dicho antes, pero mi hermano era todo un chulo de playa lo miraras por donde lo miraras. Un actor de Hollywood de esos que te encuentras un día cualquiera por la calle.

Siempre estaba moreno aunque no le diera el sol y tenía una percha que igual se ponía unos mocasines con traje o una sábana sucia hasta arriba de barro y le quedaba estupendamente bien. Igualito que yo.

Mi hermano tenía cinco años más que yo. Desde que era un niño ya apuntaba maneras y aires de grandeza. Era siempre el más inteligente, el más guapete de la clase, el más simpático y el más deportista. Medía metro ochenta, era moreno y atlético. Tenía el pelo castaño y los ojos de chocolate negro. A pesar de no haber llevado nunca ortodoncia, tenía los dientes perfectos y relucientes... De anuncio. El muy cabrón. Con tan solo dieciocho años fue campeón de natación, cinturón negro de karate y había hecho más triatlones de los que podíamos recordar. Era una persona deportista, pero no obsesionada con su físico. No hacía deporte por lucir palmito, sino para sentirse bien, porque le daba alegría y se lo pasaba en grande. Se licenció en Económicas y antes de terminar sus estudios ya tenía un puesto asegurado, por lo que con tan solo veintiún años era la mano derecha del director financiero de una multinacional de la moda. Casi igual que yo: ortodoncia desde los doce años, deporte solo cuando me lo exigían, quitando lo de nadar, y un carácter de mierda acompañado de mi cara de gato.

Gonzalo me obligaba a hacer deporte con él y lo peor es que, cuando me sacaba a correr, se aburría tanto, pero tanto, que daba vueltas sobre sí mismo, ralentizando su ritmo de velocidad, y eso me cabreaba muchísimo. Era el tipo perfecto, en una familia perfecta y con los amigos perfectos. Ah, y la novia perfecta, claro.

Así que ese día Gonzalo decidió despojarme de mis dulces sueños a las seis de la mañana y no tuve más remedio que doblegarme. Bajamos a la piscina de la urbanización a nadar y, cuando volvimos, mi madre había preparado un superbrunch antes de la barbacoa en la que iba a venir demasiada gente. Según ella, el aperitivo antes de la comida es esencial en cualquier relación, ya sea con una amistad, la pareja o la familia, pues es el momento en el que no estás del todo concentrado en cortar la carne o coger tantas patatas como puedas del plato, sino que es más relajado, más casual y entonces el espacio del diálogo entra en el aperitivo.

Mientras me cambiaba de ropa, miré el teléfono y decidí contestar a Rodrigo:

«¿Es eso lo que le dices a todas?».

Antes de que pudiera dejar el teléfono en el escritorio sonó. ¡¡¡¡Era ÉL!!!! Pero ¿qué coño le pasaba? ¿Por qué me llamaba? Me aclaré la voz y me atusé el pelo. Luego me di cuenta de que no podía verme y puse los ojos en blanco:

—¿Dígame?

—Olivia, ¿cómo tengo que decírtelo? Lo que pasó con Jessica no fue mi culpa. Eres tú la que lo has interpretado mal. Si anoche te dije que me gustas demasiado...

—Ay, Rodrigo, no tienes por qué darme explicaciones de tu vida. Está todo bien. —«Hola, soy Olivia, tengo casi veinte años, soy madura, estoy relajada y soy independiente». Intenté que mi tono de voz sonara lo más casual posible—. Es solo que no te conozco y, como comprenderás... Bueno, no quiero que me des explicaciones, solo quería zanjar el tema.

—Pero si está más que zanjado, ¡eres tú, que no me crees! No seas dramática. Por favor, no saques más el tema de Jessica. Además, ¡vive en Asturias! ¿Podemos dejar esto atrás?

—Está bien —refunfuñé.

—¿Qué haces hoy?

—Tengo un evento en casa de mis padres, viene un montón de gente aburrida y beberemos cosas raras como daiquiris de melón garrapiñado.

—Suena divertido y arriesgado. ¿Y por la noche?

—Probablemente me tire por el balcón.

—Será mejor que no lo hagas, no al menos hasta que te lleve a un lugar que quiero que conozcas.

—Está bien. Pero no puedo asegurarte que no vaya a estar borracha a esas horas.

—Demasiadas negaciones en una sola frase. Te recojo a las ocho de la tarde en tu casa, ¿te parece bien? Espero que seas de las puntuales. ¿Me mandas la ubicación?

—Vale, ahí estaré.

En los dos minutos que estuvimos hablando pude comprobar que Rodrigo era alguien insistente, convincente y puntual, de esos que van por delante y saben enfrentarse a situaciones incómodas. Nada de ocultarse detrás de la pantalla, nada de suponer o imaginar, directamente de frente.

Llegó el mediodía y, con él, los amigos de mis padres y también sus arrimaos . Los hijos e hijas, novios y novias, sobrinos..., la abuela, ¡la abuela! Pero ¿cómo nos las habíamos arreglado para llegar al punto de montar estos saraos en el ático? Mientras iban llegando los invitados, Gonzalo y yo nos tumbamos en el «rincón del amor». Así lo llamábamos: se trataba de una esquina del ático que mi padre regaló a mi madre en uno de sus aniversarios. Contactó con Vera, la hermana de mi madre, que además de arquitecta tenía un gusto exquisito para la decoración y una mala hostia que no se aguantaba ni ella. La tía Vera siempre nos regalaba billetes enrollados con un lacito y los colgaba en el árbol de Navidad, para variar. Bien, pues mi padre dejó prácticamente todo en manos de Vera, porque cualquiera le decía algo al Tío Gilito.

Lo cierto es que, por muy estricta que fuera mi tía, era precisa e impecable en su trabajo. Creó un espacio precioso y único, digno de Pinterest: unos sofás de madera de acacia decorados con algunos cojines mullidos y colores empolvados, unas bombillas con luz cálida que descansaban colgadas en todo el ático exterior, una mesita de té y una barrera de plataneras y otras plantas tropicales que hacían del lugar un rincón mágico en una ciudad perfecta. Y contaminada. Y seca. Y sin playa.

Gonzalo se puso una camisa de lino a rayas azul clarito, unos vaqueros cortos y unos náuticos azul marino. Está mal que yo lo diga, pero este muchacho es todo un bombón. Lo amodiaba . El jodido Gonzalo conocía a toda la ciudad y tenía una lista interminable de contactos, y pese a que tenía pocos amigos, eran de esos que son de verdad, de esa especie en extinción que, aunque pase el tiempo, siempre estarán ahí. Y a mí, que desde que tengo uso de razón soy una histérica, siempre supo hacerme ver el lado bueno de las cosas. Así era Gonzalo. Éramos dos gotitas de agua, ¿eh?

Me calcé unos pantalones de lino de tiro alto, anchos hasta el tobillo y color ámbar, con un cinturón negro, una camiseta básica blanca con hombreras y un lazo en la cabeza de flores, a juego con mis sandalias vintage de aquel mercadillo hippy de la playa. Joder, cómo echaba de menos despertarme junto al mar.

—Oliva —así me llamaba él. Así o cualquier palabra que contuviera «oli» era válida para darme por aludida—, tráeme un mojito de esos que ha hecho mamá.

—¿Estás seguro? Mira que les ha echado todo lo que tiene por la cocina.

—Tienes razón. Esta señora hace los gin-tonics con guarda forestal. Mejor trae unas birras.

Me acerqué al arcón que había junto a la barbacoa y agarré una cerveza y una copa de vino blanco para mí. Ahí estaba mi padre, que tocó el hombro de su compañero de trabajo para disculparse y venir a hablar conmigo.

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