Así, mi equipo de diez soldados enanos adormilados y yo desfilamos por la piscina en fila india. Saludamos a Rodrigo, que ordenaba perezoso el botiquín, y comenzamos la clase de baile bajo el agua, que se volvía cada vez más ridícula y divertida. Cuando terminó la clase, Valle se llevó a los niños al campo de batalla y yo me quedé en la piscina en remojo y agotada de tanto movimiento. Esperaba al siguiente grupo, con el que daríamos comienzo a la clase en unos quince minutos.
Rodrigo se levantó de su silla —trona, era injusto que el socorrista estuviera todo el día sentado y el resto no parara de un lado para otro— de socorrista, mirando el agua con desidia y caminó lentamente por el borde donde yo descansaba sobre mis brazos y disfrutaba del único rayo de sol que se proyectaba en la piscina a esas horas de la mañana.
—Bueno, ¿y a esto de las clases de baile en el agua también se pueden apuntar los adultos?
—Claro, pero las clases para adultos las da mi compañero, el que trabaja también en la cocina. ¡Ah! Y hay que traer trikini.
—Oh, vaya..., una pena. Hablando de trikinis, ¿qué te iba a decir? ¡Ah, sí! No es que te prestaran mucha atención los niños...
—¿Verdad? ¿Será que es muy temprano? Tendré que mirar los horarios de nuevo... —contesté mientras salía del agua.
Rodrigo soltó una carcajada que rozó la mofa. No entendía muy bien el porqué hasta que me trajo un espejo del botiquín... ¡¡¡¡Se me veía hasta el alma!!!! Había olvidado por qué no me ponía este bañador. Rodrigo y el grupo de natación me lo recordaron. Lógicamente porque es blanco y se transparentan hasta los recuerdos más profundos de mis antepasados. Era obsceno. Y mis pobres niños tendrían un trauma asegurado de por vida.
—Pero ¿cómo no me has dicho nada, imbécil? —Para algo servía esa camiseta nórdica, ¡claro! Me tapé como pude y salí de allí, empapando todo de agua.
—¿Y perderme el show ? ¡Ni de coña!
—¡Vete a la mierda! —Salí corriendo con las chanclas en la mano, mascullando todo tipo de insultos que me sabía en más de un idioma.
Entré en el bungalow , me sequé como pude y lo reemplacé por un bañador Arena, azul Arena, un azul tan único que, por mucho que pasen los años, siempre sigue siendo el mismo. Compraba ese mismo bañador cada año desde que empecé a nadar con tan solo cinco años. Cambiar el color, el modelo o la marca no era una opción. Volví tan rápido como alcanzaban mis cortas piernas para no dejar al siguiente grupo de natación abandonado. La segunda clase del día fue divertida, los niños se portaron fenomenal, parecían más despiertos —les ahorré el detrimento de las transparencias del bañador— y para terminar los reté a tirar al socorrista a la piscina. Y así fue: los demonios diminutos corrieron hacia Rodrigo, lo levantaron entre todos y lo lanzaron al agua.
Una semana después, el ambiente que había en el campamento se volvió mucho más familiar. Empezamos a conocernos los unos a los otros un poco más, había más confianza. Entonces, los monitores decidimos hacer una cena especial cuando la jornada terminara. Cada uno cocinaría algo diferente con ayuda de los responsables de cocina. Maxi, uno de los cocineros, me ayudó a preparar mi plato especial. Este era moreno y de piel blanca como el flexo de estudio, regordete y bajito, llevaba las gafas de pasta negra siempre sucias y a veces tartamudeaba. Sin embargo, tenía tal cara de buena persona que pensé que le habían tomado demasiadas veces el pelo. Mi ensalada especial no tenía mucho de especial, pues se trataba de una totalmente normal con ingredientes ricos y frescos. Lo que la hacía diferente era la salsa de queso gorgonzola y yogur griego.
Valle y Elena cocinaban una pasta al pesto que olía de maravilla mientras discutían entre ellas por cuestiones como que añadir más o menos sal puede cambiar el sabor del plato o dónde poner y dejar los utensilios de cocinar... Las adoraba, pero a menudo se ponían demasiado intensas, sobre todo cuando hacían algo juntas. Dicen que donde tengas la olla...
Mientras tanto, Rodrigo se traía algo entre manos con Jessica, otra de las monitoras. Flirteaban tanto que resultaba molesto. Levanté la mirada mientras cortaba unos tomates y presencié el arte de cocinar y chuparse los dedos el uno al otro. ¡Puag!
Cuando nos sentamos todos a cenar, mi ensalada causó furor entre el público. Siempre admiré la manera de cocinar lenta, con ganas, con productos frescos y nutritivos... Sin prisa. Cocinar es un arte, es terapia, es todo lo bueno de la vida. Ponerse el delantal y encender los fogones es un acto de amor propio y una bonita declaración de amor por otra persona. Elegir los ingredientes te lleva a un viaje sensorial y reconfortante. Amasar, picar, batir, cortar, cocer, ¡freír!, cocinar es uno de los placeres de la vida que deberíamos hacer cada día sin caer en la rutina. La forma más bonita de decir «te quiero» es cocinando. Descorchando un vino, poniendo música y cocinando lentamente. Cocinar nunca separó a familias ni amigos ni amantes, sino todo lo contrario. La cocina precalentada, los productos ultraprocesados y la bollería industrial son un acto de vandalismo, un insulto al prodigioso arte de cocinar. He dicho.
Rodrigo y Jessica se sentaron uno junto al otro, justo enfrente de mí. Las mesas eran alargadas tipo pícnic, así que estábamos todos en la misma, apiñados como sardinillas en lata. Me gustaba Rodrigo, pero no podía soportar esas maneras de coquetear que tenía con una de mis compañeras. Deduje que quería hacerse el graciosillo, ser el guapo de turno y caerle bien a todo el mundo. ¿Acaso quería ponerme celosa? Qué listo. Cruzamos un par de miradas durante la cena en las que yo puse los ojos en blanco y él rio discreto.
Pasamos una velada fantástica haciendo comentarios y contando anécdotas que nos pasaban durante nuestra estancia. Tras terminar la cena, nos fuimos al jardín del comedor de la parte trasera, diseñado para el personal, que era más bien pequeño pero coqueto. Ahí nos sentamos con pareos en el suelo, litronas por todas partes, porros y algunas otras drogas más que ni siquiera sabría pronunciar. Había una guirnalda de luces que se iluminaba un poco más según iba oscureciendo. Era la típica noche de verano perfecta en el campamento.
Pasados unos días, este iba llegando a su fin, y con él las despedidas de aquellos niños que habían hecho amigos para siempre, otros contaban los minutos para volver a casa, algunos incluso habían encontrado el amor de su vida. Rodrigo me lanzaba miradas, se acercaba a darme conversación en los ratos muertos y alguna que otra noche nos quedamos charlando hasta las tantas.
El último día del campamento cada equipo recogió todo lo que pudo y los coordinadores ayudamos a los niños a hacer la mochila para volver a casa. Cuando digo ayudar, me refiero a ordenar. Y cuando digo ordenar, me refiero a dar órdenes mientras vigilamos que lo hicieran de la mejor manera posible. Animalicos ...
Así, el cielo empezó a avisarnos de la llegada de la noche, con su azul degradado y rosa melocotón. Habíamos llegado a la última velada del campamento.
Una de las actividades que más me gustaba de los campamentos era «El buzón»: consistía en un buzón hecho a mano situado en la entrada de la cocina y en el que se podía depositar cualquier tipo de carta o artilugio no terrorista que podías enviar a cualquier persona que formara parte del campamento, ya fuera a otros niños o niñas, cocineros o cocineras, monitores o monitoras... Detrás del juego del buzón había todo un ejercicio de empatía para los niños y una superherramienta para expresar sus sentimientos. Además de saber interpretarlos y transcribirlos, ¡era todo un espectáculo! Los niños enviaban cartas de amor y desamor con errores ortográficos a las niñas y viceversa. Recuerdo la carta que recibió Ezequiel, uno de los niños más guapos y altaneros del campamento, que decía que era un idiota, que sabía lo de Raquel y que se olvidara para siempre de ella. Firmado con unos labios. Bien, la carta era de Laura, otra de las niñas más guapas y presumidas del campamento. Por algún motivo Ezequiel se convirtió en dandi y tenorio y allí estaba Laura, cagándose en sus muertos, pero en palabras menores. No pude hacer otra cosa que reírme.
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