Cuando estaban subiendo los últimos niños, miré de reojo a Rodrigo hablando con Jessica; estaban medio escondidos detrás del comedor. Mientras hacía recuento con Valle, vi cómo Jessica abrazaba a Rodrigo de una manera en la que una no piensa que son solo amigos. Pero... ¿qué diablos hacían? Me di cuenta de que yo no tenía ningún tipo de relación con Rodrigo que no fuera más allá de la amistad o el coqueteo.
Volví con los niños, terminamos el recuento y subimos al autobús. La despedida fue rápida, pues los enanos estaban como locos y llenos de energía. El tiempo que pasamos en el autobús fue muy divertido, tal y como me lo había imaginado: vómitos en la parte de atrás.
Cuando llegamos al pueblecito a las afueras de Madrid, nos aseguramos de que todos los niños fueran recogidos por sus padres y allí estaba Rodrigo esperándome.
Ese día, sabiendo que más tarde estaría con él a solas, me puse un vestido asimétrico de color teja y unas mallorquinas con purpurina, me dejé el pelo suelto y ondulado y cogí una maleta vintage que tenía más años que una playa y un bolso de rafia en el que cabía una cantidad indecente de cosas.
Mientras Rodrigo conducía, me quedé mirándolo por un instante. Llevaba un polo azul oscuro, unos pantalones cortos color beige y unas deportivas clásicas. Me gustaba su estilo urbanita, sin ser exactamente de la ciudad. Llevaba pulseras y tobilleras de cuero que los niños le habían regalado en el campamento. Iba un poco despeinado y sin afeitar. No habíamos mantenido ninguna conversación interesante durante el viaje. Bueno, sí, lo típico: que si tenía frío o calor, que qué buen día hacía y que si estaba cómoda... Las típicas preguntas que uno hace cuando invitas a alguien a subir al coche. O al ascensor. Después hablamos de la universidad, los padres, los hermanos, la vida adulta que me esperaba... Toda la conversación fue fácil. Con Rodrigo podía hablar de cualquier cosa sin tener que poner demasiadas barreras, me daba esa confianza.
Cuando llegamos a Madrid, dejamos el coche en un parking subterráneo y caminamos hasta una terracita muy acogedora en Malasaña, con bancos de madera con cojines, velitas por todas partes y plantas en todo el establecimiento. Era un lugar para crear un ambiente muy íntimo. Nos sentamos en uno de los rincones con los sofás y nos pedimos una botella de vino y algo de picotear. Hablamos de todo lo que habíamos vivido en el campamento, nos partimos de la risa y, después de dos horas y dos botellas de vino, la cosa se puso seria.
—Bueno, Olivia, cuéntame, ¿cuáles son tus planes para el futuro?
—No podría hablarte de un futuro lejano, pero sí de uno próximo. Pidamos otra botella de vino. ¡Claro!
—Después no podré conducir... ¿Lo harás tú? —Colocó su mano sobre mi antebrazo.
—¿Y para qué están los taxis? Qué quieres que te diga. No sé lo que me espera mañana, ¿cómo voy a saber lo que viene mucho después?
—La vida en la universidad te va a encantar. Es algo que hay que hacer en la vida, es una experiencia que uno tiene que vivir. Mis planes son, por ahora, poder terminar el año que viene los estudios y ponerme a trabajar para tener un poco de estabilidad.
—Hablas como alguien que está a punto de jubilarse, ¿cuántos años dices que tienes?
Se rio, nos reímos, soltamos carcajadas, estuvimos —como tantas veces— hasta las tres de la mañana en esa terracita en la que yo ya no veía ni las lucecitas ni absolutamente nada. Bueno sí, doble. Entre mi cansancio, el vino, los kilómetros... mi cerebro estaba como una pasa sultana.
Rodrigo decidió que era el momento de irnos a casa cuando me vio levantar mis dedos índice y corazón al joven camarero que nos traía esas deliciosas botellas de vino. Responsable por su parte, compartimos un taxi con doble destino. Cuando estábamos a medio camino, el alcohol me hizo ese efecto de «venga, dilo ya, que vas a reventar. Y si no lo dices, te van a salir subtítulos». Así que, con mis ojos medio cerrados y totalmente despeinada, vomité mis palabras:
—Así que Jessica y tú... ¿eh? —pregunté, levantando las cejas una y otra vez.
—¿Qué dices, Olivia? —Me miró incómodo.
—¿Estáis juntos? —Volví a realizar el movimiento de las cejas y me mareé un poco más, pero me acerqué para oír su respuesta.
—Creo recordar que esta conversación la hemos tenido antes. La respuesta sigue siendo la misma —sentenció.
—Entonces, ¿por qué os estabais abrazando cariñosamente antes de salir del campamento? —Subí mi tono de voz, dándome cuenta de que estaba enfadada y, además, sorpresa, borracha. Y cuando uno o una ha bebido más de la cuenta, todos, absolutamente todos los sentimientos se multiplican por diez como mínimo. Bueno, depende del estado de embriaguez. El mío iba más o menos por diecisiete y subiendo.
—Verás, yo... quería contártelo, pero no creo que tenga nada que ver con nosotros. Jessica tiene pareja, bueno, al menos la tenía. Venían discutiendo desde hace meses, el campamento fue el detonante de su relación. Nos hemos hecho amigos, pero nada más. ¿Es que estás celosa?
— ¿Pereedona? —dije lentamente, pronunciando a duras penas y en un tono en el que solo me oían los perros—. No estoy celosa, es solo que...
Un beso de Rodrigo me sorprendió en el taxi. Sin previo aviso y, además, justamente cuando llegamos a la primera parada, mi casa. El vino, los kilómetros que llevaba encima, el cansancio..., todo se esfumó en un segundo. Me bajé del coche sin articular palabra, el señor taxista esperaba fuera impaciente con mis maletas. Salí zumbando de aquel taxi, necesitaba procesar lo que había ocurrido hacía exactamente dos segundos.
En el silencio de la noche de verano, me quedé por un momento mirando mi casa. Era un bloque de apartamentos bastante elegante en una buena zona de Madrid. Era color vainilla y no demasiado alto. Tenía pequeños balcones decorados con barras metálicas ornamentadas negras y persianas mallorquinas de color verde aguamarina oscuro. Era totalmente simétrico y poseía nueve apartamentos y tres pisos. Como buen edificio de Madrid, en la parte baja había una tienda de ultramarinos, de esas de toda la vida. Mis padres compraron uno de los nueve apartamentos y unos años más tarde, cuando yo nací, decidieron comprar los otros dos de la última planta para convertirlos en uno solo, el ático. Este era un apartamento antiguo, pero tenía su encanto. Era acogedor, tenía cuatro habitaciones y una terraza enorme en la que solíamos hacer barbacoas con amigos casi todos los fines de semana.
Cuando llegué al portal, suspiré. Estaba en casa, por fin. Era tarde y todos dormían. Sin embargo, vi a mi madre asomarse al rellano con la bata de seda china y estampado floral; me abrazó y me obligó a tomar un té caliente. En verano. Así que lancé todas mis cosas al cuarto mientras ella hervía el agua. ¿He dicho ya que era verano? Estuvimos charlando unos diez minutos. Dijo que me había echado de menos y que tenía unos pelos que un peluquero tardaría años en colocar y unas pintas horribles. Nada nuevo. Como siempre. También me dijo que al día siguiente teníamos una barbacoa en casa con los compañeros de trabajo de mi padre. Cuando llegué a la habitación exhausta, encontré un mensaje en el teléfono:
«Espero que la próxima vez no huyas tan rápido, Olivia. ¡Que descanses!».
Efectivamente. Era Rodrigo, el canalla casanova que me había besado hacía menos de una hora en un taxi delante de mi casa. Apagué el teléfono y la luz, estaba derrotada.
A la mañana siguiente, Gonzalo decidió tirarse en bomba sobre mi cama. Eran las seis de la mañana.
—¡Joder! —grité—. ¡Quítate de encima!
—Qué pasa, ¿no ha dormido bien la princesa? ¿Demasiados kilómetros? ¿O demasiado vino?
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