Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - El errar del padre

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l errar del padre convoca a un debate amplio en el entorno de las ciencias sociales; además de sus dimensiones psicológicas, tiene un hondo contenido político y sociológico, descubre la magia del relato para explicar desde otro lugar —literario, para algunos— los grandes problemas que interrogan a esas disciplinas. Es una búsqueda de respuestas que, partiendo del mito fundador de la cultura, logra interpretar las aparentes sinrazones de la historia de Occidente y descubrir en el devenir de los pueblos las huellas perpetuas del desastre. Esta obra de la profesora Vélez es sugerente, rigurosa, profunda, bellamente escrita, a veces desafiante y trasgresora, y logra, a través de un relato vibrante, traer al presente esos personajes eternos que se salen de la tragedia griega para encarnar en seres comunes que habitan entre nosotros. María Teresa Uribe de Hincapié

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¿Qué hacen siempre juntos un monstruo y una doncella? ¿Es acaso el monstruo guardián del secreto, del saber de la doncella, o es que monstruoso es el secreto mismo, el saber duplicado como bestia? Y aquí, nuevamente, está la doncella niña frente a un monstruo. La historia, pensaba Antígona, estaba llena de monstruos, asesinos de monstruos, doncellas raptadas, ahorcadas o asesinadas por aquellos mismos asesinos; la historia estaba sembrada de secretos, enigmas y misterios. Y de ardides y de guerras y de muertes.

En el laberinto que es la noche, espiral de violencia que nunca termina, agazapadas en el umbral de un mañana sin futuro, ellas esperan un amanecer que será estampida, huida y vacío ciego de posibilidades, de metas. Han visto atormentar y torturar la vida, asestarle cada golpe como si en la víctima ella pudiera acabarse, extinguirse toda; como si en ese cuerpo se pudiera destruir aquel ímpetu que, pese a ellos y a su contienda contra la vida, insiste, persiste; obsesión la de la vida. Y en medio de la tenebrosidad y el desamparo ellas padecen, ahora, la vida perseguida, humillada, aniquilada en cada esperanza muerta y en el amor desdibujado.

Allí, en ese rincón de la noche, solo crece el silencio y la tensión de la espera, del ocultamiento. Ellas saben que para los guerreros la derrota final del adversario solo se alcanzará con la violación de las mujeres. La derrota será un hijo de la mujer o de la hija del enemigo. El triunfo de la guerra será que la madre odie a su hijo. El triunfo será el odio. Escondidas en ese rincón oscuro de la noche ellas contienen la respiración casi hasta el ahogo, no querrán parir un hijo que enloquecido por el odio de su engendramiento y por la furia contenida en el vientre en el que creció, un día, en la encrucijada de cualquier camino, arremeta contra un desconocido que es su padre y lo asesine.1

No tienen a dónde ir, sobre todo no quieren regresar nunca donde la bestia aún espía, aún espera. Todo ha quedado abandonado junto al cadáver del guerrero muerto, y en la soledad de la huida, en las tinieblas de la noche, solo les pertenecen las emociones, los sentimientos, las sensaciones, esas manos vacías y ese sentirse siempre forasteras en el mundo, siempre extrañas. Nuestra soledad es esa estancia por fuera del odio y de la destrucción, de la venganza asesina y de la brutalidad con la que empujan y llevan al extremo su voluntad de dominio, voluntad de muerte. En las sombras de la noche, cueva simbólica y escondite, ellas se protegen de la violación, se protegen de la entrada violenta y obligada en la espiral infinita de la guerra y del odio.

Solas, en aquel paraje oscuro, las mujeres aprenden las fronteras de su mundo. En esa noche de espanto y muerte viven el extremo del terror que ha sido fundamento de sus vidas: ese miedo al asalto, ese sentimiento de peligrosidad constante y esa aceptación silenciosa de límites, horas y posturas que supuestamente mantienen en calma a la bestia, apaciguan al violador y en él aplacan el deseo de destruir la vida allí donde ella es su más libre afirmación. En el límite de la fuga y de las sombras ellas asimilan el miedo acostumbrado en el antiguo gesto de bajar los ojos y, tras ello, comprenden todos los velos que cubren nuestros rostros y nuestros cuerpos; comprenden los velos como cárceles y los párpados caídos como hierros.

En aquellas sombras, ellas, silenciosa y dolorosamente, sienten el odio fundacional, y en su cavilar comprenden que deben iniciar la partida, aceptar la huida, cruzar las fronteras de ese mundo. Comprenden, entonces, su desquiciamiento, y reconocen las múltiples formas de su control, los innumerables métodos con los cuales nos han impedido la huida, la salida del mundo y los diversos medios con los que nos han mantenido encerradas en los límites de su odio y de su lógica guerrera, por fuera de la cual solo crece el vértigo, el vacío o la locura.

Aún no amanece. No hablan entre ellas. Acurrucadas espían las sombras y entierran en el silencio los nombres del horror. Las manos son el ombligo por medio del cual se comunican, y la noche es el vientre que las cubre, el útero que las cobija y las esconde. No hay palabras. Sus ojos guardan todo el pavor, y en las imágenes tatuadas en sus pupilas ellas resignifican su historia y la historia de todos los silencios. En esa noche, anudadas por los dedos de sus manos, palabras su presión intensa, emoción el sudor constante, ellas comprenden la hondura de su mundo amordazado e, igualmente, el destino común que ha fijado en ellas el sostenimiento de una esperanza contra la obsesiva compulsión por destruir la vida.

Por primera vez, en ese paraje apartado de todo lo conocido, geografía única donde logran reconocer la vivacidad del miedo y sentir la soledad y la amenaza real que ha estado siempre en sus vidas, ellas comprenden que la violación ha sido el instrumento ancestral para destruir la vida y para inaugurar la historia como odio y como guerra. Allí, entre las sombras de la noche, ellas, con las manos asidas con temor y sentimiento, deciden no permitir que la violación arranque la vida para introducirla en la terrible espiral del odio y de la venganza. En esa noche espantosa y desastrosa ellas asisten a su irremediable pérdida del mundo. Transidas de dolor sabrán que, aun sin guerra, ellas son siempre presas, que aun en tiempos de silencio y sometimiento, en tiempos de bestias dormidas, ellas están en peligro. Ante nuestros ojos se han desgarrado los velos y comprendemos que es imperativo irnos, arrancar, fundar un mundo nuevo.

Allí, en la montaña, en la penumbra y en medio de las balas y la muerte puede nacer de nuevo el mundo. En la opacidad de la noche, pese al aire contenido, aire comprimido que casi mata, aire que falta, aire que falla, podemos, en medio del ahogo, levantar un cosmos en el espacio de nuestros labios, alzarlo desde el silencio, hacerlo crecer entre los párpados donde se encuentran guardadas las imágenes de la vida, acunarlo en los abrazos que no sean los círculos cerrados, asfixia del guerrero. Allí, en esas manos trenzadas, manos salvadas de la barbarie y de la muerte, pueden crecer los gestos y las caricias que coserán sus mundos con el sentido del amor y los reunirán superando el odio inoculado que ha impedido los gestos de una erótica entre mujeres, de una erótica que creará de nuevo el mundo y posibilitará otro a espaldas del odio y de la venganza.

En este amanecer en el desierto que es su huida, estampida de la muerte y de la violencia, su exilio es posibilidad fecunda de espacios marginales, periferias para insospechados encuentros, ámbitos de creación imaginaria, ruptura de órdenes y de la sumisión a la muerte, al exterminio y al sometimiento. En medio de la huida y del espanto podemos levantar un mundo, o acaso solo sea irse, abandonar el centro, partir, abrir nuevos espacios para el advenimiento de todo aquello que, negado, ha sido, sin embargo —o acaso por ello—, el espacio abierto para el accionar de la bestia, para el asedio del monstruo.

En esta aurora primera por fuera de la servidumbre, así sea madrugada en el espanto, amanecer de ellas solas, juntas en el pánico y la huida, podrían abandonar el mundo de la guerra, mundo de la extrañeza, mundo de su exclusión y silencio, y levantar un cosmos dibujado en el rostro por los dedos, cimentado en los labios de sus besos, en las manos recorriendo las niñas de sus ojos, en las caricias como palabras nuevas. Allí, en el frío de la noche y en el dolor del alma plena de terror, ellas deben amarse para inventar un universo nuevo, escapar de la espiral, nombre del infinito y de la violencia, y levantar entre sus brazos la ternura para inventar otro mundo. Ellas deben acercarse, cerrar el espacio entre sus cuerpos de manera que nunca más los guerreros logren su separación y, con ella, la destrucción de la vida.

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