Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - El errar del padre

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l errar del padre convoca a un debate amplio en el entorno de las ciencias sociales; además de sus dimensiones psicológicas, tiene un hondo contenido político y sociológico, descubre la magia del relato para explicar desde otro lugar —literario, para algunos— los grandes problemas que interrogan a esas disciplinas. Es una búsqueda de respuestas que, partiendo del mito fundador de la cultura, logra interpretar las aparentes sinrazones de la historia de Occidente y descubrir en el devenir de los pueblos las huellas perpetuas del desastre. Esta obra de la profesora Vélez es sugerente, rigurosa, profunda, bellamente escrita, a veces desafiante y trasgresora, y logra, a través de un relato vibrante, traer al presente esos personajes eternos que se salen de la tragedia griega para encarnar en seres comunes que habitan entre nosotros. María Teresa Uribe de Hincapié

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La historia bien ha podido resumirse en la relación mortal de una princesa y un monstruo que con sus besos se vuelve príncipe y ante otro príncipe se hace guerrero y de nuevo monstruo, asesino, soldado, violador de la princesa. La bestia, que en los labios se hace príncipe, se pone el uniforme, espera la noche y busca a la princesa de otro monstruo para ganarle a él en bestialidad y violarla a ella. Historia de monstruos, bestias, guerreros y princesas violadas, asesinadas o ahorcadas: Helena, Ifigenia, Casandra, la gran sibila, la sibila sagrada princesa de Troya y su hermana Políxena. Cómo le había fascinado esa historia a Antígona y cómo había aprendido de la dignidad en aquella joven troyana, niña aún como ella, quien al saber irremediable su sacrificio, desnudó su pecho frente al ejército y señaló para el verdugo el lugar donde la daga se hace mortal.

Y Deyanira y Ariadna y su hermana Fedra y su madre Pasifae... Todas ellas y sus monstruos, todas ellas y sus muertes, todas ellas y ella... Recordaba a su madre, pensaba en su risa y en sus abrazos para apaciguar el miedo, para sosegar el pálpito brusco de su corazón contra su pecho. Todas las historias de sus hermanas acudían a su mente, y una extraña sensación de familiaridad como destino común la hundió aun más en el pánico. ¿Sería ella como ellas? ¿Habitarían ellas en su alma de la misma manera que en la agonía de una ola nace otra renovando su ímpetu, su fuerza?

Allí estaba junto a una bestia que seseaba intensamente, y tuvo miedo, un pavor sagrado, de misterio, se apoderó de ella: miedo al arcano que siempre trae el monstruo, al enigma que, ineluctable, debe ser penetrado, al develamiento de aquello que, como el oráculo, imanta siempre hacia el desciframiento y obliga a la metamorfosis que es el monstruo finalmente incorporado. El monstruo siempre se ha transformado y la princesa lo ha visto tornarse asesino, mortífero y letal en medio de la oscuridad.

Antígona sintió pavor de su porvenir. Intentó no pensar, pero la presencia, cada vez más cercana de la bestia, la obligaba. Quiso levantarse y comenzar de nuevo la huida en búsqueda de su madre. Junto a ella todo se aclararía, el susurro de su voz en sus oídos volvería a acunarla, a arrullarla; en el calor de sus besos recuperaría la certeza de su pertenencia al mundo que ahora sentía zozobrar en el temblor de su cuerpo, y rescataría la confianza perdida ante la posibilidad de que ese monstruo trajera para ella algún albur, algún misterio. Iría hacia su madre y frente a ella el monstruo vomitaría su enigma y desnudaría la relación de este con su devenir.

De pie miró nuevamente ese portento: su figura quebrada, la torpeza de sus movimientos y esa inseguridad esa indecisión en el espacio, esa lentitud en la quejumbre y el temblor en la cascada de su llanto ronco, llanto triste como canto de pavo real.

Antígona pensó en su ciudad, en el campo de Marte que yacía junto a la fuente de agua pura, lustral, y en el dragón y las veintiocho letras del abecedario, y en los veintiocho dientes y en los veintiocho guerreros nacidos de cada diente plantado, nacidos del dragón derrotado, nacidos de sus fauces desdentadas. Pensó en sí misma, allí, ante esa figura triste y solitaria, ante esa figura derrotada y como suspendida, doblada, buscando acaso la dirección del averno. Pensó, entonces, en su antepasado y fundador de Tebas, Cadmo, en Harmonía, en la serpiente con dos cabezas en la que se habían convertido después del despedazamiento, reunión enigmática, y en el despedazamiento, en este monstruo ensangrentado, en el dios despedazado. El monstruo bien podría ser un guerrero, un espartoi,2 una semilla de diente de dragón, o quizá, el dragón mismo. El campo de Marte estaba cerca y allí, enterrados, estaban sus colmillos, y de cada diente del dragón, un guerrero; y de cada guerrero, una letra del abecedario; y en cada palabra, un ejército; y en el lenguaje todo, una guerra. Incisivo y mortífero el lenguaje así nacido.

Muchas veces, presa del terror por los murmullos y las voces de la noche, por quejas y gritos ahogados por manos invisibles, acaso tumbas, acaso tierra, gritaba aterrorizada, y su madre, tranquilizándola, le hablaba de los dientes del dragón: Cadmo lo había derrotado porque custodiando la fuente de agua lustral no permitía acceder a ella y realizar los sacrificios a toda fundación debidos. La diosa Atenea le había ordenado abandonar la búsqueda de su hermana Europa raptada por un toro (que luego, sabría, había sido Zeus), y fundar una ciudad. Cadmo seguiría a la señera ternera descrita por Atenea hasta el lugar en donde esta se detuviera, y allí habría de fundar a Tebas. Asesinando al dragón para poder obtener el agua para la fundación de la ciudad, escuchó una voz que le ordenaba enterrar los dientes en aquel lugar y, al hacerlo, de cada uno de ellos nacería un guerrero y una letra y un abecedario y una lengua guerrera y un lenguaje bélico.

Podría, pues, ser un espartoi, uno de los guerreros sembrados, nacidos de los dientes del dragón que Cadmo, el fenicio, asustado, había hecho que se destruyeran entre sí, apenas nacidos, cuando se proponía fundar la ciudad de las siete puertas como eco o réplica de su patria; aquella Tebas egipcia, la de las cien puertas, como la llamó Homero. Pero un diente, una letra, un guerrero, ¿cuál guarda el monstruo en su centro?, ¿cuál constituye el enigma por develar?, ¿cuál de las transformaciones será asumida y destruido así el portento? Sí, todo monstruo está hecho del material del dios Proteo, pero todo monstruo trae, también, la última transformación de la princesa que junto a él se encuentre. Sí, todo monstruo es una metamorfosis obligada y una muerte.

¿Era ese corredor un ombligo que debía ser cortado? Corredor, serpiente, lazo, laberinto uterino de insospechado nacimiento. ¿Y esta niña de ahora, laberíntica y aterrada, era acaso la princesa de ese monstruo? ¿Y la muñeca dejada en la habitación de la infancia, era ella ya ida?

Antígona sentía la bestia de rugido ronco seseando a sus espaldas. Ya no se quejaba, no se lamentaba, parecía sosegarse siguiendo sus pasos en los pasos de sus pasos. Parecía tranquilizarse con su presencia, presencia en su presencia desde que la noche comenzó a caer en aquel corredor que la conducía hacia su madre y lejos de su muñeca abandonada. Un raro silencio, raro y profundo, invadía aquel palacio. Sí, era la noche, mas era extraño que habiendo ya caído la oscuridad no se escucharan los cantos y los ruegos a los dioses para que cesaran su ira contra Tebas y destruyeran la peste que de nuevo, como hacía años, se había amañado en su ciudad y amenazaba con destruirlos a todos.

Era extraño que no se vieran las llamas de las piras del fuego crematorio, ni el humo hubiera invadido la ciudad con su olor ocre y plomo, olor pestilente y repugnante desde el inicio de la agonía de la tarde. No se oían los ensalmos, ni las súplicas, ni los ritos de purificación dejaban escapar hasta los muros del castillo sus profundos cantos que erizaban y conmovían hasta a los dioses del Hades. No se oían los lamentos interminables, ni las voces que intentaban alcanzar a las almas hasta honduras infinitas, ni los cantos de amor con los que Orfeo logró conmover a la gran Perséfone y permitir el retorno de Eurídice del Hades.

Extraño era el silencio, extraña la oscuridad del palacio, y ella misma se sentía extraña, invadida de un desconocido sentimiento denso y pesado, como si toda la densidad de las sombras y todo el gris del humo de los muertos cremados se hubiera metido en su alma. Creía que se le había olvidado reír y sentía que se había perdido la levedad con la que tantas veces había recorrido aquellos corredores de piedra. Y el plomo denso como la noche y las sombras se derrumbaban sobre ella.

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