Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - El errar del padre

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l errar del padre convoca a un debate amplio en el entorno de las ciencias sociales; además de sus dimensiones psicológicas, tiene un hondo contenido político y sociológico, descubre la magia del relato para explicar desde otro lugar —literario, para algunos— los grandes problemas que interrogan a esas disciplinas. Es una búsqueda de respuestas que, partiendo del mito fundador de la cultura, logra interpretar las aparentes sinrazones de la historia de Occidente y descubrir en el devenir de los pueblos las huellas perpetuas del desastre. Esta obra de la profesora Vélez es sugerente, rigurosa, profunda, bellamente escrita, a veces desafiante y trasgresora, y logra, a través de un relato vibrante, traer al presente esos personajes eternos que se salen de la tragedia griega para encarnar en seres comunes que habitan entre nosotros. María Teresa Uribe de Hincapié

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El piso está cubierto con los rizos de su pelo. Su cabeza rala, de una indeterminación espantosa, la hace neutra, asexuada: ni niña ni varón, ni mujer adulta ni joven. Y el espejo, reflejo expropiante de su recuerdo, anuncio de su pérdida, anticipa esas zonas neutras, esos parajes abandonados donde los apestados y contaminados, rechazados y desterrados son conducidos. Su cabeza completamente rapada es ahora la imagen tremenda de su horror, luto y noche, muerte y pérdida, y pronto será, igualmente, señal de la más profunda soledad por fuera de las ciudades de los humanos.

Sufría. Su cuerpo inquieto tendía las manos desde la otra orilla, desde la soledad del sueño, hacia el cuerpo muerto de su madre, cuerpo ido hace tiempo, ahondado ya en el olvido. Se movía inquieta y se lamentaba. Inútiles esas manos tocando aquel cuerpo, inútiles su queja y su llanto, puro dolor irremediable, pura pérdida; marca indeleble su cabeza rapada y marca indeleble su historia apenas comenzada, un destino final de libertad y muerte. Nadie la esperaba en la otra orilla del sueño, nadie en ese amanecer luctuoso. Nadie la esperaría nunca más, nadie, pues todo se había perdido para ella en el instante de su gestación, goce celado y castigado por los dioses; todo perdido en aquel círculo en torno del cuello, todo: la cercanía humana, el erotismo y unas manos recorriendo su cuerpo con ternura como lo hacía su madre. Rescataría, sí, la libertad y la conciencia de la más bella dignidad, la libertad que le regalaría, finalmente, la muerte, pero ante todo, le entregaría el saber de ser y de amar.

Antígona ya no se mira en el espejo, sus ojos auscultan ese otro espejo que es la memoria, estanque de imágenes y recuerdos. Mira más allá de sí misma y de su rostro endurecido bañado por la acritud que le impone la ausencia en la ausencia. Mira al otro lado de la imagen sabedora del peligro que guarda el fondo de los espejos, peligro de despedazamiento y muerte.

¿Quién, de los espejos, rescatará el alma ahondada, atrapada en sus imágenes? ¿Quién va a reparar los bordes de su rostro quebrado, rostro amputado por la muerte, rostro de muerte invadido, rostro despojado de su ternura, tempranamente robado y sumido en un duelo que se cifra desde la infancia y se amaña ya en su cuerpo? ¿Quién reparará los brotes rotos del amor, las esquinas quebradas de los caminos? ¿Dónde encontrar la imagen congelada de un pasado que se lleva, ineluctablemente, la risa y la certeza de la niñez? ¿Es acaso posible esculcar en los espejos o solo son espejos el sueño y la muerte, espejos de porvenir ineludible, espejos de hierro?

En el fondo del espejo la luna rueda precipitándose a tierra, gira en la oscuridad y en su superficie, lago y agua, estanque de círculos concéntricos. La mirada ausente, extraña, mirada extranjera de Antígona, se va tras esa luna y su rodar. Ella ni siquiera está en el sueño. Ida y ausente, su dolor la ensimisma en esa bola roja cayendo, en ese cielo desgarrándose junto a su dolor. Con la atención puesta en esa oscuridad rota por el precipitarse de la luna, ella, indiferente a lo que igualmente acontece en la superficie del espejo, observa cómo es ahorcada por los círculos concéntricos de la caída de sus rizos. La luna cae y ella la mira con sus ojos vacíos. Desde los balcones del palacio la niña ve la luna caer y siente cómo la tierra comienza a temblar y a rugir. Con horror, observa las grietas que se abren en el piso. Todo se ve desértico, árido y solo. Nadie está junto a ella. La luna roja, bola de fuego incendiada, cae sobre el fondo oscuro de la noche ante sus ojos asombrados y aterrorizados.

Temiendo la destrucción del castillo, Antígona quiere correr, salir de allí, mas esa luna llena rodando y dando coletazos de animal herido sobre la tierra, la mantiene hipnotizada. Todo se hunde y va a perecer con el cielo cayendo a sus pies, y la tierra abriéndose para engullirlo todo. Antígona descubre que también es sarcófago la tierra, donde todo se ahonda y se abisma en su regazo, y que la luna es, igualmente, luna sepulturera que crea la destrucción en su caer agónico; entonces, aprende que el suicido de su madre es esa lágrima roja abriendo con gritos el vientre de la tierra.

Y la noche con la luna precipitándose es noche ciega. Y el universo entero derrumbándose ante los ojos abismados de Antígona que dejan entrever el espanto y la pavura de lo portentoso, de ese caer de la luna hacia el vientre agrietado de la tierra, es el comienzo del nuevo universo que allí se inaugura para ella.

El universo entero está rompiendo sus tiempos, todo se reversa y entra en un caos que Antígona no logra comprender. Sabe, sin embargo, que los sueños son los murmullos de los dioses en el alma de los humanos, su madre se lo había enseñado desde muy pequeña, y le había enseñado, también, que cada sueño contiene una indicación, señala una senda y conduce la vida por los caminos que debe recorrer. Mas esta luna cayendo y todo el universo rompiendo su orden, ¿qué murmura?

Y la niña mirando su rostro en el espejo, ahora bola de fuego consumido rodando hacia la tierra agrietada en la espera, piensa en Yocasta, contadora de mitos; en Yocasta, narradora de sentidos sobre los cuales, como ella constantemente decía, se despliega la historia de los humanos y se comprende el sentido de esas fuerzas que nos habitan, dioses, potencias desmesuradas, ímpetus excesivos que nos impulsan más allá. Piensa en su madre, sacerdotisa del Heraión y no del Delfos despojado, conocedora de las imágenes atrapadas en las gargantas cerradas de todas las ahorcadas y petrificadas en sus ojos de terror frente al porvenir. “Un día —le había dicho alguna vez— cuando la luna marque en ti el ciclo de la vida y seas entonces dueña de tu ser, te las contaré; quizá no seré yo quien lo haga sino una de mis hermanas”, había terminado de decir con cierto dolor y con un aire de nostalgia en su mirada lejana y ausente.

¿Acaso ese era el momento? Ese desligarse de la luna y precipitarse sobre la tierra, ¿era el ciclo por su madre señalado? ¿Era esa luna salida de su órbita, ese cambio de ciclos y de tiempo, ese romperse del sentido y agrietarse del vientre de la tierra, ese cataclismo, el inicio de su tiempo, el inicio de su vida?

Y la luna caía precipitadamente sobre la tierra; no era la visión de un pasado, era la visión de una historia, era el anuncio de un inicio. Algo nuevo y pavoroso se cifraba en aquella gota de sangre rodando en medio de la noche estrellada.

Antígona se movía inquieta en la cama y susurraba palabras que por momentos eran quejas hondas y roncas, quejas como venidas de la profundidad de la tierra. Su sueño doloroso casi hacía convulsionar su cuerpo de niña, demasiado niña aún. Edipo, despierto ya y poseído por la angustia de las cuencas vaciadas de sus ojos y de un futuro de maldiciones y exilio, trataba de despertarla pasando sus brazos ciegos por encima del cuerpo rígido de Yocasta; y comenzó a llamarla, decía su nombre teñido de angustia y miedo, quería sacarla de la pesadilla. Y Antígona, sobresaltada, salió de su atormentada visión para entrar en el horror de la historia.

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