Sus ojos son de piedra, asombro y miedo congelados, espanto y pánico yugulados por el nudo, detenidos por el ahogo. Terror y pavor sus ojos grandes abiertos al abismo, tragándose el vacío, bebiéndose su soledad de cara al Hades. Ella baja, desciende la recién oscurecida cinco ríos limitan el espacio de su viaje y uno solo, vertiente cruzada por un barquero, la conducirá a la meta.
Él, pavura apoderada de su cuerpo, impreca a los dioses y grita su dolor. Quiere encontrar refugio en ella, pedirle que sea cueva, abrazo materno, vientre protector. Quisiera echar atrás la solución del enigma, deshacer los pasos en el laberinto donde todo ahora es espejo, devolverle la vida a la esfinge, mujer enleonada, mujer leonina, animal mujer. Él maldice a los dioses. Hubiera preferido no haber nacido o, de haberlo hecho, haber durado el corto tiempo de un parpadeo. Hubiera querido haberse quedado en las fauces del dragón.
Ellos quieren acompañarlo, estar junto a él, arrimarse a su dolor, a su oscuridad; limpiar, acaso, el rojo sobre su rostro. Claman a los dioses pues se saben sus instrumentos, y piden clemencia: todo es debido a aquel que antaño inauguró el castigo y echó a rodar la maldición; no este de ojos oscurecidos, de caminar cojo y de movimientos desequilibrados; no este de “pies hinchados”, sino el otro, “el torcido”, el hijo del “patizambo”.
Ellos claman: el horror y el espanto son un dios agitándose en la vida de los humanos. ¡Y han visto cómo se ha agitado este dios! Saben, entonces, que el final de la maldición es siempre una culpa, un destierro y una obediencia; saben que el dios sale de nuestra vida cuando hayamos salido de su territorio; el nuestro es la errancia. Él deberá irse, dejar las siete puertas tras de sí. Otra, en otro tiempo, descubrirá que esas puertas eran en verdad peldaños de descenso hacia la muerte. Él tendrá que salir, náufrago del terror, abandonarlo todo, caminar hacia la oscuridad, sombras sus ojos oscurecidos; caminar con las cuencas vaciadas en una noche eterna que abrirá su aurora con la muerte.
Ella cerró la puerta cuando vio que la verdad había viajado rápido en la memoria del viejo criado. Cerró la puerta, se encerró. Sabía que eso podría ocurrir, pues había ocurrido antes de ellos. Ella y él, de la misma sangre, se amaron. Ella y él permanecieron de espaldas a los dioses, fue una pasión sin el naufragio del odio ni la zozobra de la desconfianza. Se amaron. Habían desobedecido las nuevas leyes que promulga el rayo y no aprendieron la sumisión ni el miedo. El goce crea insumisos. Ahora los dioses de torva mirada iban a regalarles la culpa y la expiación, el repudio y la inquietud, el tedio y el aburrimiento, la costumbre y la ruina en la obediencia.
Ella corrió, se encerró, se cercó. No estaba dispuesta a traicionarse. Sabía que los oráculos mienten, que los dioses celosos de la temporalidad de los humanos no iban a permitirles la intensidad que su eternidad les arrebata. Sabía que los dioses no les permitirían aquel saber, y sabía, además, que él no lucharía contra ellos: traería el odio y el desprecio a su corazón, traería la noche a sus ojos como vergüenza, como castigo, y se sometería desde ahora a todos sus mandatos y prohibiciones. Ya no se amarían, pues él había aceptado su amor como horror y culpa, había aceptado someterse, respetar los celos de los dioses frente a la intensidad humana y se había prometido el asco ante su goce.
Ella corrió, se encerró, se cercó. Y el nudo corredizo en torno del cuello dio el último giro, tensó la última vuelta para comenzar un nuevo movimiento: otro círculo comenzaría a armarse en torno de otro cuello, otro nudo ahogaría la lengua, estrangularía las imágenes hasta detenerlas en el profundo asombro atrapado en unos ojos de piedra. Ella se quedaría insumisa y descendería hacia la mansión de los muertos.
Sabía que su ahogo era el inicio de mil ahogos: otro círculo, otro cerco trancaría las puertas de su ciudad y, de puerta en puerta, siete en total, comenzaría a cerrarse el círculo, a estrecharse, a estrecharlo. El nuevo mundo daría sus pasos firmes sobre los tenebrosos pasos del oscurecido. Morirían los hermanos, moriría la hermana y allí comenzaría la historia como guerra. No, ella se quedaría columpiándose, ingrávida, pavura en la mirada ante un porvenir de fuego y humo.
¡Y ella se quedó, inmóvil, toda de piedra, visionaria de un porvenir de fuego y humo! Otra, su hija, niña aún, debería partir, abandonar el reino, dejar a su madre suspendida, oscilante y rígida e irse conduciendo al enceguecido. Ella, de otra manera, iba a ser también suspendida: sería los ojos agujereados del padre-hermano, el andar de sus movimientos torpes, de los pasos rengos de sus pies hinchados; y, niña robada, dejaría las puertas que lentamente se irían cerrando con su partida.
Los gritos del impuro la habían atemorizado. Sacada de su universo infantil, escuchó las súplicas de los ancianos como letanía lúgubre, como canto sepulcral, sonido de adioses. Se levantó sobresaltada. El siseo se escuchaba cerca y los ayes retumbaban como queriendo trepidar los muros, socavar los cimientos del palacio. Oyó los gritos, las súplicas, y como una voz venida de muy lejos, una voz andante en los tiempos, percibió los ecos roncos de las pitonisas, voces arrancadas del vientre y resonando en el pecho, ecos de estruendo, palabras lentas que retumbaban en su cuerpo. Sintió, llegados acaso desde el origen de los tiempos, conjuros, maldiciones, augurios. Y un presentimiento, sentimiento para ella desconocido, golpeó su pecho. Tuvo miedo. Supo que ese corazón agitado, como cascos de yegua desatada hacia adentro, era desasosiego, vértigo. Supo del grito como súplica, como espanto; del grito como cascada vaciando el cuerpo.
No eran gritos, pensó. Serían los aullidos de alguna víctima sacrificada a los dioses, súplica acaso inútil. Mas su corazón seguía trotando y ella continuaba sintiendo las huracanadas voces de las posesas. No quería oír. Tenía miedo de aquello que le sería revelado, de esos gritos de animal degollado que comenzaban a galopar en su corazón; del círculo del tiempo y de esa cifra irremediable que está siempre en el origen. Le temía a la noche en gritos y misterios desatada, a la peste, a los cadáveres infectados y a las piras que se incendiaban desde que comenzaba la agonía del día e invadían todo de un olor nauseabundo.
Tenía miedo; lo tengo ahora. Esos gritos retumban infinitos en las paredes de mi vientre y se escuchan entre las voces quebradas de las mujeres errantes que, de exilio en exilio, de guerra en guerra, trillan la tierra. Fui esa niña robada. Casi todas lo son, aunque de diferente manera: niñas robadas por la guerra, arrancadas en la noche por unos brazos precipitadamente convertidos en tenazas; por unos brazos que ante la amenaza dejan de ser cuna y se vuelven garras que aprietan con la velocidad de la huida, en la carrera para escapar al fuego de las balas, al fuego candente de su sexo con el que arruinan a las mujeres para vencerlos a ellos. Y en esas garras que aprietan contra el pecho se oye el corazón galopando, galopante, buscando la salida. Entonces, son niñas robadas por la huida y por el miedo, arrancadas para siempre de su infancia.
Fui esa niña robada, hija del pánico a los cuerpos destrozados por la violencia. He sido testigo muda de las largas noches de rezos y oraciones en espera de un pronto amanecer que ahuyente —un momento, al menos— el terror y el espanto. Fui esa niña robada, lo fueron conmigo casi todas mis hermanas quienes, una a una, íbamos perdiendo la risa ante los sobresaltos por un muerto, un desaparecido o un ahogado flotando en el río. Otras niñas hoy, como yo hace tiempo, pierden su infancia: los guerreros del espanto les han ido rompiendo los hilos, cortando los lazos, erosionando el suelo, minando el alma. Otras niñas hoy, ya ancianas, con el mundo destruido entre sus manos y con un futuro de piedra, deambulan entre los escombros de sus guerras.
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