Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - El errar del padre

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l errar del padre convoca a un debate amplio en el entorno de las ciencias sociales; además de sus dimensiones psicológicas, tiene un hondo contenido político y sociológico, descubre la magia del relato para explicar desde otro lugar —literario, para algunos— los grandes problemas que interrogan a esas disciplinas. Es una búsqueda de respuestas que, partiendo del mito fundador de la cultura, logra interpretar las aparentes sinrazones de la historia de Occidente y descubrir en el devenir de los pueblos las huellas perpetuas del desastre. Esta obra de la profesora Vélez es sugerente, rigurosa, profunda, bellamente escrita, a veces desafiante y trasgresora, y logra, a través de un relato vibrante, traer al presente esos personajes eternos que se salen de la tragedia griega para encarnar en seres comunes que habitan entre nosotros. María Teresa Uribe de Hincapié

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El errar del padre convoca a un debate amplio en el entorno de las ciencias sociales; además de sus dimensiones psicológicas, tiene un hondo contenido político y sociológico, descubre la magia del relato para explicar desde otro lugar —literario, para algunos— los grandes problemas que interrogan a esas disciplinas. Es una búsqueda de respuestas que, partiendo del mito fundador de la cultura, logra interpretar las aparentes sinrazones de la historia de Occidente y descubrir en el devenir de los pueblos las huellas perpetuas del desastre.

Esta obra de la profesora Vélez es sugerente, rigurosa, profunda, bellamente escrita, a veces desafiante y trasgresora, y logra, a través de un relato vibrante, traer al presente esos personajes eternos que se salen de la tragedia griega para encarnar en seres comunes que habitan entre nosotros.

María Teresa Uribe de Hincapié

Introducción

Desde los primeros años del siglo xx, un mito ha dominado y tiranizado la comprensión de la estructuración del deseo en los seres humanos: el mito de Edipo rey. Las indagaciones sobre este espejo en el que nos miramos para comprendernos poco han logrado amplificar, profundizar e interrogar de otra manera aquella formalización inicial que nos ha sido legada por el fundador del psicoanálisis: el complejo de Edipo, desarrollado a partir del mito que inspira y da origen a la tragedia de Sófocles, compuesta por la trilogía de Edipo rey, Edipo en Colona y Antígona. El deseo del padre, su supuesta incidencia en el proceso de creación de la cultura en tanto hacedor de leyes y prohibiciones, han sido premisas aceptadas con una obediencia pasmosa. Las consecuencias de esta aceptación y de lo que ello supone cuando lo conceptual se convierte en natural, en justificación, han permanecido en profundo silencio.

Si el mito de Edipo rey ilumina la comprensión del deseo humano, si desde él asumimos el papel del padre como constructor de cultura dado que establece la separación de la madre (prohibición del incesto), ha de ser el mismo mito, con todo lo que implica (la saga de los Labdácidas desde Cadmo y Harmonía, hasta Antígona), el que nos entregue las claves para entender una cultura que acepta mirarse desde él para comprender su pasado, construirse y desarrollarse. Quizás Freud tuvo la genialidad de develar algunos de los motivos a partir de los cuales se inspiraba la estructuración del deseo humano y aquello que movía a la cultura; sin embargo, permaneció silencioso frente a lo que mítica y simbólicamente era su fundamento y frente a lo que esto, al ser comprendido como único y natural, es decir, propio del ser humano y necesario para la cultura, perpetuaba hasta concluir en la implementación del horror del cual él mismo fue víctima: la Shoah.1

¿Cuáles fueron las razones por las cuales Edipo, luego de una errancia que se supone meditativa, reflexiva y develadora de la interioridad humana, no pudo entregarnos la fraternidad, sino que con sus pasos rengos nos legó el fratricidio, el odio y la muerte entre hermanos? ¿Qué significa este legado de rencor, cuyo mayor ejemplo es la sucesión asesina y caníbal de los dioses padres de los mitos fundacionales griegos a sus hijos, final mítico del cual Edipo es el héroe sacrificial, es decir, aquel cuya vida se inmola para que otros aprendan, o para que otros introyecten la ley mediante su castigo ejemplarizante?

Los anteriores son algunos de los interrogantes que dirigen esta búsqueda. Mas hay otras preguntas que se deducen de este postulado y de lo que el mito ha establecido y fundado para la humanidad, inquietudes igualmente graves y reveladoras para la comprensión de nuestro destino y para la apertura de otras dimensiones a partir de las cuales podamos construir un mundo diferente. Debemos preguntarnos, entonces, y la pregunta es un poco más grave en tanto permanece oculta, soslayada, ignorada: ¿qué permite concluir que una niña, Antígona, que es expulsada con su padre ciego en una cultura en la que las mujeres no pueden decidir —menos aun una niña—, se fuera con él porque lo amaba con deseo soterrado, escondido, oculto? Antígona no toma la decisión de partir; ella es, por el contrario, una niña robada, sometida por la voluntad del padre, ignorada en su ser; una niña como tantas otras que han sido arrastradas desde siempre por sus padres, que les sirven de esposas y madres a estos y a sus hermanos. ¿Qué libertad de decisión, entonces, tiene una niña o una mujer en una cultura en la cual lo femenino es amordazado, callado hasta su desaparición total, en medio de un lenguaje en el que lo masculino y el padre fungen como El Sujeto, como el universal y, por tanto, como el todo existente?

Nuestro mundo actual nos enfrenta con millones de niñas y mujeres desoladas por la guerra, desplazadas, violadas, expulsadas de sus pueblos, con sus construcciones y lazos afectivos hechos pedazos, que van recorriendo la tierra, siempre buscando la vida en otra parte, andariegas eternas hacia un lugar donde plantarse, un lugar donde sea posible el amor a la diferencia y no su persecución, ni su destrucción o asesinato. A la vez, vemos hasta el cansancio a millones de hombres, guerreros todos, quienes, sin importar sus ideologías o religiones, arrasan pueblos y dejan un sinnúmero de cadáveres a su paso. Aquellas mujeres repiten con horror la acción de Antígona; y esos hombres, con la cabeza inclinada y dispuestos a obedecer a su padre y destruir a sus hermanos, caminan sobre los pasos de Edipo y con encendido furor repiten, agrandando, el odio de aquel.

La saga de los Labdácidas ha cosechado sus frutos: el desarrollo de estos postulados a partir del odio y el desprecio a la caverna —que funge simbólicamente como las sombras y los matices, como la oscuridad en la que toda vida se guarda y a la que toda vida debe retornar si de verdad quiere saber de sí misma y de la dirección de su destino—, a la par con una racionalidad que pretende extirpar de los humanos la garra que aún se abre tras nuestras manos y las fauces que se desperezan, inconscientes nosotros de ellas, tras nuestras bocas. Esta saga ha tenido su más clara presencia en el Holocausto nazi, final ilusorio que se expandió por todo el planeta y enseñó no pocas formas de destrucción en la continuación de una lógica guerrera que odia la vida en su asombro constante, que desprecia la oscuridad, vientre la tierra, vientre la madre, desde la cual se eleva.

Y entonces, ¿qué papel desempeñan Yocasta y Antígona? ¿Por qué no se ha pensado directamente en ellas, o solo se las ha considerado para reforzar el desprecio por lo femenino y, con ello, el desprecio por la vida? ¿Por qué no nos hemos preguntado por aquel ahorcamiento de otra manera y bajo otras premisas que no sean la eterna culpa que en nuestra cultura y en sus fundamentos filosóficos, religiosos y psicológicos ha arrastrado la mujer? Todas las psicologías más o menos profundas han afirmado con vehemencia y contundencia que hay que separarse de la madre, salir del hogar, renunciar a su afecto; incluso que toda hija debe despreciar y odiar a la madre para poder ingresar por el desfiladero del horror, de la ley del padre, de la obediencia a este con el fin de ser transmisora de sus leyes y de su odio. En cambio, no se afirma que hay que abandonar al padre y no emularlo, que hay que separarse de él para poder ser creadores, para acceder a nuevas formas de nuestra psique y de nuestro estar en el mundo. Esta negación o este silencio garantiza lo más horroroso de la cultura patriarcal: la obediencia. Y si no es así, cómo comprender miles y miles de hombres, guerreros todos, obedientes y sumisos a las instituciones del padre, a sus gobiernos, a sus ejércitos, dispuestos a morir y a matar en nombre de la pater-patria. El mito de Edipo como mito fundacional de Occidente es, en el fondo, el mito de la obediencia y de la reproducción horrorosa de una guerra que, mandada por el padre —esa es su maldición—, inocula su reproducción en cada hombre: cada hombre quiere ser padre, dominar a la mujer, ocupar su lugar en el poder, ejercer su dominio y matar a su hermano.

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