Yocasta y Antígona, pese a los innumerables análisis y escritos en torno a la segunda, continúan girando alrededor de la misma dinámica patriarcal, de su afirmación. A Antígona se la ha pensado y afirmado como la guardiana de la familia debido a la defensa que hace de su hermano, defensora de la sangre en una cultura que ha construido sus filias en torno del padre para que este pueda diferenciar a sus hijos y establecer desigualdades frente a la vida y, por tanto, poder asesinar al resto; como afiliada al padre, afecta a él, de él enamorada; como contestataria en nombre de una democracia cuyo timo y ardid demuestran que esta no puede ejercerse en medio de la ignorancia, el hambre y las desigualdades siempre sobornables; como rebelde para cimentar mejor el mundo del padre, el mundo falocrático; como aquella que enfrenta el mundo de la polis, masculino y paterno, al mundo del hogar, femenino y materno, como si la tragedia misma no dejara entrever —y la historia, asegurar— que nunca ha habido mundo del hogar que sea mundo femenino, pues las mujeres se van a los hogares de los hombres, donde continúan sus servicios y su esclavitud. No es difícil internarnos en sus vidas, acercarnos a sus dramas, encontrar en ellas las dinámicas y los acontecimientos silenciados. Ellas, Yocasta y Antígona, son también las figuras sobre las cuales el mundo racional ha pensado lo femenino y ha ocultado sus innovaciones, sus grandes variables y los develamientos de todo lo que la cultura del padre ha ocultado, sometido e intentado destruir.
Aparte de un suicido culposo, ¿qué nos dice el ahorcamiento de Yocasta? ¿O es que en ella nada más es simbólico, sino terriblemente lineal, literal, plano? En una publicación anterior he discutido acerca del ahorcamiento de las mujeres y su honda relación con un lenguaje en el que no existimos, un lenguaje que habla el universal masculino y en el que las mujeres somos el accidente o, a lo sumo, el complemento circunstancial.2 Por ello, en esta búsqueda también se aborda el problema del lenguaje, su construcción excluyente en la cual las mujeres tenemos siempre que travestirnos, traducirnos, traicionarnos; es decir, hablar desde, como y en masculino, un lenguaje en el que lo femenino y sus vivencias ocultadas y reprimidas no pueden ser dichas. La lengua es aquí el contrapunto de ese lenguaje, y comprendo la lengua como un murmullo, arrullo, sonido vacío de sentido a la manera del lenguaje, pero soporte de la afectividad y del amor que nos ingresa a la vida. Hablo, pues, de la lengua como brazo, como abrazo, como aquello que con sus sonidos amansa la bestia y, más importante aun, como lo que nos filia a otro ser humano, nos imanta, nos humaniza, nos enseña y dona el amor por el otro y por lo otro. Por tanto, un lenguaje desasido de la lengua, de ella roto y cercenado será un lenguaje incapaz de construir lazos amorosos por la vida, incapaz de amar.
Y Antígona, ¿de dónde sacó el coraje para enfrentar al tirano? Esa hija robada por el padre, conocedora solo de sus pensamientos, íngrima en su ideología y en su culpa, presa de su lenguaje y atrapada en su odio por la vida, ¿dónde encontró la inspiración y el arrojo para enfrentarse a Creonte? Esa bravura y ese ardor solo pueden provenir de la intensidad con la que somos plantados en la vida; es decir, de esa lengua que nos inscribe y enseña a nuestros brazos los abrazos, a nuestros ojos, la mirada asombrada y abismada, y, a todo nuestro cuerpo, la tensión hacia otro cuerpo, hacia lo otro, lazo amoroso ello. Antígona tuvo que tener una madre que la re-inscribiera en la lengua luego de haber sido robada, que sobre su piel tatuara los sonidos del amor y de la vida, que desde el murmullo incoherente de las palabras de los labios maternos volviera a donarle su valor y la dirección vital y no mortal, la comprensión erótica y no despótica de la vida. Ello es lo que nos hace falta, reconectar el lenguaje con la lengua, reconectarnos con nuestro femenino ocultado y agónico en una cultura tremendamente masculina, guerrera y asesina.
Esta niña robada halló la potencia y la valentía para defender la vida, no en honor a la filiación paterna, sino a una vida elevada y circunscrita a dos jardines desde los cuales ella se renueva y en torno de los que la ciudad fue erigida: el primer jardín es la agricultura, la huerta, la siembra que posibilita el asentamiento de los humanos y da la vida; el segundo es la otra huerta, jardín de los muertos, siembra también esta, cementerio desde el cual la vida memoriosa encuentra su raíz y nos dona el sentido de pertenencia. Antígona enterrando a su hermano Polinices es fiel a estos dos principios, como son fieles aquellas tantas, miles y millones de mujeres en Colombia y en el mundo entero que reclaman, ya no la vida de sus hijos desaparecidos —demasiado conocidos son hoy los guerreros—, sino sus cadáveres para retornarlos al seno de la tierra, para hacer de la memoria su eternidad y para guardar el sentido de la vida también en su final.
Exigir que en Colombia y en el mundo sean devueltos todos los desaparecidos que yacen en fosas comunes y rondan incesantes como almas en pena en la memoria, en los sueños y en la vida de todos aquellos que los aman, no es más que repetir el acto de Antígona y de las suplicantes, porque en la repetición hay siempre algo incomprendido, algo no resuelto, algo que presiona para recobrar su sentido. Tanto en el mundo entero como en Colombia, las suplicantes seguirán en las plazas de las ciudades y los pueblos reclamando los desaparecidos por los señores de la guerra. Será una repetición, un clamor eterno, un grito hasta que ellos puedan reposar en el jardín de los muertos, y sus madres, hermanas, hijas y compañeras puedan guardarlos amorosamente en su memoria.
1El término hebreo Shoah o Shoá significa literalmente catástrofe y se usa para referirse al Holocausto.
2Marta Cecilia Vélez Saldarriaga, Las vírgenes energúmenas, Medellín, Universidad de Antioquia, 2022.
1. La noche
Como una rúbea rueda,
ombligo, venas, arterias.
Como centro bermejo,
menstruación, útero, placenta.
La vida encarnada gira abriéndose,
círculo rojo,
cordón umbilical, flujos, sangre,
¡roja!
Como un anillo rojo que gira
¡Fuego!
A punto de enlazar
¡Humo!
Una llama que lame
¡Ahogo!
Aro que cerca
¡Asfixia!
Cenizas.
La vida arrojada.
Rojo que obnubila la mirada.
La muerte, ¡flama roja!
¡Llama!, llama.
Ella, en la repetición del círculo, nudo alrededor del cuello, nudo también en la garganta y nudo, así mismo, estrangulando las palabras, se dejó mecer por el viento. Otras ya habían sucumbido al mismo nudo y al mismo silencio. Ella, ahora todas, yace suspendida en el vértigo mortal, lazo trenzado al cuello, en el vértigo mortal del silencio de la historia como nudo, como ahogo.
Él se arrancó los ojos para borrar de su cuerpo las huellas de su pasión. Dejó que sus cuencas vaciadas fueran lagos de sangre coagulada. Y allí, rojas sobre rojo oscurecido, las imágenes: sus miradas, el arco labial de su risa y sus besos rodando por su cuerpo, ¡lengua! Rojas sobre rojo oscurecido, las visiones detenidas de sus cuerpos enlazados, nudo también ellos.
Ellos, cerca del abismo de sus ojos, absortos en las imágenes coaguladas, ídolos también ensombrecidos, cantan el vacío, el vértigo. Sus murmullos hacen eco a los gritos del recién enceguecido, sus plegarias son lamentos y las palmas de sus manos oscurecen el horror en su mirada: auguran su ruina y presienten la partida. Ellos entonan dolidos y aterrados los ayes inútiles frente al maldito. Ya no cantan, callan; ya no plañen, asisten inmóviles al destino, lo ven acercarse en las maldiciones pronunciadas por el asesino.
Ella pende de un lazo, de un lienzo, o quizá solo está en un columpio: va y viene, entre el cielo y la tierra ondea suspendida de una cuerda. No, ella es un péndulo, de un extremo a otro es mecida por el ritmo del viento en el cuerpo. Verticalmente oscila. Entonces, ella es el tiempo.
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