Julio San Román - Heracles

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Cruz Rivera y Arturo Aguilar descubren un cadáver mutilado abandonado cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1987. Uno siente terror. El otro, fascinación. Y ambos se enredarán en los hilos de las Parcas hasta descubrir la identidad del Verdugo del Olimpo, aunque eso conlleve poner en peligro a sus seres queridos. Heracles es un thriller en el que el lector se sumergirá en un Madrid alocado, de focos multicolores y luces de neón, que esconde a un asesino con una misión trascendental.

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La ráfaga de pensamientos se interrumpió con el carraspeo de Francisco Abad rígido, sacando pecho, con la soberbia retratada en su rostro. Venía con una carpeta con folios en la mano. La tiró sobre la mesa, se sentó frente a mí y me miró con su rostro de acero. Tragué saliva cuando empezó a toquetear la carpeta sin decir nada. Trataba de intimidarme, pero se me ocurrió que apenas hacía una hora que habían encontrado el cuerpo, por lo que aquello no podía ser el expediente del caso. Me preocupó más el hecho de que pudiera ser un expediente sobre mí, ya que a los quince años había tenido problemas con la justicia a causa de unas pintadas callejeras. Respiré hondo y procuré templar mi inquietud. La sala se mantuvo en silencio a excepción del roce de la carpeta con la superficie de madera y las ráfagas de aire que soltaba el agente por su nariz, fina, respingada y puntiaguda. Tras unos instantes en los que recibí toda la tensión que el agente propagaba hacia mí con sus ojos verdes, abrió la carpeta y me preguntó mi nombre y mis datos. Respiré aliviado al comprobar que no era una ficha policial del caso y que efectivamente venía a tomarme declaración. Sacó una grabadora analógica de su cinturón y la puso sobre la mesa. Pulsó un botón rojo y con un chasquido la cinta comenzó a girar dentro del aparato. Acabada la fase en la que me identificaba, procedió con las preguntas y a escuchar el relato de los acontecimientos según mi punto de vista:

—Estábamos de camino a la universidad, como todas las mañanas. Entonces nos hemos topado con el cadáver. Arturo se acercó para cerciorarse de que era un fiambre y me dijo que fuera a llamar a la policía a la cabina de teléfono más cercana, que él se quedaba para asegurarse de que nadie se acercara. Cuando volví me lo encontré donde le había dejado. Apenas tardé cinco minutos —escupí la historia como si hubiera estado practicando lo que iba a decir aunque, de haberlo hecho, seguro que habría llevado un orden mejor al dar la información—. El cadáver estaba muy mutilado y prometo que no hemos tocado nada. Bueno, yo no he tocado nada. Arturo se cayó al suelo cuando el cuervo se abalanzó sobre él. Y… no sé que más contarle. Le he dicho todo lo que ocurrió.

—Así que Arturo… ¿Cuál es su apellido? —se interrumpió el agente Abad.

—Aguilar —le aclaré.

Abad recomenzó la suposición.

—Aguilar —murmuró mientras lo anotaba—. Así que Arturo Aguilar tuvo tiempo de destruir todas las pruebas que nos pudieran conducir hasta él.

No daba crédito a mis oídos. ¿Acaso estaba el agente acusando a mi amigo de ser el asesino?

—Oiga, yo no he dicho eso…

—Sé muy bien lo que ha dicho —me interrumpió Abad—. Aguilar tuvo tiempo para eliminar las pruebas que le incriminaran mientras que usted se fue a llamarnos. Dejó el cadáver en un sitio por donde sabía que iban a pasar y así parecería inocente de cometer el asesinato.

—¿De qué está hablando? —tartamudeaba al hablar puesto que no comprendía por qué el agente hacía tantas suposiciones infundadas.

—Hablo de que todo apunta a su amigo y de que si me oculta algo, puedo acusarle de obstrucción a la justicia y condenarle por complicidad —Abad elevó el tono de voz.

—¡Está loco! —Golpeé la mesa con la mano— Arturo es incapaz de hacer daño a nadie, y mucho menos de matar a una persona. Está acusándole sin fundamento. Nos han traído aquí a tomarnos declaración. ¿Qué culpa tenemos nosotros de habernos encontrado un muerto? ¡Váyase a la mierda!

Francisco Abad, colorado y con una vena en la sien que parecía que iba a explotar de un momento a otro, se levantó, golpeó con ambas manos la mesa y alzó la voz por encima de la mía.

—Escúchame, maricona: como me entere de que estáis involucrados de alguna manera en este caso, os voy a meter un paquete que se os va a caer el pelo. Ni se te ocurra mentirme…

La puerta de la sala se abrió de golpe y entró un hombre gordo con barba y pelo largo peinado hacia atrás canosos. Parecía un Santa Claus trajeado y con cara de pocos amigos. Dos cejas negras pobladas hacían sombra a sus ojos.

—¡Abad! ¿Qué coño haces? —le reprimió desde el sitio. Francisco cambió el rojo de su cara por el más claro de los blancos. Apretó la mandíbula. Se estiró y se mantuvo firme mientras le regañaba el inspector— No son sospechosos. Están aquí para que les tomemos declaración, para que nos ayuden, no para ser interrogados. ¡Lárgate antes de que te abra un expediente!

—Señor comisario, simplemente intentaba someterle a un poco de presión para que hablara y me contara todo lo que sabe…

—¿Qué va a saber este chaval? —gritó el comisario cada vez más enfadado— ¡Tiene pinta de que hasta hace dos días no se afeitaba! Es casi un adolescente, no una mente criminal. Por favor, mírale. Le falta mearse en los pantalones.

—Señor, él encontró el cadáver del chico que lleva desaparecido desde Año Nuevo…

—Sé muy bien lo que han hecho él y su amigo —volvió a cortarle el comisario, cuya fachada no se derrumbaba pese a los intentos por excusarse de Francisco Abad, que se mantenía con poca firmeza pero con tesón ante su jefe—. Ros me lo ha contado todo. Así que te lo voy a repetir una vez más: no me toques los cojones y lárgate de aquí o te vas a arrepentir. ¿He sido claro?

—Sí, señor. Como el agua.

Abad abandonó la sala de interrogatorios rápido y con la cabeza gacha. El comisario se quedó en la puerta para cerciorarse de que el agente no fuera a atacar a Arturo ahora que otro perro más grande le había quitado su primera presa. Después entró en la sala y se sentó frente a mí.

—Siento el numerito del agente Abad —se disculpó. Se me ocurrió que tal vez estaban llevando a cabo la táctica del «poli bueno y poli malo», un tira y afloja para hacerme hablar tras un momento de tensión. Sin embargo, la mirada severa del comisario me hizo pensar en que la idea de esa táctica se trataba de un delirio y que en realidad podía confiar en aquel hombre—. Lleva tiempo en el cuerpo pero no aprende. Quiere ascender a toda costa y se piensa que por cerrar un caso antes que nadie, antes que los inspectores que lo llevan, va a lograrlo. La verdad es que no sabe hacer la «o» con un canuto. Mano firme, eso es lo que se necesita para tratar a la gente como Abad. —Golpeó con el puño la palma de la otra mano.

—Ha acusado a Arturo de tener algo que ver con lo ocurrido con Javier Alcázar —le espeté.

—Tranquilo, muchacho. A ese, ni caso. Ya tomo yo nota de todo lo que digas, a falta de alguien mejor. Desde luego, cualquier conspiración que haya salido de la mollera de ese agente será borrada de tu testimonio. —Sacó un bolígrafo de un bolsillo interior de su chaqueta, pulsó el botón para que saliera la punta, y comenzó a escribir. La grabadora seguía girando.

—Gracias.

—De nada. Por cierto, soy el comisario Mauricio Montoro. —Extendió una mano rechoncha hacia mí y yo se la estreché.

—Cruz Rivera.

—Muy bien, señor Rivera, ¿podría narrarme cómo ocurrieron los hechos de forma ordenada y sin omitir ninguna clase de detalles?

Repetí lo que le había contado a Francisco Abad, esta vez mucho más sereno y siguiendo un orden cronológico de los hechos. Montoro anotaba cada palabra que salía de mi boca. De vez en cuando alzaba la vista, como si hubiera percibido algún detalle que le obligara a reflexionar sobre él. Paraba unas milésimas de segundo y, al darse cuenta de que yo seguía hablando, volvía a centrarse en la escritura. Si yo cesaba mis palabras cuando se paraba a pensar, reaccionaba al instante y movía la mano en círculos, como si fuera un agente de tráfico que me daba pie a que siguiera con mi declaración. Pasada media hora en la que el comisario escuchó todo lo que tenía que contarle y enlazó mis frases con preguntas de su propia cosecha, me hizo firmar la declaración, cerró la carpeta, guardó silencio durante dos segundos reflexivos y me concedió la libertad. Con la palma de la mano extendida hacia la puerta me indicó que podía levantarme y marcharme. Acompañó mis movimientos levantándose él también. Me abrió la puerta y salí al núcleo de la comisaría, que seguía tan abarrotado como antes de mi entrada en la sala de interrogatorios. Me fijé que en uno de los múltiples escritorios que amueblaban la sala se encontraba Arturo, prestando declaración a otro agente, de avanzada edad y con sonrisa de abuelo. Montoro me puso una mano en la espalda para que avanzara hasta el vestíbulo. Allí, con un pie fuera de la comisaría y otro dentro, me abandonó a mi suerte.

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