Julio San Román - Heracles

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Cruz Rivera y Arturo Aguilar descubren un cadáver mutilado abandonado cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1987. Uno siente terror. El otro, fascinación. Y ambos se enredarán en los hilos de las Parcas hasta descubrir la identidad del Verdugo del Olimpo, aunque eso conlleve poner en peligro a sus seres queridos. Heracles es un thriller en el que el lector se sumergirá en un Madrid alocado, de focos multicolores y luces de neón, que esconde a un asesino con una misión trascendental.

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—Inspectora Teresa Ros —se presentó de forma breve y sin perder un segundo empezó la ronda de preguntas—. ¿Quién ha llamado?

Yo levanté la mano. Entonces ella se dirigió a Arturo.

—Y tú te has quedado aquí custodiando el cadáver —afirmó la inspectora.

Arturo asintió sin emitir ni un mísero sonido.

—¿Has visto a alguien sospechoso acercarse o merodear por los alrededores?

Arturo frunció los labios. Se mordió el labio superior mientras dilucidaba si debía hablar y contar lo que sabía o no, chasqueó los dientes al decidir cuál era la opción correcta a esa disyuntiva y por primera vez desde que llegó la policía enunció una frase.

—Había… —se trabó y recomenzó la oración. Señaló al otro lado del campo embarrado de rugby— había alguien allí, cerca de la portería. Creo que tenía una cámara porque vi un destello, como si fuera un flash.

Sus palabras me sorprendieron más a mí que a Teresa Ros. Yo había estado con Arturo en todo ese tiempo y no había visto a nadie pero se sembró una duda en mí al pensar que tal vez lo podía haber visto cuando yo me había apresurado hacia la cabina de teléfono y lo había dejado a solas.

—Eso es muy interesante. —La inspectora se sacó un cuaderno de hojas de cuadros de su bolso y anotó todo lo que le habíamos dicho. Después llamó a su compañero— ¡Dionisio! ¡Este chico tiene algo interesante! ¿Cómo te llamas? —le preguntó a Arturo. Éste respondió y ella escribió su nombre en el cuaderno.

Dionisio se acercó tambaleante, no porque estuviera borracho o mareado, sino por las grandes dimensiones de su cuerpo, que le impedían moverse con naturalidad. Preguntó qué era lo que ocurría al llegar y Teresa Ros le enseñó el cuaderno para que leyera sus anotaciones.

—La «contable» ha llegado a la escena del crimen otra vez por lo que veo —comentó sarcásticamente. Arturo y yo nos miramos extrañados y la inspectora Ros respondió nuestra duda sin que nosotros tuviéramos necesidad de formular una pregunta.

—Me conocen como la «contable» por llevar el cuaderno a todas partes. Es una broma del cuerpo. Son peores que mis niños. —Teresa, la Contable, nos aclaró el porqué de su mote y le restó importancia al asunto. En aquellos tiempos, que una mujer fuera inspectora era muy inusual, así que supusimos que para sobrevivir en ese puesto dentro de una comisaría se deberían hacer oídos sordos ante las bromas de los compañeros y mucho más ante las de los superiores que seguro que no contenían sus lenguas ante la oportunidad de mofarse de una mujer policía.

—Debía de tener una cámara muy moderna para hacer la foto desde allí.

—¿Estamos cerca de la Facultad de Periodismo? —preguntó Teresa a Dionisio. Le dio unos golpecitos con el dorso de los dedos en la solapa del abrigo a su compañero y él meditó su respuesta.

—Está detrás del campo de rugby —dijo Arturo.

—Podría haber sido un estudiante de periodismo el que hizo la foto.

—Vamos a hacer un par de preguntas por allí. ¡A ver qué nos dicen! —La inspectora parecía entusiasmada con la idea de empezar a investigar un crimen. De hecho, no parecía nada afectada por la brusquedad de la escena— Y vosotros tendréis que ir a comisaría a dar parte de lo ocurrido. Ya sabéis, papeleo, tomaros declaración y todas esas cosas aburridas.

—Pero tenemos clase… —dije. Los exámenes se acercaban y no podía permitirme perder ninguna clase. Arturo sin embargo había asumido con mucha normalidad que tendríamos que ir a la comisaría, lo que me sorprendió porque pensé que intentaría escaquearse.

—Nosotros tenemos un cadáver, chaval. ¿Qué crees que es más importante? —respondió Dionisio brusco.

Me sentí estúpido cuando escuché al inspector. Nos dejaron bajo la supervisión de un agente de policía, que vestía el uniforme bajo una gabardina verde, para que nos llevara hasta la comisaría. Miré a mi alrededor mientras el agente me invitaba a caminar con su mano en mi espalda. La tranquilidad del escenario se había perdido y había comenzado el reinado del caos. Agentes de la policía forense buscaban pruebas en los lugares más recónditos del cuerpo, como bajo las uñas de los dedos, sin importar si eran de los pies o de las manos, o en los dientes. Otros miembros de la policía cercaban la escena del crimen e intentaban contener a la multitud de estudiantes y caminantes con perros que se acercaban para curiosear. Según nos aproximábamos a la cinta policial, muchos de esos curiosos sacaron cámaras y comenzaron a fotografiarnos, ejerciendo su oficio de periodistas. El policía que se nos había asignado me tapó la cara interponiéndose entre los destellos de las cámaras y yo. Arturo levantó el brazo flexionado y se tapó la cara como pudo, sin ayuda de nadie. Comenzamos a correr hacia el coche de policía y nos metimos lo más rápido que pudimos. Los periodistas comenzaron a perseguirnos mientras que el coche arrancaba. El policía tardó poco en darles esquinazo.

El viaje se hizo eterno, como si desconociera las calles por las que circulaba el coche policial. Miraba por la ventana y veía los edificios difuminados por la velocidad. De vez en cuando me fijaba en Arturo, que se mantenía en silencio, con el ceño fruncido y la mirada al frente, clavada en la nuca del conductor. Tal vez estuviera conmocionado por lo que había visto sobre aquel capó. Tal vez estuviera pensando en cómo sacarnos de aquel apuro de la forma más apropiada. Tal vez no pensara. Sus ojos parecían muertos: su pupila no se dilataba con los cambios de luz, o a mí no me parecía que lo hiciera. Odiaba no saber lo que pensaba. A Arturo un solo vistazo le hubiera valido para adivinar mis pensamientos. Sin embargo, su rostro era para mí el de una estatua de mármol, frío e indescifrable. Si Arturo no quería mostrar lo que sentía o pensaba, nadie podría averiguarlo. No sabría decir si era discreto o un buen mentiroso.

Cuando por fin llegamos a la comisaría, el agente aparcó y nos abrió la puerta para que saliéramos por el lado derecho uno detrás de otro. Nos guió hasta el interior del edificio, a la sala principal de la comisaría, que había sucumbido al caos: en el techo casi se podían ver las ondas de los tonos telefónicos chocarse entre sí; al bajar la mirada, un montón de cabezas, tanto de hombres como de mujeres de todas las edades, iban de aquí para allá con una ventana de fondo y una pared de color beige que ayudaba a iluminar la sala; ya con los ojos en el suelo, los zapatos, las botas y los tacones bailaban un vals descompasado sobre un suelo de mármol con granos plateados.

El agente Francisco Abad, así se había presentado, me separó de Arturo —al que sentaron al lado de un escritorio—, colgó su gabardina verde en un perchero cerca de la entrada y me metió en una sala oscura semejante al cuarto de un demente en un manicomio. Lo único que ofrecía un poco de luz amarilla era una bombilla colgando de unos cables con la goma reseca. En el centro de la sala, había una mesa de madera y en lados opuestos de la misma, dos sillas de madera sin reposabrazos. El agente Abad me hizo sentarme en una de ellas y me pidió con tono severo y autoritario que esperara allí.

—¿Por qué no entra Arturo también? —pregunté, aunque mis palabras cayeron al vacío sin respuesta.

Francisco Abad dio un portazo. Me encontré solo en un ambiente siniestro y sin saber qué estaba ocurriendo. Si tan sólo querían tomarnos declaración, ¿por qué me habían metido en una sala de interrogatorios? Me sudaban las manos y movía la pierna como reflejo del nerviosismo que me atormentaba. Busqué a mi alrededor dónde protegerme, un amigo o un familiar, hasta que me di cuenta de que sólo Arturo sabía dónde me habían metido. Lo único que me acompañaba eran unas gotas redondas de sangre sobre la mesa, lo que no ayudó a tranquilizarme, y mi reflejo en un espejo que había frente a mí. Había perdido el color y me habían salido ojeras. Notaba un sudor frío en la sien. Puse más empeño en tranquilizarme. No quería parecer culpable. En mi cabeza todo eran paranoias: ¿me consideraban sospechoso del asesinato de Javier Alcázar? No podían hacerme eso. No tenía ningún sentido. ¿Qué motivos tendría yo para haberle matado? Entonces recordé que la noche de Año Nuevo, cuando supuestamente había tenido lugar la desaparición, me peleé con Javier Alcázar hasta el punto de que tuvo que intervenir uno de mis amigos para separarme de él y evitar que llegara a hacerle más daño.

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