Julio San Román - Heracles
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—¿Quién es? —gritó Cruz.
Me giré hacia él y en un susurró pronuncié su nombre:
—Javier Alcázar.
***
—¿No sintió miedo? —preguntó Wilson, pese a saber la respuesta.
Aguilar chocó la punta de sus uñas contra la mesa a destiempo unas de otras.
—Hay dos clases de policías, señor Mooney —comenzó Arturo—. Una ve un cadáver por primera vez y siente tanta repulsión, que se encierra en un despacho para el resto de su vida o pide que le pongan a controlar el tráfico por voluntad propia. La otra, al ver su primer cuerpo, admira el poder que la muerte emana, disfruta con el olor de la sangre y siente una gran pasión por descifrar el único enigma que el humano no comprende del todo. Por ello, decide dedicarse a este trabajo para toda la vida, hasta que el propio juego que mantiene con el infierno le derriba.
—Usted no era policía —recalcó Wilson.
—Siempre hay un bicho raro —se justificó Aguilar.
—O locos —apuntó el periodista.
—¿Eso cree? —Arturo se reclinó sobre la silla— Si de verdad lo piensa, dígame, señor Mooney: ¿se siente cómodo dentro de la casa de un loco?
Capítulo III:
Tira y afloja
Cruz bajó la cabeza y se quedó pensativo y en silencio. Recorría con la pupila las grecas de la alfombra, apretaba la mandíbula y los maxilares aumentaban el tamaño de su cara por los laterales de la cabeza, bajo las orejas. Con la mano izquierda se sujetaba la derecha, que a medida que avanzaba el relato había comenzado a temblar. Los recuerdos de aquella escena hacían que se estremeciera, los pelos de brazos y piernas se le erizaban.
Wilson carraspeó y le llamó por su nombre varias veces para sacarle del trance. Cruz volvió a fijar su mirada en él pero muy de manera pausada y, al hacerlo, Wilson creyó que no le reconocía. Sus ojos estaban vacíos, clavados en él mas sin llegar a verle.
—¿Te encuentras bien, Cruz?
Cruz pareció volver a la realidad.
—Sí, sí —repitió la afirmación como si se estuviera convenciendo a sí mismo de ello.
Wilson se mordió el labio superior mientras en el interior de su cerebro sopesaba lo que estaba ocurriendo. Se fijó en el pie de Cruz, que se movía de arriba a abajo como si en la suela de la pantufla hubiera un muelle que lo hiciera saltar a una velocidad vertiginosa.
—Me vienen malos recuerdos a la cabeza… Hacía mucho tiempo que no hablaba de esto con nadie —confesó Cruz. Movía los dedos inquieto.
Wilson se levantó las gafas y se frotó los lacrimales con la misma mano. Suspiró emitiendo un resoplido bastante sonoro y cedió:
—Cambiemos de tema por un momento, aunque después me vendría bien que volviéramos al asunto del cadáver. ¿De acuerdo?
Cruz se lo agradeció con palabras inaudibles, expulsadas a borbotones y de un solo golpe de voz. Wilson supo lo que decía porque le leyó los labios.
—¿Cómo era Arturo Aguilar por aquel entonces?
Cruz titubeó y puso los ojos en blanco, no porque le aburriera la pregunta, sino porque quería elegir sus palabras con cuidado para ajustarse tanto como fuera posible a la realidad. Buscaba dar una descripción fiel de aquel desconocido al que conocía muy bien.
—Arturo Aguilar era una persona especial, tanto en sus aspectos buenos como en los malos. Obviamente todos tenemos nuestro lado oscuro y nuestro rostro amable y tierno. Arturo trataba de mostrar siempre el bueno. Él decía que quería ser justo y una gran persona, se preocupaba por los demás, pero creo que en el fondo tenía miedo de su parte oscura. Así que siempre intentaba ayudarnos. Nos preguntaba cómo nos trataba la vida, nos escuchaba (algo que no mucha gente sabe hacer) y se sacrificaba por sus amigos hasta el punto de pensar en su bienestar antes que en el suyo propio.
—Son todo alabanzas.
—No lo creas —corrigió Cruz—. Era muy listo: nada se le escapaba. Prácticamente se olía todo lo que fueras a contarle, como si ya lo supiera de antemano. Eso podía ser parte de sus virtudes, pero también era una maldición. Siempre quería saberlo todo, se volvió controlador y fue su curiosidad la que le metió en semejantes líos con aquellos asesinatos. La curiosidad no mató al gato entonces, pero lo destrozó.
Wilson anotaba con entusiasmo disimulado cada palabra que salía de la boca de Cruz. La punta de su boli se movía en círculos aleatorios como el coche de una montaña rusa. Cruz intentó asomarse a la libreta para ver qué escribía pero Wilson puso la mano encima de lo escrito de manera inconsciente, o al menos eso pareció.
—¿Se lo emparejó con alguna chica en aquellos tiempos?
—Digamos que no era hombre de una sola mujer —respondió Cruz volviendo a apoyarse en el respaldo de su asiento—. Tenía «amantes», como él las llamaba. Nunca hablaba de ellas. Nunca las conocí. La única prueba de su existencia eran las noches que él no pasaba en casa, varias a la semana, sin importar que al día siguiente hubiera o no clase. Si me preguntas por alguna relación, me temo que tampoco sabría decirte. En el fondo siempre creí que estaba enamorado de alguna chica de la universidad, pero él nunca soltaba prenda. Era muy celoso de su intimidad. ¡Menudo cabrón! —Cruz se rió al recordar las charlas sobre el amor que había mantenido en el salón de su piso con Arturo años atrás, los dos tumbados en el sofá.
Wilson se mordió el labio inferior y asintió con levedad, como si no esperara aquella respuesta. Cruz se preguntó qué sabría el inspector acerca de la vida amorosa de Arturo Aguilar.
—¿Todas las preguntas que me haces son relevantes? —curioseó Cruz, al que le invadió otra oleada de sospecha y desconfianza, aunque Wilson, que parecía tener más controlada la situación que el propio dueño de la casa en la que se encontraban, apaciguó aquel recelo:
—Aunque no lo parezca, todo tiene sentido. En cada detalle que compartas conmigo se esconde una respuesta que ata cabos en mi investigación —Wilson fijó sus ojos en los de Cruz con intensidad—. Confía en mí, por favor. Si lo haces, al final de todo esto, te contaré todo lo que quieras.
Cruz tragó saliva. Asintió con un breve «De acuerdo» y dejó que Wilson siguiera con su interrogatorio.
—Volvamos, si te parece, a la escena del crimen.
***
Arrodillada junto al coche, en busca de pistas, se encontraba una mujer de mediana edad, vestida con una gabardina marrón que llegaba hasta sus tobillos cuando estaba de pie y que se amontonaba en el suelo cuando se acuclillaba. Llevaba guantes de látex y husmeaba con sus manos el suelo bajo el coche. Se giró nada más encontrar lo que le pareció el arma del crimen: la hoja de una sierra circular. La mitad de los dientes metálicos estaba manchada de sangre. La superficie metálica se teñía de un color escarlata brillante con grumos negros por los granos de barro que se adherían a ella.
—¡Dionisio! —llamó a un hombre gordo, calvo y de ojos tristes, que se acercó trotando hasta ella— ¿Qué te parece?
—¿Crees que es el arma del crimen? —Dionisio se frotó una espesa barba que recubría la papada que unía su cabeza con el torso y que le impedía cerrarse el último botón de la camisa.
—Tiene toda la pinta —dijo la inspectora. Dionisio abrió una bolsa de plástico lo suficientemente grande como para que entrara la hoja y ella la introdujo. Después, Dionisio se marchó con el objeto y se perdió entre el resto de policías.
La inspectora, a la que entonces vimos con más claridad desde el lugar apartado en el que nos habían ordenado que esperáramos, se acercó hasta nosotros. Tenía la cara redonda y el pelo estropajoso recogido en un moño con mechones mal peinados. Sus ojos no parecían los de una policía intimidante, sino más bien los de un ama de casa dulce y amable. Su sonrisa era perfecta, con todos los dientes alineados y blancos, salvo un paleto que rompía la rectitud de la línea marcada por los demás. Cuando llegó hasta nosotros puso los brazos en jarra, con su bolso de imitación colgando de uno de sus brazos. Levantó la mano izquierda y con su dedo índice me señaló primero a mí y después a Arturo, cuyo semblante se mostraba impenetrable, como si no tuviera miedo, como si quisiera desafiar a la policía en vez de ayudarla. ¿Acaso desconfiaba de la policía? ¿Qué le estaría pasando por la cabeza?
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