Julio San Román - Heracles
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Las clases de la universidad comenzaron el día 8 de enero. Pese a todos las horas que debía dedicarle al estudio con vistas a los exámenes próximos durante ese mes, decidí demorar mi vuelta a la ciudad tanto como pude permitirme. Así fue que a medianoche, justo cuando la luna dejaba atrás el 7 de enero para dar paso al día siguiente, llegué a mi austero piso, cargado con una bolsa llena de ropa de invierno limpia y un montón de fiambreras con comida para los próximos días —mimos de mi madre. Apenas dormí aquella noche, la primera de muchas.
A la mañana siguiente, unas horas más tarde después de mi llegada a la ciudad, me levantaba con el tintineo del despertador resonando por mis oídos. Me sentí como si hubiera pasado la noche, no sólo en vela, sino además moviéndome sin parar. Tenía mucho sueño y mi cuerpo estaba tan cansado que por unos momentos fui incapaz de mover las piernas, incapaz de sentir nada sobre ellas, como si fuera paralítico. Los ojos estaban tan secos que notaba cómo me rozaba el párpado con el cristalino. Pensé en no acudir a las clases aquel día y justificarme ante los profesores —aunque a la mayoría no les importaba la asistencia— con la excusa de que me encontraba enfermo o de que había tenido que atender un asunto familiar. Sin embargo, Cruz, que en más de una ocasión había faltado a clase por voluntad propia, junto con mi inmenso sentido de la responsabilidad, me obligó levantarme de la cama y acompañarle excesivamente pronto a la facultad. A medida que me vestía y él se aseaba, Cruz hablaba en voz alta acerca de organizar una manifestación en contra de la OTAN, de los impuestos y demás asuntos comunistas que a mí me importaban poco. De vez en cuando fingía estar escuchando y asentía con un «ajá» o con un «¿en serio?», sin siquiera saber si aquellas intervenciones concordaban con el hilo de la conversación.
Para ir desde nuestra casa a la facultad de Filosofía y Letras, en el campus de la Universidad Complutense, teníamos que callejear por vías poco transitadas, cruzar un puente por debajo de una carretera junto al palacio de la Moncloa, y atravesar una zona poco urbanizada junto a un campo de rugby.
Aún no había amanecido esa mañana. Nos movíamos entre las luces de las farolas y las tinieblas de la madrugada como fantasmas que no duermen. Con pasos de asesino y actitud de mendigo somnoliento, caminábamos embutidos en sendos abrigos, el mío negro y el suyo marrón, intentando no dejar que el frío nos ganara la batalla.
—¿Qué tal en tu pueblo? —me preguntó Cruz. No habíamos tenido oportunidad de hablar de ello desde mi llegada. Así pues, creyó mi amigo conveniente sacar el tema entonces.
Cruzamos el túnel bajo la carretera. Nos sumimos en la oscuridad del puente. Los bordes de los ladrillos reflejaban luz naranja que entraba por el hueco del túnel, pero el cuerpo del ladrillo era completamente negro. Ni siquiera podíamos ver las pintadas que los anarquistas habían dibujado meses atrás debido a una manifestación en la que se habían visto implicados.
—Bien —me limité a responder—. Mi madre te manda recuerdos. Recibimos tu felicitación navideña.
—¿Les gustó? Creí que el muñeco de nieve les haría gracia —se explicó Cruz—. Es mucho mejor que todas esas que representan el portal de Belén, con todos los pastores y esas movidas.
Salimos del túnel y llegamos a una explanada por la que se extendía el campo de rugby. Separados de este por una alambrada con sus filamentos férreos dispuestos de forma romboidal, llegamos hasta un camino de tierra marrón que ante la oscuridad de aquellas horas se veía negro. El cielo había empezado a esclarecer y nos encontrábamos en una penumbra azul bajo un cielo cubierto de nubes. El césped emanaba humedad y frescor de las largas briznas verdes, entremezcladas con ramas secas y finas de plantas aparentemente muertas. A la izquierda del camino se alzaba una pared con arcos ciegos enormes, algunos con puertas metálicas en vez de piedra que daban acceso a un almacén bajo la carretera.
—Les encantó —comencé—. Nuestra abuela ya se encarga de… —Me detuve ante un espejismo muy realista. Fruncí los párpados detrás de los cristales de mis gafas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cruz. Le puse una mano en el pecho para que no avanzara. Él enmudeció. Cuando le miré, parecía una estatua de cera: inmóvil y pálido.
Me acerqué hasta un coche sin neumáticos situado en medio del camino, bajo la iluminación de una farola. Entonces desperté del sueño y me di cuenta de que aquello era real. Sobre el capó y el parabrisas del coche estaba tumbado un cuerpo azulado con las venas moradas muy marcadas. El cuerpo, atado al coche por las extremidades y el torso con cadenas y cuerdas, estaba completamente desnudo: en el cuello se apreciaba un círculo morado, un hematoma semejante al que se produce tras sacar la aguja del brazo en un análisis de sangre; la piel de las muñecas y los tobillos presentaba una intensa escamación y congestión junto a lividez en las propias manos y pies además de un color azulado en las uñas, las puntas de los dedos y en las mucosas visibles; el abdomen estaba abierto desde las costillas derechas hasta la cadera izquierda y su hígado, estómago y parte del intestino delgado sobresalían por la raja de bordes desgarrados, como si el corte se hubiera repetido hasta lograr la profundidad deseada para extraer los órganos. Embobado con la escena no percibí hasta que escuché su graznido a un cuervo que mordisqueaba los pezones del cadáver. Me asusté cuando vi que el cuervo intentaba alzar el vuelo y me caí de espaldas. Sin embargo, no lo consiguió: una cuerda atada a su pata lo mantenía unido al cadáver.
Cruz reaccionó y salió de su espanto cuando vio que me caía. Se acercó hasta mí corriendo y me ayudó a levantarme. Me miré las manos y vi que las tenía rojizas. Volví la cabeza hacia el suelo para ver que había apoyado las palmas en uno de las múltiples salpicaduras de sangre que había esparcidas por el camino y manchando el césped, teñido por gotas rojas.
—¿Dónde está la cabina de teléfono más cercana? —preguntó Cruz con un hilo de voz. Como no reaccionaba, repitió la pregunta, esta vez en una voz más alta.
—Subiendo la cuesta —respondí yo sin apartar la mirada del cuerpo. Parecía que el cuervo me hubiera hipnotizado con las esferas de humo negro que tenía por ojos. Su plumaje me devolvía los primeros rayos de luz tenue que pasaban por la masa traslúcida de luz.
—Tenemos que llamar a la policía —Cruz parecía reaccionar, aunque se notaba que estaba asustado, más que nunca en su vida. Tenía miedo: sus ojos desorbitados lo gritaban a voces y las arrugas alrededor de su boca lo resaltaban aun más.
—¿No sientes curiosidad por saber quién es? —le agarré del brazo para detenerle, justo antes de que hiciera el amago de salir corriendo hacia la cabina de teléfono.
Cruz se detuvo sin responder. No comprendía lo que se me pasaba por la cabeza. Di un paso. Él seguía sin pronunciar palabra. Entendí por su silencio que en el fondo sentía casi tanta curiosidad por verle el rostro a aquel pobre desgraciado. Tan solo nos diferenciaba que él estaba atemorizado mientras que yo sentía una curiosidad amenazadora por nuestro descubrimiento.
Me acerqué lentamente, tratando de no espantar al cuervo, que había decidido tratar de roer la cuerda que lo mantenía unido al cadáver después de destrozar la carne del pezón, ya inexistente.
Caminé hasta el lateral del coche y me acerqué al rostro del muerto, hasta tal punto que olí la putrefacción de su carne, conservada por el frío. Cogí aire para evitar respirar aquel hedor y al inspirar me fijé en que, en la otra punta del campo de rugby, cubierto de sombras, una figura nos apuntaba con una cámara de fotos que emitió un destello. Después el fantasma se marchó. No dije nada, ni siquiera pensé en lo relevante de su presencia tan cerca del escenario de un asesinato. Volví a mi menester: inspiré y me fijé en la efigie mortuoria de aquella alma perdida. Conocía aquel rostro, incluso sin uno de los dos ojos, que imaginé que habría sido devorado por el cuervo; y a pesar de que el iris del otro globo ocular se hubiera vuelto totalmente azul pálido y su pupila hubiera desaparecido por completo; las heridas de los labios, producidas por deshidratación, y la coloración marmórea de su lengua no escondían la identidad del muerto tampoco.
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