Julio San Román - Heracles
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—Las paredes son de papel, aunque me gusta más la opción de ser un simio, así que escojo la segunda.
Nos reímos y después comenzamos a desayunar en silencio. Cruz y yo teníamos la teoría de que los españoles solo callábamos cuando nuestras bocas estaban ocupadas en comer. Además, los dos estábamos roncos. Nuestras voces carraspeaban al emitir palabras, aunque no se trataba de afonía sino de falta de sueño. En un par de horas volveríamos a ser los mismos charlatanes que se preguntaban cómo era posible que ningún vecino se hubiera quejado de las risotadas y los gritos que proferíamos durante todo el día.
Carmen apareció hambrienta por la cocina y con una imagen muy desmejorada. Yo ya había acabado mi taza de leche y estaba dispuesto para vestirme, asearme y dedicarme a cualquier tarea productiva. Carmen besó a Cruz en la mejilla mientras este comía unas galletas que le habían manchado el bigote y la barba de migajas de pan. A mí me saludó con la mano pero sin mirarme, más centrada en uno de los armarios de pared de la cocina en el que guardábamos las galletas. Se preparó el desayuno y a la vez que yo me levantaba a fregar mi taza, ella se sentaba con la suya junto a Cruz.
—Te perdiste ayer una buena —comentó Carmen mientras mojaba una galleta en la taza.
—Lo siento, no me interesa participar en vuestras sesiones conyugales nocturnas —bromeé.
—¡No seas tonto! Me refiero en la discoteca.
—¿Cruz pegó a algún alma caritativa?
—¿Cómo lo has sabido? Te has encontrado con alguien esta mañana cuando has ido a comprar los cruasanes y te lo han dicho —aventuró Cruz. Yo dejé la bayeta con la que estaba limpiando la taza en la encimera y señalé mis nudillos, después los suyos. Él se miró la mano sin comprender y entonces vio el enrojecimiento de las articulaciones.
—Aunque sí me he encontrado a esta chica… —chasqueé los dedos para recordar su nombre— Rosa Alcázar. Estaba buscando a su hermano y tratando de disimular su vergüenza. Me pregunto a quién se habrá tirado. Debe de arrepentirse mucho. La he visto bastante afectada.
—¿Buscaba a su hermano? Creo que no se fue con nadie, así que estará en algún portal durmiendo la borrachera —dijo Carmen.
—¿No consiguió ligarse a ninguna chica? —pregunté sorprendido.
—A ninguna. Y menos después del puñetazo que le dio Cruz.
—¿Le noqueaste? —me dirigí a Cruz. Este asintió con la boca llena de comida. Me mostró sus dientes manchados de galleta viscosa y babeada.
—Definitivamente, tenía que haberme quedado. —Aclaré la taza con el agua del grifo y la sequé con una toalla de cocina. Después la coloqué en su correspondiente armario y salí de la cocina frotándome las manos.
Mientras Cruz y Carmen desayunaban, me dio tiempo a asearme, con ducha incluida, y a vestirme. La ducha ayudó a que el dolor corporal por el frío de la noche anterior se pasara. Las gotas caían sobre mi espalda como pequeños guijarros blandos que masajeaban cada surco de mi espalda y relajaban la tensión de mis trapecios, donde más notaba el cansancio acumulado por los estudios que las vacaciones de Navidad se veían incapaces de sofocar. Cuando salí de la ducha, entre el vaho que nublaba mi imagen en el espejo, me encontraba en un estado de trance que me hizo perder la noción del tiempo. Miré mis manos, mis brazos y después una visión panorámica de mi cuerpo entero, desde mi pecho hasta las puntas de mis pies. La humedad se adhería a mi piel como el rocío a la hierba en una mañana primaveral. Me invadió un sentimiento de melancolía, una sensación poco común. Ideas y recuerdos amargos vinieron a mi cabeza y, cuando me quise dar cuenta, noté una lágrima que se balanceaba en la cuerda floja de mi párpado inferior y que peligraba según avanzaba por ella con caerse al vacío de mis mejillas huesudas. Entonces me di cuenta de lo ridículo que me parecía a mí mismo llorar sin razón aparente, cogí la toalla y me sequé todo el cuerpo. Tras esto me aseé rápidamente y me vestí sin demora, para evitar enfriarme. Por aquel entonces yo solía vestirme con camisas, vaqueros y jerséis para el invierno: un estilo tal vez demasiado clásico para los miembros de mi generación. No obstante, siempre he sido muy clásico en cuanto a mis gustos.
Salí de mi cuarto secándome el pelo con la toalla. Al retirarla de mi cabellera, mi melena quedó en suspensión, desafiante a la gravedad, paralela al suelo. Después meneé la cabeza y cayó de manera natural. Me dirigía hacia el cuarto de baño para peinarme cuando el teléfono interrumpió mi camino. El tono de llamada resonó por toda la casa y, como ni mi compañero de piso ni su novia se ofrecieron a responder, corrí hacia el aparato antes de que cesara su llamada estruendosa.
***
—¿Qué relación tenía con su compañero de piso, con Cruz Rivera? —preguntó Wilson a Aguilar cuando este acabó de contar el relato del desayuno.
—Éramos uña y carne por aquel entonces —respondió Arturo con normalidad, como si esa pregunta se la hubieran hecho mil veces antes de que la formulara el periodista—. Obviamente, teníamos secretos, cosas que no compartíamos, aunque solíamos hablar de nuestras preocupaciones con naturalidad.
Wilson asentía con la cabeza mientras escribía en su libreta.
—Entiendo, pues, que se llevaban bien.
—Al principio —Aguilar no aguantó más y sacó de la cajetilla de tabaco que llevaba en el bolsillo del pijama otro cigarro. Cogió el mechero de la mesa y lo encendió—. Cruz era una bomba de relojería metida en una caja de juguete. Parece divertido a primera vista. Puedes echarte unas risas con él pero no puedes dejarte engañar. Cuando la manecilla de la caja dejó de girar, explotó y se llevó por delante todo lo que le rodeaba.
—¿Le consideró sospechoso de los asesinatos?
Aguilar chistó al periodista. Movió el dedo índice de un lado a otro como si se tratara de un metrónomo.
—No quiera correr antes de saber andar —Aguilar se llevó la mano al cigarrillo y lo sacó de su boca tan solo para sonreír—. Aún no le he contado cómo descubrimos el primer cadáver.
***
La desaparición de Javier Alcázar se hizo notoria a los tres días de incertidumbre acerca de la desaparición del chico. Los medios retransmitieron la noticia a la vez que emitían el famoso anuncio de las muñecas de Famosa y otros tantos de los turrones y la lotería del día del Niño. La gente no tardó en achacarlo a un secuestro por parte del grupo terrorista ETA. Otros tantos, en relación con recientes ataques de grupos anarquistas, se lo atribuían a los GRAPO. La primera semana del año 1987 se vio bañada en titulares de súplicas y lloros de la familia más cercana del desaparecido. Numerosas fueron las imágenes de Javier Alcázar que llenaron las paredes y las farolas de los barrios de Madrid, pero nadie supo nada sobre su paradero hasta que ya fue demasiado tarde. Las fotos se camuflaron entre las pintadas de los comunistas y de los fascistas. Ningún grupo terrorista reconoció como suyo el secuestro de este joven y, en el fondo, ¿quién podría pensar en serio que Javier Alcázar había sido secuestrado por los causantes del terror en España? ¿Qué interés podrían tener en él estos grupos? La vida de ningún hombre de veinte años es suficiente como para poner en jaque a un país y mucho menos si ese joven era un don nadie.
El mismo día 1 de enero de 1987 me marché a casa de mis padres en un pueblo situado en la frontera de la Comunidad de Madrid con Castilla la Mancha, mi pueblo natal donde había pasado la mayor parte de mi vida. En coche tardaba en llegar más de una hora y media. En bus, el viaje se hacía insoportable y eterno. No recuerdo esas vacaciones con especial cariño y uno de los motivos fue aquella noticia que le rompió el corazón a mi madre, temerosa de la gran ciudad y preocupada por mi soledad allí. Tan solo con imaginar que aquel joven en paradero desconocido podría haber sido yo, se sumía en un estado angustioso que la obligaba a sentarse. Además, las imágenes de la madre de Javier Alcázar llorando, con lágrimas que parecían salir de la pantalla de lo grandes que eran, le afectaba aún más. De aquellos momentos saqué varias conclusiones: la más importante fue que las madres tienen una clase de conexión acerca del cuidado de los hijos, un instinto maternal que hace que se comprendan las unas a las otras, independientemente de la educación que les den. Todas estarían dispuestas a cometer cualquier locura con tal de proteger a sus vástagos. Por esta y por tantas otras, decidimos que durante aquellas navidades, o lo que quedaba de ellas, en aquella casa no se vería la televisión. Mi familia no pasaba por un buen momento y las desgracias ajenas pueden ser el reflejo de las propias en numerosas ocasiones.
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