Julio San Román - Heracles

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Cruz Rivera y Arturo Aguilar descubren un cadáver mutilado abandonado cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1987. Uno siente terror. El otro, fascinación. Y ambos se enredarán en los hilos de las Parcas hasta descubrir la identidad del Verdugo del Olimpo, aunque eso conlleve poner en peligro a sus seres queridos. Heracles es un thriller en el que el lector se sumergirá en un Madrid alocado, de focos multicolores y luces de neón, que esconde a un asesino con una misión trascendental.

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Avanzaba ya por el pasillo a toda velocidad, sin llegar a correr, hasta que me detuvo una voz dulce y suave que atravesó el lugar de extremo a extremo. No me habría parado de no haberla reconocido. Detrás de mí, con el cuaderno aún fuera de la mochila, se encontraba una chica rubia, alta y de ojos azules. Se acercó hasta mí caminando por un suelo que hacía que sus zapatillas chirriaran. Al alcanzarme, no pude evitar fijarme en sus iris. Laura Gaspar, la viva imagen de un ángel en la tierra, me miraba con ternura, tristeza y preocupación. Aquella era una de sus peculiaridades: tenía la cualidad de expresar mil sentimientos con sus ojos del color del cielo y aun así hacer dudar a todo el que se fijara en ella de qué era lo que pensaba.

—¿Estás? —no le permití formular la pregunta. Agarré su brazo, enfundado en la manga de su chaqueta de cuero negra, y la arrastré conmigo hacia una zona del pasillo en la que no pudiera vernos nadie.

***

—Así que conocía a Laura Gaspar —dedujo Wilson como si no conociera la verdad oculta tras esa suposición.

Aguilar rió de forma seca con un sonido carrasposo y aspirado.

—Por supuesto que la conocía. Usted lo sabía también. Empiezo a pensar que me trata con condescendencia porque en el fondo tiene claro que en algún momento llegaremos adonde usted quiera —comentó Arturo de espaldas al periodista.

—Puede ser.

Aguilar sonrió sin que el otro pudiera llegar a percibir este gesto. Wilson Mooney creía que tenía el control. Se encontraban justo donde Arturo Aguilar quería estar. Volvía a sentirse cómodo en su terreno.

—Hábleme de su relación con Laura Gaspar.

—Quiere entrar usted en materia delicada… ¿Recuerda que he dicho que Laura Gaspar era un ángel en la tierra? —Wilson emitió un sonido de confirmación con la boca cerrada— Yo lo creo firmemente pero también le digo que los ángeles no son una imagen perfecta y que ni mucho menos su condición de seres divinos les exime de hacer daño.

***

El día que Laura Gaspar me vio por primera vez, no fui consciente de su presencia hasta que ya fue demasiado tarde y nuestro primer encontronazo pasaría a ser una casualidad del destino.

Me encontraba en la secretaría de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad Complutense, una sala bastante grande con una mesa cuadrada de madera con la superficie superior inclinada a dos aguas y con una mampara que separaba la zona de espera con la propia secretaría, gobernada por una señora de pelo rizado y colorido con gafas de pasta puntiagudas. A mi lado se encontraba mi padre, un hombre de mi altura, pelo canoso, ojos verdes y de aspecto semejante a Bertín Osborne mezclado con John Travolta aunque más mayor, todo un modelo de belleza teniendo en cuenta los tiempos que corrían por aquel entonces, y mi hermano pequeño, que derrochaba ilusión por estar por primera vez en la universidad, como si la matrícula que llevaba en mis manos fuera la suya. Estábamos situados en medio de una fila humana compuesta por varias familias como nosotros o jóvenes adultos individuales que se disponían a entregar la matrícula para entrar en la carrera que uno deseaba.

—¿Cuánto falta? —preguntó mi hermano, que comenzaba a impacientarse, pues ya se sabe que durante la infancia, la emoción es un buen combustible para la falta de paciencia.

—Ya menos, chato. —Así le llamaba desde que él tenía cuatro años.

—Me aburro. —Se colgó de mi hombro y mi padre le quitó el sobre con todos los documentos necesarios para la matrícula ante el temor de que los documentos se arrugaran o, peor, se rompieran.

Mi hermano, que seguía colgado de mi hombro, me hizo desequilibrarme y, a pesar de mis intentos por estabilizarme y no golpear a nadie con el bulto humano que colgaba de mi brazo, no pude evitar caerme al suelo. Curiosamente, mi hermano fue lo suficiente hábil como para no acabar derribado sino de pie junto a mí, mirándome como si se avergonzara de mí por haberme caído. En ocasiones como aquella, la gente se preguntaba cuál de los dos era más maduro y todo ello se debía que mi hermano tenía tendencia —yo lo consideraría más bien un arte— a dejarme en ridículo. Que un chico, al que se tiene por adulto, acabe por los suelos por hacer el tonto es algo que llama la atención, por lo que me convertí por unos momentos en el centro de atención de todos los miembros de la cola. Yo no lo sabía, pero entre todas esas personas se encontraba Laura Gaspar, que no se reía, aunque le hubiera parecido gracioso, porque en el fondo la primera impresión que tuvo de mí fue la de un completo idiota.

***

Wilson Mooney se giró hacia Aguilar, que jugueteaba con el cigarrillo en sus manos mientras pensaba cómo continuar la historia. El reportero, que comenzaba a impacientarse por seguir con aquel hilo de toda la red que estaba tejiendo, presionó a su huésped para que continuara. Aguilar no se tomó bien aquella actitud, como cualquier otra procedente del periodista. Sin embargo, no formuló ninguna réplica. Se limitó a ignorar al insistente reportero, pues había decidido que aquella sería la mejor forma para no perder la compostura aquella noche.

—¿Así fue como se conocieron? —volvió a insistir Mooney.

—Es usted un romántico. En el fondo desea saber qué ocurrió con ella. —Una sonrisa socarrona se formó en los labios de Aguilar.

—Laura Gaspar es una de las involucradas en los casos de asesinato de la Ciudad Universitaria, una persona importante en la historia. Quiero llevar un orden cronológico y no dejar cabos sueltos —se excusó.

—Miente muy mal —le confesó Aguilar—. Va a tener que empezar a decirme la verdad o voy a optar por callarme.

La tensión entre los dos hombres los mantuvo en silencio. Aguilar esperaba una defensa por parte de Mooney y este deseaba que su huésped pasara por alto este rifirrafe y continuara con la historia. Por suerte para el reportero, así sucedió: Aguilar soltó una risa seca y breve con la boca cerrada y golpeó el cristal con las articulaciones interfalángicas de la mano que no sostenía el cigarrillo.

—Lo que le acabo de contar es solo el desencadenante de la historia, el aleteo de la mariposa que causa el huracán en la otra punta del mundo. Es circunstancial pero necesario para entender la historia desde el principio —continuó Arturo Aguilar. Miró las cenizas del cigarrillo y vio como se volvían grises y la luz roja de su interior se apagaba.

***

Pasados unos meses, en los que el verano había ocupado la mayor parte de mi vida junto con encontrar un piso en la ciudad en el que instalarme, y comenzadas ya las clases, el destino decidió que debía conocer a Laura Gaspar. El acontecimiento tuvo lugar durante la clase de «Literatura Modernista», cuando una profesora, que perfectamente podría tener la edad de mi abuela, nos hablaba de Virginia Woolf y su apasionante Mrs Dalloway, una novela que no atraía para nada mi atención y que, desde mi punto de vista, estaba mal escrita con una estructura que en teoría era buena pero que la autora no había sabido llevar a la práctica. Aún así, sería narcisista criticarla, pues Virginia Woolf es una de las autoras más destacadas y reconocidas de la literatura inglesa y yo, un simple aspirante a filólogo (¿quién era yo para juzgarla?). Me resultaba complicado concentrarme debido a este conflicto interno que causaba en mí el peor de los aburrimientos mezclado con un resquemor por la responsabilidad que me obligaba a atender en clase. Así que, en una decisión alocada de satisfacer a las dos caras de la moneda, me dispuse a prestar atención a la vez que me entretenía dibujando en uno de mis cuadernos desaliñados de hojas inservibles. Trazado a trazado comencé a dibujar una historia épica en la que una mosca, que había estado molestando a la profesora durante toda la clase al volar a su alrededor sin un recorrido fijo como si estuviera borracha, se volvía gigante y luchaba con la profesora en una batalla cuerpo a cuerpo. El objetivo de la mosca, saciar su hambre; el de la profesora, sobrevivir.

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