“Los pueblos autóctonos de este continente nos llamamos indios porque con este nombre nos han sojuzgado por cinco siglos y con este nombre deberemos liberarnos”. (Aporte Resolución 1 del Primer Congreso Indio de Ollantaytambo, Cuzco–Perú, 1980).
Los misioneros jesuitas conocen al Charrúa en posesión del caballo, en lucha con el español y arreando ganado vacuno en vastas vaquerías en las campiñas entrerrianas y uruguayas.
De elevada estatura y robusta complexión, 1,68 para los hombres y 1,67 para las mujeres. Pero era usual, superar estas marcas.
Los Charrúas que se desplazaban por Entre Ríos eran esbeltos, altos y fuertes. Vivían desnudos. Un simple taparrabo de cuero de ciervo o puma para los hombres y una tela cubresexo para las mujeres.
Durante el invierno, se protegían con el clásico manto de pieles de pequeños mamíferos, cuyos cueros curtían con ceniza y grasa. Los pelos iban hacia el cuerpo y la parte exterior se decoraba con guardas y dibujos geométricos pintados, muy similares a los de Patagones y Chaqueños.
Cuando usaban este manto (quillango o quillapi) revestían una falda corta de cuero.
Al domar el caballo, hicieron los mantos con su cuero y los decoraron con su sangre.
Una suela en la planta de los pies, asegurada con correas a la altura de los tobillos, brindaba buen calzado.
Mucho les interesaba su estética. Ambos sexos se embellecían con vinchas, penachos de plumas, brazaletes de hueso, collares de pequeñas plumas coloreadas y valvas de moluscos.
Usaban el barbote (palo pequeño o barra de plata embutido en el labio inferior) como distintivo varonil, aunque, a partir de la conquista, su uso queda reducido al cacique.
Las rayas, número y ubicación, variable, conferían al tatuaje de la cara y el cuerpo, un especial significado.
Las jovencitas, en su iniciación, eran tatuadas con tres rayas azules que les atravesaban la cara, a través de la nariz y de una mejilla a otra.
Para guerrear, la pintura blanca en el maxilar inferior les confería un aspecto de particular ferocidad.
Les gustaba bañarse, especialmente en verano, no como diversión pues practicaban otras.
Debido a su continuo desplazamiento, la vivienda era un paraviento. Cuatro estacas, clavadas en el suelo, a las cuales se sujetaban varias esteras, que oficiaban de techo y paredes. Las esteras se confeccionaban con paja, espadaña y totora gruesa.
Asentaban sus campamentos, cerca de los arroyos, donde una decena de chozas albergaban otras tantas familias.
Pieles y hamacas completaban el mínimo ajuar para el descanso.
Al convertirse en jinetes, la movilidad se acentuó y constituyeron bandas de hasta cien miembros donde cada familia disponía de su toldo.
La parcialidad reconocía su propio cacique, de autoridad escasa.
Pero tenían caciques principales, guerreros de gran valor y baquía y cuyo mando congregaba gran número de individuos.
Las situaciones de peligro exigían convocar al Consejo de Guerreros y Ancianos.
La convocatoria de guerra se realizaba mediante señales de humo y una lanza, clavada en un árbol, era declaración de guerra entre grupos.
Cuando entraban enemigos a su hábitat, comenzaban a brillar las hogueras que significaban conflictos, posibilidad de ellos o guerra segura.
Antes de comenzar la lucha, el cacique arengaba a sus bravos guerreros, mientras las mujeres les infundían coraje con sus cánticos.
Sus maniobras eran sorpresivas y solían enviar espías para conocer las fuerzas enemigas y su disposición.
Las armas de los Charrúas fueron el arco y la flecha, con empleo de carcaj, suspendido del hombro como lo usaban los antiguos Patagones.
Las puntas de sus flechas y sus lanzas eran de piedra cuarcita o calcedonia talladas. Estas piedras forman bancadas en el lecho del Uruguay y las tallaban con gran habilidad.
Hondas, arcos y flechas eran armas para el caminante.
La lanza larga y las boleadoras, su arma más temible, fueron exclusivamente para el jinete.
Los estudios arqueológicos en la región suministran cantidad de piedras de bolas y puntas de flechas.
Y recordamos los párrafos de Fernando Assunçao:
“De los indios locales tomará un arma y útil de caza que alcanzará en sus manos el mayor desarrollo y rendimiento, la boleadora, de dos bolas y sin forrar las piedras, aumentando su seguridad y eficacia, tanto para la captura de vacunos y caballares, como de ñandúes, etc.”5.
Existe pues una zona fundamental, históricamente, dentro del área de la boleadora: regiones sureñas y pampeanas, mesopotámicas y litoraleñas y las cuchillas uruguayo–riograndenses. Allí la boleadora será el arma de guerra prioritaria y desde que dominan el caballo: Charrúas, Minuanes, Pampas, Guaraníes, Chanás y Tapes, luego acogida como herencia cultural de primer orden.
En el momento de la conquista los aborígenes usaban la bola perdida de una piedra y la boleadora de dos.
La bola perdida es de piedra o metal. Le atan un pedazo de lazo, la vuelan sobre la cabeza como una honda y la despiden a bastante distancia.
“Tengo para mí que la boleadora indígena se componía sólo de dos piedras, una mayor que era la que giraba en torno de la cabeza y la menor o manija que se retenía en la mano hasta arrojarla; esto explica la diferencia de tamaño y forma en que la mayor, ovoidal o esférica, guarda siempre proporción con la menor que servía de manija, de forma piriforme o convexa para adaptarla a la mano. Este tipo de boleadora charrúa se reproduce en la Pampa donde hasta hace poco se denominaba pampa a la boleadora de dos piedras”. (Martiniano Leguizamón: “El origen de las boleadoras y el lazo”) 6.
Durante los cambios de lugar, la mujer transportaba el ajuar doméstico en bolsas de cuero, que al adoptar el caballo incorporaron a él.
Habilísimos navegantes se deslizaban en canoas monóxilas de hasta doce brazas, excavadas en troncos. Eran excelentes nadadores desde muy pequeños.
Para comunicarse a distancia poseían un lenguaje de silbidos, imitación de gritos de animales y silbatos para señales.
Las comunidades se constituían con grupos sociales pequeños, integrados por diez o quince familias, gobernados por caciques en Consejo de Familias y considerando su capacidad.
Las mujeres cubrían numerosos trabajos: transporte de la toldería, cuidado de los niños, carneada, preparación de alimentos, atención de los caballos, iniciación de las jóvenes, ritos funerarios y otras más.
La poligamia y las separaciones eran muy raras, y en general, las parejas eran estables.
Cuando la mujer acusaba los primeros síntomas del parto, se aislaba cerca de una corriente de agua. Cuando nacía la criatura, lavaba al niño y luego lo frotaba y calentaba junto a su pecho.
Daban a luz con sencillez y soltura pues consideraban este acto como un hecho natural y espontáneo.
El niño se cargaba sobre la espalda, metido en una bolsa de cuero o tejido de fibras.
Los hombres dedicaban mucho tiempo a la caza de ñandúes y venados. Los perseguían a pie hasta agotarlos y envolverlos en redes. En estas carreras los más resistentes eran los aborígenes.
Los restos de cocina que los arqueólogos encontraron en antiguos paraderos, nos permiten conocer la existencia de ciervos, roedores, carpinchos, aparte de los ya indicados.
Aprovecharon de los animales la carne y los huesos para fabricar armas y objetos varios.
Prestaban gran atención al cuero, ya que este era aprovechado para vivienda y vestimenta, como los de lobito de río, zorro, puma, etc.
Al conocer el caballo y poseerlo se aficionaron a su carne, además de la vacuna.
Conservaban la carne de animales y peces secados al sol y la comían así, en su propia grasa, o asada.
Tenemos indicios de su predilección por aves, moluscos bivalvos, caracoles y huevos de ñandú, cuya yema sacaban a través de un agujero.
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