Gregorio López atribuye la fecha del Apocalipsis como perteneciente a los tiempos del emperador Domiciano (es decir, alrededor del año 95), representando la tradición patrística que se remonta a san Ireneo de Lyon. En aquellos tiempos los destinatarios de las cartas de san Juan vivían bajo la presión constante del entorno pagano. Es de notar que en Asia Menor del siglo i d.C. se extendió de una manera considerable el culto del emperador, por eso los cristianos de entonces se sentían amenazados por parte del Estado.[63] Aquellos que han renunciado a tomar parte en las ceremonias religiosas dedicadas al culto imperial podrían haber sido acusados de deslealtad, lo que podría acarrearles múltiples sanciones, que a su vez han sido parte de la experiencia laboral de los procónsules de la provincia; eso vemos en la correspondencia entre el emperador Trajano y Plinio el Joven, que desempeñó el cargo de gobernador de la provincia microasiática Bitinia.
En el Apocalipsis se transmite la espera trágica de las tribulaciones inminentes causadas por las persecuciones inevitables. Por eso san Juan hace llamamiento a los miembros de las comunidades microasiáticas a que manifiesten la valentía a “la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero” (Apoc. 3:10). Se exhorta a los fieles: “No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (2:10). Como ejemplo para seguir se menciona un cristiano llamado Antipas que fue víctima de persecuciones en la ciudad de Pérgamo (2:13).
Una opinión muy extendida es que el tema de martirio que es crucial para el Apocalipsis está vinculado con las persecuciones de Nerón que fueron el resultado de la acusación de los cristianos por el incendio de Roma. Algunos investigadores fecharon el libro del Apocalipsis en el tiempo de Nerón por las alusiones a las persecuciones nerónicas.[64] Sobre todo en relación con la imagen de la Bestia en el capítulo 13 que libra una guerra con los santos; en ese pasaje se reconocen muchos rasgos característicos del imperio romano, como sus brutales represiones. El problema del martirio se expone en Apoc. 6:9-10, donde san Juan experimenta una visión en cual Jesucristo quita el quinto sello del libro sellado y luego, bajo del altar de Dios, aparecen las almas de aquellos que perecieron por la palabra de Dios y por su testimonio que clamaban en voz alta: “¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?”. Como opina John Paul Heil, este es el tema clave del Apocalipsis, porque toda la narrativa subsecuente que muestra las manifestaciones de la ira de Dios es la respuesta a la pregunta de los mártires.[65]
Vemos que en el Apocalipsis se reflejó la situación contradictoria que afectó gravemente a las comunidades cristianas de Asia Menor. Acababan de pasar las persecuciones sangrientas de Nerón, la ideología estatal había propuesto la deificación del emperador, lo que implicaba exigencias severas a todas las clases sociales. Por una parte, Jesucristo resucitó y venció las fuerzas del mal, por otra, esas fuerzas demuestran su triunfo en el mundo. Eso generaba la inseguridad en el medio de los cristianos que empezaban a dudar en la veracidad del mensaje cristiano. En esas circunstancias se tuvo que reforzar la fe de la gente, por eso san Juan se encargó de dirigir sus epístolas a las comunidades microasiáticas y proponer una ideología que aclarara el tema de la soberanía de Dios en la historia. Dios aplica sus propias reglas en este mundo; los sufrimientos de los justos son necesarias para la purificación de la fe, y a pesar del triunfo temporal de las fuerzas del mal todos los malhechores serán castigados.
De hecho, la persistencia aparente del mal está enraizada en la voluntad de los seres humanos. La gente adora a la Bestia por su propia voluntad y Dios no quiere limitar ese libre albedrío (Apoc. 13:4). Adorar a la Bestia o no, ese es el problema de la decisión moral de cada persona, sea cristiana o no. Con todo eso el autor del Apocalipsis muestra con claridad que Dios dirige los rumbos de la historia social cuyo objetivo final es la salvación del género humano. Esa idea fue crucial en la obra de Gregorio López.
A lo largo de la historia Dios permite que pasen cosas malas y al mismo tiempo limita la eficacia de la maldad, y castiga a los pecadores. Los ejemplos de tales castigos se ven en el ciclo de las siete trompetas, cuyas imágenes se ven parecidas a las plagas de Egipto descritas en el libro del Éxodo (7-12). Esos castigos tienen como objetivo llevar a los pecadores a la penitencia, lo que se deduce de las palabras que concluyen ese ciclo: “Y los otros hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aun así se arrepintieron de las obras de sus manos ni dejaron de adorar a los demonios, y a las imágenes de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, las cuales no pueden ver ni oír, ni andar; y no se arrepintieron de sus homicidios ni de sus hechicerías, ni de su fornicación, ni de sus hurtos” (Apoc. 9: 20-21).
El castigo inevitable de los malhechores se dibuja en las visiones escatológicas de las siete redomas de la ira de Dios que llevan las plagas a los seguidores de la Bestia. Lo mismo se revela en la visión de la condena de Babilonia, la megalópolis violenta y cosmopolita cuyos habitantes se oponen a Dios. En el capítulo 19 se describe la segunda y gloriosa venida de Jesucristo. Después de la batalla escatológica final cuya descripción detallada no está en el texto, Jesucristo supera a los enemigos por sus fuerzas y por eso todos los adversarios son aniquilados casi de inmediato: la Bestia y el falso profeta se arrojan “dentro de un lago de fuego que arde con azufre” (19:20). Gregorio López vincula esos episodios escatológicos con las persecuciones de Diocleciano que terminan con el triunfo de la Iglesia.[66]
La aparición de la ciudad celeste de la Nueva Jerusalén es el final escatológico de todo el libro que habrá de manifestar la renovación de toda la criatura. La historia humana se termina no con los desastres y las catástrofes que iban a destrozar la tierra, sino con la transformación de la propia tierra, con el triunfo de la alegría que tendrá que experimentar cualquier alma humana al entrar a la presencia de Dios. Así lo comenta Gregorio López:
Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, quieres decir, quitarles a toda cosa de pena; y el que creyere que ha de poseer tal presencia, no se le hará difícil creer esto, y no habrá más muerte, porque estarán vivos con la vida; ni tristeza, porque tendrán alegría; ni clamor, porque poseerán todo lo que pueden desear; ni dolor, porque estarán en salud, y porque esta merced ha de ser para siempre, dice: porque estas cosas primeras se fueron; de manera que no quedará de ellas más que la memoria para alegrarse de los días en que fueron humillados.[67]
Hay que notar que esa descripción escatológica no se presenta como algo remoto o perteneciente al futuro inalcanzable. Algunos elementos que describen la Nueva Jerusalén se encuentran presentes en las epístolas a las siete iglesias de Asia. Cada mensaje tiene la siguiente estructura: se señalan las virtudes y la insuficiencia de cada comunidad, se delimitan las tareas para cumplir, luego sigue la exhortación a dar testimonio al mundo con valentía y al final se da la promesa a todos que saldrán vencedores. “Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén” (Apoc. 3:12), lo que es, según Gregorio López, “la visión perfecta, la cual descendió del cielo en Apóstoles y Fieles”.[68] Es decir, cada cristiano vencedor se hace partícipe de la ciudad celeste de la nueva Jerusalén y así se anticipa la plenitud escatológica del mundo futuro.
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