Incluso cuando en Estados Unidos la esclavitud y la democracia, el imperialismo conquistador, la colonización genocida y el capitalismo van de la mano, es decir, son indisociables, el ojo del filósofo y del politólogo no ve en ello nada problemático, ya que simplemente ignora su relación o la considera irrelevante para emitir un juicio sobre las instituciones. El caso de Hannah Arendt es sintomático, trágico y cómico a la vez.
Arendt analiza la revolución estadounidense y los fundamentos de sus instituciones, sin admitir jamás el hecho ineludible de que se trata de una democracia con esclavos construida sobre el genocidio de los “indios” que, tras la abolición de la esclavitud, mantuvo la segregación racial hasta los años 60 del siglo XX, seguida del encarcelamiento masivo de negros e hispanos, para reproducir hoy un racismo cuya virulencia contagia todas las relaciones sociales y permite acceder a la presidencia de la república a un supremacista blanco.
En su ensayo sobre la revolución, se plantea, muy sorprendida, una pregunta sobre la tradición revolucionaria que revela su cinismo o su ingenuidad: ¿por qué ningún revolucionario ha asumido la revolución estadounidense como modelo?
“El pensamiento político revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una revolución en el Nuevo Mundo”. Peor aún, “las revoluciones que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana”. 26
El hecho de no haber sabido incorporar las conquistas políticas de la Revolución americana, continúa la filósofa, fue un error que condujo al fracaso de la revolución porque se centró en la dimensión “social” de la Revolución francesa a expensas de la “fundación de la libertad” propia de Estados Unidos.
En el siglo XX, la revolución se convirtió en uno de los acontecimientos más comunes de la vida política, pero no en “todos los países y continentes”, como sugiere Arendt, sino sobre todo y casi exclusivamente en los países del Sur profundamente marcados por la esclavitud, la colonización, el imperialismo y el genocidio de los nativos. Los pueblos colonizados tenían todas las razones del mundo para no referirse a la “Revolución americana”, ni a su desarrollo, por su carácter profundamente esclavista, racista, imperialista y genocida. No podían aprender nada de ella, porque era todo lo que odiaban y querían destruir. Los pueblos colonizados estaban más bien de acuerdo con Samir Amin, quien, mirándola desde el Sur del mundo, la definía como una “falsa revolución”.
La libertad estadounidense está fundada sobre la mayor concentración de esclavos (4 millones) que ha conocido la historia, cinco veces más que la concentración de esclavos en las islas esclavistas del Caribe francés y británico.
Los “padres fundadores” fueron en su mayor parte propietarios de esclavos que pensaron seriamente en reivindicar esta institución al afirmar ser los continuadores de la polis griega y su tradición. Once de los quince primeros presidentes fueron propietarios de esclavos hasta 1860.
El relato de la revolución más política ha elidido cuidadosamente el hecho de que una de las razones de la revuelta de los colonos contra Inglaterra había sido salvaguardar esta institución, amenazada por los ingleses. La Constitución de Estados Unidos preservó y defendió la esclavitud sin nunca nombrarla. Se ocupaba directamente de la esclavitud en seis puntos e indirectamente en cinco. El texto protegía la propiedad de los esclavistas, autorizaba al Congreso a movilizar milicias contra las revueltas de esclavos, prohibía al gobierno federal intervenir para poner fin a la importación de esclavos por un período de veinte años y obligaba a los estados donde la esclavitud era ilegal a devolver a los esclavos que se escapaban de los estados esclavistas a sus amos.
Mientras Thomas Jefferson escribía “todos los hombres son creados iguales”, un hombre negro que nunca habría disfrutado de este derecho aparentemente natural aguardaba a un costado las órdenes de su amo. Era Robert Hemings, medio hermano de Martha Jefferson, casada con Thomas Jefferson, nacido de la relación del padre de Martha con una mujer negra en su propiedad. El padre de la revolución lo había elegido de entre sus trescientos esclavos para que lo acompañara a Filadelfia, de modo que pudiera garantizarle todas las comodidades, mientras el amo se dejaba llevar por la redacción de la Declaración de Independencia. Acosado por la posibilidad de una revolución esclavista como la de Santo Domingo, Jefferson prohibió la entrada al territorio estadounidense de todos los esclavos que, por una razón u otra, pasaron por Haití.
Para la elección de George Washington en 1789, el “Nosotros, el pueblo” que votó constituía solo el 6% de la población. El sistema electoral estadounidense todavía hoy está marcado por la esclavitud.
Se dice, incluso en los círculos de “izquierda”, que los estadounidenses no han sido imperialistas, aunque lo han sido desde el principio. La famosa frontera estadounidense es una frontera colonial, el ejemplo mismo de lo que es un imperialismo. Fue relanzada después de la “revolución”, porque el pequeño propietario rural, modelo del hombre nuevo democrático, solo podía realizarse si continuaba apropiándose de las “tierras libres”, masacrando a los indios y poblándolas inmediatamente de esclavos negros. Hollywood celebró esta serie de genocidios que llevaron a la extinción de los pueblos indígenas y su cultura como una aventura humana, motivo de orgullo. Entre 1776 y 1887, en plena democracia política, Estados Unidos se apoderó de más de 1500 millones de hectáreas de tierras indígenas por medio de tratados o por la fuerza.
La libertad política celebrada por la filósofa exiliada en Estados Unidos solo concernía a los blancos. En 1857, la Corte Suprema dictaminó que los negros, tanto esclavos como libres, eran descendientes de una raza “esclava”. “Nosotros, el pueblo” asume una significación muy precisa: “Nosotros, los blancos, propietarios”, que las revoluciones anticoloniales del siglo XX entendieron muy bien.
Los estados del Norte no entraron en guerra con los estados del Sur para abolir la esclavitud, sino para evitar la secesión. Durante la Guerra Civil, Lincoln había convencido al Congreso de financiar la repatriación de negros a África, porque si los blancos tenían problemas con los negros y los negros con los blancos, la solución consistía en deportar a la población negra a su tierra considerada original.
La abolición de la esclavitud no transformó al negro en un “trabajador libre”, sino que lo sometió al “trabajo forzado”. Después de la abolición formal de la esclavitud, Estados Unidos fue el primer Estado moderno en introducir la segregación racial y el primero en encerrar a los indígenas americanos en reservas.
El universalismo occidental tiene una aplicación ejemplar en las leyes de Jim Crow, en las que también se inspiraron los nazis. Si bien reconocen la igualdad jurídica, discriminaban a las personas por su raza.
La segregación escolar no fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Estados Unidos hasta 1954. Las otras leyes Jim Crow fueron derogadas por la Civil Rights Act [Ley de Derechos Civiles] en 1964 y la Voting Rights Act [Ley de Derechos Electorales] en 1965.
En “Europa y Estados Unidos”, según Foucault, los “suplicios” habían dado paso a un castigo “moderno”. En Estados Unidos, aun en la primera mitad del siglo XX, el suplicio de personas negras se ponía en escena y constituía un espectáculo que atraía a multitudes blancas.
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