El hecho de que el estado de excepción se convirtiera en la norma significa literalmente que se normalizó. Formalmente, se parece mucho más al poder arbitrario, continuo y permanente ejercido en las colonias por los Estados europeos que al poder excepcional de la “teología política” schmittiana. La colonización interna desarrolló a la vez el trabajo gratuito, precario, no remunerado y, necesariamente, una legislación de emergencia, porque esta creciente cantidad de trabajo no está disciplinada e integrada a los sindicatos.
De la misma manera, la crisis económica se normalizó, y perdió así su carácter de ruptura periódica y relativamente imprevisible, lo cual la vuelve igualmente continua y permanente. Lo que no significa estabilización, sino una inestabilidad más profunda y radical. La crisis ya no es el momento de resolución en el que una fase de acumulación termina para que otra pueda comenzar, sino una técnica de gobierno cotidiano que exige constantemente la urgencia. Ya no determina una ruptura que marca un antes o un después, como la crisis de 1929, sino que produce los grises procedimientos de la política monetaria, al apoyar, a distancia, un crecimiento que no quiere crecer y la triste gobernanza de un escenario hundido en el estancamiento. El regocijo que procura un crecimiento del 0,5% y el miedo provocado por un desempleo de -0,5% son los extraños pasatiempos que animan a nuestras élites.
La eliminación del enemigo político histórico, la clase obrera, dejó al capital en una posición de fuerza. Pero la eliminación del conflicto controlado por los sindicatos y los partidos del movimiento obrero les quita al capital y al Estado la capacidad de leer la sociedad y de prever lo que pasa en ella, privándolos de la posibilidad de anticipar el conflicto (y seguramente no serán las plataformas digitales las que podrán reconstruir este poder de anticipación). El enemigo no tiene rostro, es imprevisible e inanticipable, a pesar de la movilización de todo el conocimiento estadístico, el cálculo de probabilidades y las simulaciones posibilitadas por las tecnologías digitales.
La posibilidad de ruptura está siempre presente, pero permanece indeterminada; la posibilidad de un sujeto insurreccional es una amenaza incesante para el poder, pero es imposible de captar antes de su irrupción en el espacio político. La inestabilidad es, por lo tanto, estructural, permanente, continua.
Las raíces de este cambio en la organización del poder político y económico deben buscarse en el pasaje de la lucha de clases a las luchas de clases. Si este pasaje plantea una serie de dificultades para la construcción de un sujeto político revolucionario, también constituye un rompecabezas para el poder que cree resolverlo con la panoplia de poderes represivos (policía, racismo, sexismo, restricción del espacio público, etc.) o tecnológicos.
3. LA COLONIALIDAD DEL PODER
La idea de raza es, sin ninguna duda, el instrumento de dominación social más eficaz inventado en los últimos quinientos años. Producida al comienzo de la formación de América y el capitalismo, durante el pasaje del siglo XV al XVI, se impuso en los siglos siguientes sobre toda la población del planeta, integrada a la dominación colonial de Europa […] Sobre la noción de raza se fundó el eurocentrismo del poder mundial capitalista y la distribución mundial del trabajo y los intercambios que resultaron de él.
ANÍBAL QUIJANO
Cuando el saber occidental plantea la cuestión del poder, el Estado y la política, no sale de los límites territoriales del Norte del planeta. Habrá que esperar la afirmación de las luchas de los colonizados y de las mujeres para que comience a surgir un descentramiento del análisis.
La teoría de la colonialidad del poder, sobre todo en la versión de Aníbal Quijano, a quien debemos la introducción del concepto en 1992, resalta la especificidad de la lucha de clases entre blancos y racializados a partir del racismo y el sexismo. 22
El interés de esta teoría radica menos en la reconstrucción histórica de las relaciones raciales entre clases que en su actualidad. Gracias al proceso de “colonización del centro” iniciado en los años 70 del siglo pasado, pasó a formar parte del arsenal de dispositivos de poder movilizados en los países del Norte para gobernar las clases (una gobernabilidad que escapa a la pacificación del concepto, ¡incluso en Foucault!).
La colonialidad del poder también profundizó y generalizó los resultados del análisis de Carl Schmitt sobre la función de las colonias en la constitución del Estado, al vincular en diferentes lugares las relaciones que hemos establecido entre el capitalismo y las realidades precapitalistas, en sintonía con algunas de las afirmaciones hechas por las feministas en la década de 1970.
La colonialidad se constituye a partir de la conquista de América y se estructura a lo largo de todo el siglo XVI. Se distingue radicalmente del poder ejercido según la lógica jurídico-política europea, ya que se manifestó por una serie de técnicas que, para hablar como Foucault, actuaban directamente sobre los cuerpos, clasificando y jerarquizando por la fuerza las poblaciones conquistadas a partir del color de la piel y del sexo (la división racial a partir del color no se produjo de inmediato con la Conquista, sino solo después de que los esclavos negros fueran puestos a trabajar en América).
La colonialidad no se ejerce sobre sujetos de derecho, sino sobre cuerpos vivos. La reproducción de clases y la valoración/desvalorización de las vidas se superponen.
No es asimilable, aunque se vincule, al concepto de colonialismo. Este último se refiere a una “estructura de dominación y explotación” de una población por otra, como siempre ha ocurrido en la historia, pero esto no siempre ni necesariamente implica relaciones de poder racistas. En el transcurso de los últimos quinientos años, la colonialidad ha demostrado estar más arraigada y ser más duradera que el colonialismo, ya que lo ha sobrevivido.
La conquista de América produjo nuevas categorías, en particular las de raza y racismo, que siempre funcionaron junto con otro concepto de origen colonial: la etnia. La pareja raza/etnia (la esclavitud para los negros, las diferentes formas de trabajo forzado para los indígenas, etc.) constituye un dispositivo de sujeción que duplicó la división del trabajo mediante la producción de subjetividades sumisas, inferiorizadas, objeto de una discusión erudita sobre si tenían o no tenían alma. El papado decidirá por el alma, pero las prácticas del poder seguirán ejerciéndose como si los esclavos, los negros, los indígenas estuvieran desprovistos de ella.
Las relaciones de poder no se derivan exclusivamente de la estructura económica. La colonialidad es una relación de poder que nació estrictamente ligada a la explotación económica, pero que no puede reducirse a ella. Las modalidades de organización del trabajo cambian, incluso pueden desaparecer, pero la pareja racismo/etnicismo continúa existiendo. La acumulación mundial, según Quijano, no implica solamente a las “clases sociales ‘industriales’”, sino también a las clases de “‘esclavos’, ‘siervos’, ‘plebeyos’ y ‘campesinos libres’”.
Quijano lo reconoce: solo con “la irrupción de las cuestiones de subjetividad y de género” planteadas por las feministas es posible escapar de los límites de la concepción de poder que plantean el liberalismo y el marxismo:
El poder es un espacio y una malla de relaciones sociales de explotación/dominación/conflicto articuladas, básicamente, en función y en torno a la disputa por el control de los siguientes ámbitos de existencia social: (1) el trabajo y sus productos; (2) en dependencia del anterior, la “naturaleza” y sus recursos de producción; (3) el sexo, sus productos y la reproducción de la especie; (4) la subjetividad y sus productos materiales e intersubjetivos, incluido el conocimiento; (5) la autoridad y sus instrumentos, de coerción en particular, para asegurar la reproducción de ese patrón de relaciones sociales y regular sus cambios. 23
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