Maurizio Lazzarato - ¿Te acuerdas de la revolución?

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El tríptico clase, raza, sexo (al que se le puede agregar la ecología) corre el riesgo de banalizarse en los programas de estudios universitarios, en las nuevas mercancías culturales o en las reivindicaciones inofensivas (lo común, el «cuidado», la relación con uno mismo, la defensa de la «naturaleza», etc.), y, por lo tanto, corre un doble peligro.
El 8 de octubre de 1858 Marx le escribe a Engels una carta en la que vaticina tres puntos fundamentales de su pensamiento: el marco de la revolución será el mercado mundial, el espacio donde surgirá será Europa y la fuerza que la encarnará será la clase obrera.
A partir de la lectura de esta carta, Maurizio Lazzarato reflexiona sobre los alcances y las limitaciones que la revolución tuvo a lo largo del siglo pasado y comienzos de este. ¿Se cumplió lo propuesto por Marx o sucedió todo lo contrario?
En una suerte de historia crítica de la revolución, Lazzarato se detiene en el pensamiento de referentes intelectuales como Gramsci, Foucault, Negri, Deleuze, Guattari, Latour, pero también analiza las tesis de Frantz Fanon y Carla Lonzi, porque es imprescindible sumar las luchas de los colonizados, las mujeres, los estudiantes y las nuevas generaciones de obreros, materializadas en el movimiento Ni Una Menos, la revuelta estudiantil chilena, la Primavera Árabe, entre tantos otros acontecimientos.
Lazzarato sostiene que sin revolución el contenido de la lucha y las posibilidades de una verdadera resistencia quedan en manos de la máquina capital/Estado y despliega un balance implacable de las rupturas revolucionarias de los últimos tiempos como posible punto de partida para repensar la revolución en nuestros días.

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La acción del Estado normativo, a pesar del deseo nazi de privatizar sus funciones delegándolas en agencias no estatales (anticipando los proyectos neoliberales), está confinada en un espacio definido, aunque muy amplio. Esta acción administrativa es necesaria para el “sistema económico capitalista”, cuya prosperidad depende de un orden jurídico que garantice tanto la seguridad como la previsibilidad en el mediano y largo plazo. Solo un orden legal, un orden de normas jurídicas, puede proteger la acción capitalista de la intrusión impredecible del poder político y asegurar la estabilidad de la propiedad, la empresa, los contratos y el dominio sobre la clase obrera.

Estas afirmaciones pueden sorprender a quienes piensan el nazismo como una anomalía de la historia, un paréntesis en el despliegue pretendidamente pacífico del capital y el Estado. Fraenkel nos recuerda que el nazismo es el “resultado de los desarrollos más recientes del capitalismo”.

La supervivencia del “capitalismo alemán necesita de un doble Estado, arbitrario en lo que concierne a su dimensión política y racional en lo que concierne a su dimensión económica”. El Estado normativo garantiza la continuación de las ganancias, mientras que la clase trabajadora está “sujeta a la injerencia ilimitada del Estado policial”.

La autonomización del estado de excepción nazi del Estado normativo, que se irá afianzando progresivamente, es el resultado del riesgo que asumieron los capitalistas al apoyar explícitamente el acceso de los nazis al poder. Con la Segunda Guerra Mundial, el estado de excepción se convertirá en Alemania en un Estado suicida, provocando con su caída la marginación del Estado administrativo.

2.2. El ordoliberalismo y el estado de emergencia

Durante el transcurso de la Guerra Fría, continuará la integración del funcionamiento del Estado administrativo y del estado de excepción a la lógica de la acumulación. Esta imbricación creciente entre capital y Estado, teorizada por el ordoliberalismo, culminará en el neoliberalismo. Si el Estado administrativo se convirtió en un apéndice de la economía neoliberal, el estado de excepción acompañó continuamente el desarrollo de la máquina del capital, transformándose en la “norma” y constitucionalizándose en el estado de urgencia (o de emergencia). Esta relación entre capital y Estado, entre soberanía y producción, puede invertirse, en el sentido de que puede parecer que la soberanía controla la producción, como en China. Pero incluso en este caso, se trata de una integración dentro de un todo orgánico, porque el poder del Estado no es nada sin la producción.

A partir de la crisis de 2008, ha habido mucha discusión sobre el giro autoritario del Estado (y del neoliberalismo). Pero esto no es ninguna novedad, ya que constituye una alternativa que ya estaba presente en los Treinta Años Gloriosos en Alemania, precisamente bajo la dirección de los ordoliberales. Se diría que Foucault no se dio cuenta de que la “economía social de mercado” necesita de un “Estado social autoritario” para poder funcionar. Desde siempre, el “mercado” necesita del poder soberano y su violencia arbitraria para poder existir.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en el Norte, tras el nazismo, el fascismo, las guerras civiles europeas y dos conflictos mundiales, la máquina del capital adoptó la forma de la racionalidad económica, la producción, el sistema político democrático, el bienestar. Sin embargo, la violencia (directa) no desapareció, siempre estuvo ahí, debajo de la capa muy delgada de la sociedad de “bienestar”, y bastaba cualquier crisis para desgarrarla.

El ordoliberalismo construyó y requirió la función del Estado soberano bajo nuevas formas que en la década de 1960, Hans-Jürgen Krahl denominó “Estado social autoritario”. 21

La ideología de los Treinta Años Gloriosos describió este período como un “largo río tranquilo”, pero tan pronto como las luchas obreras y las “crecientes expectativas de las poblaciones” en el Norte, así como las revoluciones antiimperialistas en el Sur, hicieron caer las tasas de rentabilidad de las inversiones, el estado de emergencia y, en determinadas situaciones, el estado de excepción fueron invocados de inmediato. Hacia fines de los años 60, cuando la ruptura subjetiva de los oprimidos se vislumbraba en el horizonte, la “situación de emergencia” tanto como la evolución hacia nuevas formas de fascismo ya podían distinguirse claramente.

La acción del fascismo no es coyuntural y excepcional, sino que forma parte de las opciones estructurales a disposición de la máquina de dos cabezas capital/Estado, especialmente en Alemania, donde borró la historia y la memoria de la organización obrera más importante de Occidente (“el fascismo desorganizó a la clase obrera, reduciéndola a una clase en sí”).

Krahl señala que lo que él llama el “Estado social autoritario” se convirtió en el tema de la reforma social para “evitar que las masas asalariadas se organizaran y se asociaran”.

El Estado “debe intervenir constantemente en el proceso económico”, convirtiéndose así en el “capitalista colectivo ideal”. Esta intervención sistemática fue descrita y organizada por los ordoliberales y analizada por Foucault, pero Krahl captó algo que tanto a Agamben como al filósofo francés parece que se les escapa, a saber, la “normalización” del estado de excepción. A diferencia del viejo Estado liberal, el Estado social autoritario, “para instaurar el fascismo […] ya no necesita pasar por grandes catástrofes naturales en la economía, sino que puede convertirse en un Führer tecnológico y fascista sin tener que recurrir a un Führer personal”.

Para establecerse, el estado de excepción ya no recurre a rupturas radicales, sino a simples decretos, leyes o actos administrativos. Lo que despliega, fortalece, expande son los poderes de la policía y del Ejecutivo. El Estado social autoritario, a diferencia de lo ocurrido en la primera mitad del siglo XX, es capaz de hacer pasar a la sociedad “a la situación de emergencia definida por Carl Schmitt” sin ninguna “ruptura de legitimidad jurídica y política y sin tener que recurrir a un golpe de Estado”.

Si es necesario, el Estado puede “destruir las instituciones democráticas […] a través de los instrumentos del Ejecutivo autoritario”, lo que el neoliberalismo hace a la perfección. Esta tendencia a la primacía del Ejecutivo, inaugurada durante la Primera Guerra Mundial, sufrió una aceleración y una estabilización paulatina durante el período de posguerra, y con el neoliberalismo, se radicalizó. De esta manera, otro umbral de integración de la máquina de doble cabeza fue traspasado.

El estado de emergencia, las nuevas políticas autoritarias, incluso las formas de un nuevo fascismo, racismo y sexismo coexisten con la “sociedad del capital”, porque esta última es incapaz de reproducirse a partir únicamente de su poder de producción y de consumo y de su “poder semiótico e icónico”.

La declaración del estado de emergencia en Francia durante los ataques terroristas de 2015 (nunca revocada e incluso inscripta en la Constitución) y la declaración del estado de emergencia sanitaria en 2020 –las leyes liberticidas que el presidente francés Emmanuel Macron no ha dejado de promover– fueron votadas por el Parlamento tal como lo describió Krahl: sin trabas, sin tirar un solo tiro, sin crisis política importante.

El estado de excepción perdió el carácter excepcional, el oscuro y trágico poder de intervención y decisión que le atribuía Schmitt. De puntual y temporal, pasa a ser continuo y permanente, y adquiere la dimensión más banal de la norma y la policía.

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