El capítulo XV, reafirma que todo aquello que pueden hacer los varones, pueden hacer también las mujeres: ¿Acaso el hombre más rico en dones y perfecciones no fue Adán y una mujer lo humilló? Agripa enumera casos similares tomados de las Escrituras para ilustrar su afirmación (pp. 50-51) para, en capítulo siguiente (XVI), ahondar en los riesgos de la fe y declarar que, en tanto es más profunda en las mujeres, sus penas son (y deben ser) más leves que para los varones (pp. 52-56). El capítulo XVII remite a los principios de Aristóteles a fin de probar la excelencia de las mujeres, lo que no deja de ser bastante sorprendente habida cuenta de las afirmaciones aristotélicas en la Política y de la Ética , como hemos visto, sobre la condición de las mujeres. Nuevamente, el argumento que construyó Agripa es ingenioso y pretende probar que la mujer es mejor en su género que el varón (pp. 57-58). Presenta varias formulaciones, una es la siguiente: «sabemos que la criatura más mala y más viciosa de todas es el varón; sea porque Judas traicionó a Jesucristo; sea porque un hombre será el Anticristo /…/» y no hay mujeres que hayan cometido traiciones semejantes, «mujeres cuidaron a Cristo en la cruz»; «mujeres lo recibieron cuando resucitó /…/». A decir verdad, que este tipo de argumentos es poco consistente y no hubieran satisfecho a Aristóteles por lo problemas formales que involucran. No obstante, sea como fuere, en el capítulo siguiente (XIII) Agripa resuelve que al varón corresponde el mal y a la mujer el bien, con la sola excepción de Betsabé (p. 62), afirmación que trata de sostener con ejemplos: las cárceles están llenas de varones, no de mujeres; los homicidas y traidores son varones, no mujeres; los varones engañan más a sus esposas que la inversa (pp. 66-67), entre otros de tenor semejante.
En una suerte de nuevo inicio argumental, Agripa afirma en su capítulo XX, que todas las Artes que se denominan Liberales fueron inventadas por mujeres, lo que da muestras de su capacidad y de su virtud, elaborando a continuación una larga lista de mujeres ilustres donde –según la usanza de la época– mezcla tanto matronas romanas como diosas. El capítulo siguiente está dedicado a los malos maridos que «hacen malas esposas». Presupuesta una relación casi pedagógica entre marido y mujer (recuérdese que se solía casar a las muchachas hacia los quince años, con varones que muchas veces les doblaban la edad, o más), Agripa hace deber del marido educar bien a la esposa, y por tanto lo responsabiliza de los defectos que ésta pudiera tener. En el mismo capítulo se refiere al don profético de las mujeres y enumera casos bíblicos para probar sus dichos. (pp. 68-73)
Retoma su idea principal de que nada pueden hacer los varones que no puedan hacer también las mujeres, en el capítulo XXI, donde afirma:
Nadie duda que las mujeres no puedan hacer todo lo que los varones hayan hecho jamás, vamos a probar con múltiples ejemplos, que los varones no han hecho nunca algo tan grande y notable, del género de acción que sea, que las mujeres no hayan hecho también con tanto brillo y éxito. (p. 73)
Todo el capítulo está dedicado a nombrar mujeres relevantes, desde las Amazonas a Hildegarda de Bingen, desde las hijas de Pitágoras a Lucrecia (pp.73-77). En parte, esa lista todavía se continúa en el capítulo siguiente, bajo la apreciación de que «las mujeres saben todas las cosas naturalmente». (p. 77) En esa línea, los ejemplos giran en torno a una suerte de «saber natural» o espontáneo de las mujeres que, claro está, las eximía de recibir clases de los pedagogos, como sí lo hacían sus hermanos varones, con el magro benéfico que ello importaba. (pp. 78-79) De todas esas virtudes naturales , según Agripa, la prudencia y la sabiduría parecían ser las más propias de las mujeres. De modo que nuevamente en el capítulo XXIII, Agripa apela a una lista de mujeres ilustres, y no solo en las Artes y las Ciencias médicas sino también en las Armas (pp. 80-82). A ese respecto, el capítulo siguiente destaca la valentía de las mujeres, no sólo en la protección de sus hijos, sino en el cuidado de su castidad o en la defensa de su país. Los ejemplos, como es de esperar, son Las Sabinas, nuevamente Lucrecia y claramente la Doncella de Orleans, Juana de Arco. (pp.82-86). Las ponderaciones se prolongan en el capítulo siguiente, donde Agripa vuelve a recorrer la historia de Roma y para enumerar a las romanas valientes (Las Sabinas, Augusta), las Emperatrices bizantinas y las hijas y madres que compartieron la gloria y el destierro con padres y esposos. (pp. 87-91)
Los privilegios que las leyes civiles les concedieron a las mujeres como compensación de sus capacidades, son enumerados en el capítulo XXIV:
Las mujeres tienen grandes privilegios en lo que respecta a su dote. Las leyes lo expresan en diferentes apartados del cuerpo del Derecho. Está ordenado para asegurar a las mujeres que su reputación no se verá afectada, no pueden ser encarceladas por deudas civiles, y en algunos casos, la ley amenaza de muerte al juez que las haga encarcelar. (p. 92)
No dice Agripa si esto era así solo en Burgundy donde, como vimos, en calidad de regente primero y de gobernadora después, rigió con mano severa Margarita de Austria, o si esto era así también en otros países, según tradiciones o leyes antiguas más extendidas. Lo cierto es que en el capítulo siguiente Agripa vuelve a su leiv motiv de que las mujeres son capaces de hacer todo lo que hacen los varones, y aún mejor que ellos, (pp. 93-95) retomando ejemplos históricos, en su mayor parte tomados de casos de reinas de España. No sabemos si la elección de ese reino a modo de ejemplo fue también una concesión a Margarita de Austria o si efectivamente la legislación española de la época reconocía más derechos a las mujeres que la ley germánica. En todo caso, la Ley Sálica no rigió en España sino hasta mucho después, apelándose antes a estratagemas como la «declaración de locura de Juana», heredera legítima del trono.
En los capítulos XXVIII y XXIX, Agripa consideró que los hombres ejercieron «la tiranía y la ambición» contra las instituciones naturales y, al mismo tiempo, sojuzgaron a las mujeres «negándoles ser capaces de hacer grandes cosas», (p. 96) y casándolas «a la edad de la pubertad con maridos que las dominaban o encerrándolas de por vida en monasterios». (p. 97) Sin embargo, «las últimas legislaciones» (desconocemos a cuáles se refiere Agripa) ven a las mujeres como realmente son: superiores a los varones, por tanto, éstos deben verse obligados a cederles autoridad, porque ni las leyes naturales, ni el creador, y menos aún la razón las obliga a ser infelices, carecer de educación, y tener un destino incierto. En suma, los varones no pueden obligar a las mujeres a servirlos. Hay varones que quieren ver en las Escrituras una disculpa a su tiránica autoridad; creen que la dominación está establecida por la palabra de Dios, y a él apelan constantemente, «repitiendo este pasaje de San Pablo: Que las mujeres sean sumisas a sus maridos; que las mujeres callen en la iglesia». (p. 99) Pero ese es el orden de la disciplina eclesiástica: que se prefiera a los varones en el ministerio sagrado, de la misma manera que los judíos se preferían en el orden de las promesas. Pero Dios no hizo excepciones; en Jesucristo no hay varón o mujer, sino una nueva criatura. (p. 99) Por tanto, «La dignidad de las mujeres –agrega Agripa– es la misma que la de los varones. (p. 100)
El último capítulo es una breve recapitulación de la obra donde Agripa reafirma su hipótesis fundamental y declara no haber escrito este discurso ni por vanidad, ni para cosechar alabanzas, sino por amor a la verdad, en la creencia de que guardar silencio al respecto es criminal porque priva al bello sexo de los elogios que se le deben. Con ese objetivo expuso, por tanto, las razones de la grandeza y de la excelencia de las mujeres.
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