Miguel Bornaschella - La satisfacción de haberlo logrado

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"Mi historia es otra historia más, tan sencilla y delicada como la de cualquier otro inmigrante italiano. Pero con tantas ansias de superación que es lo que termina por diferenciar a unos de otros y con la satisfacción de haberlo logrado. No por el reconocimiento público, ni por la superación al semejante, sino por la superación a sí mismo. Me daré por satisfecho si puedo dejar en claro que me he superado porque así lo siento cada mañana y cada noche y sigo intentando hacerlo día a día" (Miguel Bornaschella).
"La vida me tenía reservada su confianza para llevar a cabo este relato. No solo eso, sino la oportunidad para repreguntar, el espacio necesario que me ha dado para poder inmiscuirme en sus sentimientos y poder conocer no solo lo necesario sino todo lo que la curiosidad demandaba para completar el panorama. Gracias a unas y otras he podido situar ante mis ojos una historia tan emocionante que no creo que la pluma tenga la habilidad de detallar con la fidelidad necesaria" (Alberto Miramontes).

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Era mi padrino y el de todos mis hermanos, y mi corazón y mis recuerdos le están agradecidos porque se ha ocupado diligentemente de considerarnos, en la ausencia de mi padre, con consejos y cuestiones más terrenales. En aquella ocasión se ofreció a llevarme unos días a su casa, distraerme y despejarme la culpa. Fue una semana inolvidable. Carmela, la esposa del padrino me mimaba con la misma ternura con la que había mimado a sus hijos que ya habían crecido y eran muchachos. Tenían un camión en el que los acompañaba y me mostraban otras partes del pueblo, que era como conocer otras partes del mundo. Así y todo, cuando como parte del recorrido volvíamos a lugares cercanos a mi casa, rogaba al Dios que llevaba adentro que no fuera este el momento de volver al hogar.

Por entonces papá aún no regresaba, ni había planes al respecto ni ninguna novedad al respecto. Sin embargo, tenía un intercambio epistolar con mi tía Aída, su hermana, que lo intrincaban en un laberinto de mentiras que finalmente detonaría en la negativa de mi padre de volver a Italia.

Antes de eso tuve otra marca en la memoria. Al pueblo llegó un nuevo maestro, con su mujer y su hijo. Puntualmente volvía por las tardes, se bajaba del ómnibus y caminaba cuatro cuadras hasta su casa. Tal vez en aquellas oportunidades vi nacer mi vocación comercial prestadora de servicios, de manera que más temprano que tarde me ofrecí a llevarle su cartera y el maestro me recompensaba con algún dulce. No sé si me parecía justo o no, pero me interesaba más perseverar con paciencia buscando recompensas mayores. No me equivocaba porque al tiempo el hombre le compró una nueva pelota a su hijo, y me regaló la usada a mí. Tampoco evalué si era justo o no. La emoción no me dio tiempo porque el corazón se me salía por la boca, cuestión que no me impidió agradecer convenientemente al maestro. La llevé a casa abrazándola con una fuerza inusitada hasta que la dejé en la otra punta de la mesa. Cuando terminamos de cenar nos visitaron mi tío Pedro y su hijo Emilio. Salimos a jugar con él, uno a cuatro metros del otro. Le di mi primer empujón con el pie a la pelota, despacio, cuidadoso. Emilio la devolvió con menos cuidado y con mucha fuerza encaminándola a un destino final por la ladera de la montaña, o vaya a saber por dónde, porque nunca más la vi. La buscamos esa misma noche, mi madre, el tío Pedro, Emilio y yo. La buscó mi madre, al alba, bien temprano, en vano. También yo supe entonces qué era la resignación.

Mi madre, que ya había perdido la cuenta de resignaciones posibles, pretendía no volver a sumar otra y empezó a cargar contra mi padre poniendo en fecha el cumplimiento del pacto. Seguramente todo hubiese estado puesto en su sitio si no hubiese sido por los comentarios que la tía Aída le hacía llegar a los otros hermanos de papá y que más temprano que tarde llegaron a sus oídos. El caso es que con olor a chisme y por motivos desconocidos ponía en duda la honestidad, la intimidad y la lealtad de mi madre. Su intención no tenía siquiera el rango de rumor, nadie más que Aída daba crédito a aquella calumnia, pero la distancia y la comunicación intrincada sembraban el desconcierto y la desazón. Enterada mi madre no arremetió con venganza ni odio, directamente no le daba entidad. Pero con doce mil kilómetros de distancia no estaban dadas las condiciones para que mi padre pudiera poner las cosas en su sitio y separar el chisme de la seguridad. Todos los motivos que pudiera haber tenido para no afrontar la situación adecuadamente, convencido que estaba de la honradez de mi madre, los hubiese considerado válidos ahora. La única solución que al fin de cuentas mi padre encontró era que todos nos encontráramos en la Argentina y continuemos la vida para siempre aquí.

Mamá apenas hizo un intento por convencerlo, el que pudiera caber en una carta más, pero no mucho más que eso y pronto pasó por alto todas las cláusulas del pacto. Entonces Don Giovanni en la Argentina les dio inicio a los trámites para solicitar que mi madre, mis hermanas y yo emigráramos también. Era un paso necesario para que nos otorgaran los pasajes para el viaje y fue aprobado el 31 de enero de 1955. A principios de marzo, mi madre continuó con su parte en Italia. Tuvimos que trasladarnos a Campobasso, donde obtuvo su pasaporte en el que también estábamos incluidos los demás. Desde allí nos trasladamos al puerto de Génova para someternos a los exámenes de aptitud psicofísica. Las cosas parecían estar en su punto, esperando el momento de partir. Para ello faltaba una notificación que nos llegaría confirmando la fecha de partida y el buque asignado. Pero todavía faltaban cosas por resolver. Durante los dos días que duró el examen de todos nos hospedamos en el hotel de la emigración que estaba en las inmediaciones del puerto. Alguien allí nos advirtió de un error en el pasaporte: mi hermana Josefa estaba anotada como Giuseppe, de manera que el incordio llegado el momento haría imposible la partida si no se subsanaba adecuadamente. Entonces volvimos al pueblo y al otro día mi madre tuvo que retornar a Campobasso, con la misión de hacer corregir la “e” por la “a” y darle a mi hermana la identidad que le correspondía.

Tomada la decisión de partir, y más aún, con el carácter de las decisiones de mi madre que no tenían marcha atrás, toda la casa y el ánimo de todos andaba alterado todo el tiempo. Mi madre no entraba dentro de su cuerpo tratando a cada minuto de no dejar nada librado al azar. Los trámites, las cuestiones pendientes y lo que verían sus ojos cuando tuviera delante de ella la vida y el paisaje que la esperaba del otro lado la mantenían en vilo todo el tiempo. La decisión de vender sus propiedades, las que había heredado de su familia, era lo que más la sometía en estado de incertidumbre. A cargo de aquella cuestión quedó el padrino Antonio, el mismo que me había regalado, junto con su familia, una semana en la que conocí otro mundo. Algunas cosas se vendieron y otras quedaron arrendadas y también quedó a cargo de su administración. Muchos años después comprendí el recelo de mi madre en cuanto tenía que hacer efectivo de sus propiedades para invertirlas, recuperarlas, en un lugar que nunca estuvo bien descripto y que no imaginaba. Después de los chismeríos cruzados de Aída, mi padre tenía la intención, por miedo o por la imperativa necesidad de olvidar, de no volver nunca más a Italia, y lo cumplió a pie juntillas. De forma que seguir teniendo propiedades era infértil e inútil. Desde entonces y hasta un tiempo después de habernos instalado en la Argentina, todas las propiedades se fueron liquidando.

A fines de marzo llegó la notificación oficial. El 1 de abril partíamos del Puerto de Génova, en la nave Giulio Cesare. Tuvimos suerte. Aun cuando viajábamos en tercera clase, era un transatlántico de lujo. Mi madre no tardó mucho en juntar las pocas cosas que teníamos. Alcanzó una valija y un baúl. Nuestra ropa, vajillas y útiles de cocina que en el largo recorrido de los tiempos he tenido la dicha de conservar. También mamá cargó con herramientas de labores del campo, su vestido de casamiento, algunos libros de mi padre, unas pocas fotos y la certeza que nunca más, y aún con la convicción de saber que no era la mejor opción, que nunca íbamos a regresar. A último momento arrimó a la valija y el baúl una bolsa con ovillos de lana y agujas para tejer cosas que nunca tejió, pero de la que no se desprendió hasta que llegamos a Buenos Aires.

En menos tiempo que lo que mamá terminó de empacar, la noticia de nuestro viaje corrió por el pueblo de boca en boca desde nuestras casas vecinas y hasta el valle. Nuestra casa fue un desfiladero de gente. Mi madre tenía veintidós ahijados y todos puntualmente pasaron a saludarnos, sus familias, otras familias y vecinos. Ella misma contaba a unos y a otros, a cuál rincón del mundo íbamos a ir a parar.

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