Un domingo a la salida de la misa, una mujer con su embarazo ya avanzado se detuvo a enfrentar al responsable, que no venía cumpliendo sus obligaciones y con sus anteriores promesas. Se detuvo delante de él. Al poco tiempo la mujer supo que la conversación era inútil pero nunca había imaginado que la premeditada reacción que venía madurando en muchas noches de insomnio, hubiese estado ahora tan justificada. El hombre la despreció, la insultó y después intentó apartarla con su brazo para continuar su camino. Fue lo último que hizo. La mujer sintió que la sangre se le hacía espuma y que le marcaba el destino definitivamente. De sus ropas desenvainó una cuchilla que tenía el tamaño en proporción a la tragedia y la llevó hasta el fondo de la humanidad del hombre dejándolo siquiera con el tiempo suficiente como para sufrir su propia muerte. La mujer tuvo a su hijo en la cárcel. El niño creció y estudió en allí y se hizo un hombre de bien, licenciado en Comercio Internacional, que en la actualidad vive en París, que vuelve frecuentemente a su pueblo y al cual tuve el gusto de conocer.

“Entre Nápoles y Roma, entre el Adriatico y el Mediterraneo”; de esa forma ubico en el mundo y en Italia a Montaquilla.
El árbol genealógico de la familia Bornaschella, desde mis abuelos hasta mis hermanos y yo.
El pueblo se ha ido construyendo en torno a la montaña, se presume en defensa de invasiones desde tiempos remotos.

Mi madre trabajo a la par de mi padre. Bien temprano ordeñaba la vaca y procesaba la leche para preparar la ricota y el queso. Aquí se me puede ver: el mas pequeño de todos, junto a mi madre y mis hermanos.

Otra de las ocupaciones comunes de todos los días era ir a la fontana, portando la tina de cobre y recorrer trescientos metros para recoger el agua. Desde el lado positivo se lograba integrar un vínculo social.
La tina donde mi madre recogia el agua de la fontana del pueblo.
El trapiche utilizado para prensar la uva y las aceitunas, para luego procesar el vino y el aceite de oliva.
Torchio utilizado para prensar la uva luego de la molienda durante el proceso de elaboración del vino. El que se ve aquí fue construído por el “bisnono” Pasquale alrededor del año 1900.
Hacia 1945, al producirse la avanzada del ejército americano determinó el principio del fin de la guerra.
Luego de la retirada del ejército americano era muy común encontrar abandonadas municiones de todo tipo, ropa de los soldados, frazadas e incluso, restos de los jeeps y camiones de las tropas.
Uno de los homenajes a los caidos luego de la 2da. Guerra Mundial.
II
El germen de la emigración
Sumadas alegrías y tristezas la cuestión de sobrellevar la economía se hacía cada vez más difícil. En nuestra familia, no obstante, tuvimos un oasis impensado, un toque de suerte que, aunque con cosas pequeñas y trayéndolo de los recuerdos mucho tiempo después nos sacó desde el fondo del alma la frase: “nos cambió la vida”.
Concluida la segunda guerra y después de haber emigrado a los Estados Unidos, volvió al pueblo María, una señora con la que teníamos unos intrincados y lejanos lazos de parentesco. En cierta ocasión la acompañó una amiga que se llamaba Amelia, también emparentada de la misma forma con otras gentes del pueblo. Pasados unos días contaminada o por el agua, o por algún alimento o porque Dios quiso unirla definitivamente a nuestra vida, desarrolló una reacción alérgica que le provocó una irritación de la piel. El médico que la atendió prescribió como medicina unos baños con agua de una vertiente que parecía tener incorporado el sulfato indicado propiamente para sanar el mal. Mi padre, que por ese entonces trabajaba en el trapiche de la familia donde las mujeres se hospedaban, durante todos los días que duró la estancia de Amelia en el pueblo recorría los diez kilómetros necesarios para buscar en barriles el agua medicinal hasta el lugar indicado llamado Sulfatara de Pozilli. Iba por la mañana bien temprano y lo dejaba en la casa donde se hospedaba Amelia. Fue puntual y estricto todos los días, hasta que, pasado más de un mes Amelia se había curado. La mujer fue puntualmente agradecida, le pagó a mi padre por su atención, gesto que fue muy bien recibido y agradecido como correspondía, pero además dijo al despedirse antes de regresar a los Estados Unidos:
“Giovanni, muchas gracias, mientras yo viva a tu familia no va a faltarle nada.”
Y así fue. Desde su partida, y hasta que murió, todos los meses, con la misma inspiración estricta que había tenido mi padre, Amelia enviaba un paquete con ropa para toda la familia. Cosas que nunca antes habíamos podido tener. Y lo seguimos recibiendo aun cuando mi padre ya había emigrado a la Argentina.
Aun así, la economía se estrechaba cada vez más. Andando el año 1949, yo tenía un año y mi padre tuvo una esperanza más cuando lo contactó un propietario que tenía una buena porción de tierra en el Valle Porcino, que corría por la ribera del Río Volturno. Quería contratarlo como capataz de un grupo de personas para trabajar ese campo. El proyecto iba tomando forma y la ilusión de mi padre también. Pero el destino o la divina providencia, o la fatalidad, que siempre maneja los hilos a su antojo, dispuso, veinte días antes de la fecha que se tenía previsto comenzar el trabajo que el señor Nicodemo muriera y junto con él todo el proyecto y la conservación de esas tierras y sus construcciones. Tanto es así que aquellas parcelas en las que se iba a trabajar, están al día de hoy congeladas en el tiempo. En el mismo estado, abandono mediante.
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