El puerto de Buenos Aires era un mundo de gente. Tanta gente junta como no había visto antes. Todos los del barco se saludaban con los que estaban en tierra sin reconocerse unos con otros igual que nos habíamos saludado en el medio del océano con los pasajeros del Augusto. Después de esperar algún tiempo descendimos. Mi padre y mi hermano habían venido a buscarnos. Todos nos saludábamos una y otra vez. Después de cuatro años mis padres volvían a verse y eso los mantuvo emocionados durante un buen tiempo. Toda la familia vivió un clima de alboroto y sobresalto del corazón por el reencuentro, mientras yo permanecía ajeno a esa agitación festiva. Por los registros que hasta ese momento recogía la memoria, puedo decir que ese fue el momento en que conocí a mi padre. Volvimos todos a Villa Clara en colectivo, con los ojos ávidos y curiosos moviéndose por todos lados, descubriendo el nuevo paisaje. A medida que nos alejábamos del centro de la ciudad el rostro de mi madre se iba demudando al tiempo que se preguntaba cómo sería el lugar de nuestro destino. Cuando después de más de una hora finalmente llegamos permaneció en silencio, registrando cada cosa de nuestra nueva casa y la inmensidad de campo apenas salpicadas con algunas casas que nos rodeaban, sin emitir comentarios.
Villa Clara era entonces una inmensa porción de campo de cuarenta hectáreas, en buena parte desolada y con algunas pocas construcciones modestas, a la altura del kilómetro 28 entre el Camino General Belgrano y la Ruta 2 y a unas veinte cuadras estaba la estación ferroviaria de Bosques. La mayor parte de la actividad, modesta, por cierto, estaba representada por algunos tambos cuyo producido era el suficiente y no mucho más que el utilizado para comerciar entre los miembros del pueblo. El más conocido de todos era el de la familia Callegari, y con uno de sus hijos, Jorge, hemos cultivado una entrañable amistad. A no ser por esas manifestaciones humanas y productivas, todo lo demás era desértico y hostil, con todos sus caminos de tierra y con pasto que le iban ganando su territorio por la falta de tránsito. No le faltaron sucesivas promesas de asfalto y luz eléctrica, y gas, que llegarían bastante tiempo después. Todo lo que hubiera que calentarse, comida, agua o lo que fuera, era con el único calentador a querosene que había en la casa. Inclusive la lámpara que iluminaba por la noche también era a querosene, hasta que más de un año después llegó el “sol de noche”.
La casa que mi padre había podido construir tenía una cocina y dos habitaciones. En una iba a dormir él y mi madre y en la otra los cuatro hermanos separados en dos camas: mujeres en una y varones en otra. Por la mañana las camas se sacaban afuera y la habitación era entonces para almorzar y cenar.
Mi padre estaba contento. Había llevado hasta la casa una vitrola RCA con la que repetía las canciones de Beniamino Gigli, Feliciano Brunelli, óperas y otros cantantes italianos que ahora ya no recuerdo. Al terminar uno de esos discos de pasta, la vitrola seguía girando en vacío y haciendo un leve rebote contra el final de su recorrido. Observé cómo repetía inútilmente su trayectoria, y entonces me dirigí por primera vez a mi padre: ¡Oh! –le dije sin saber todavía decirle papá o su nombre– ¿puede parar la vitrola?
Al rato mi padre le preguntó a mamá cómo estaba del golpe de la cabeza, y escuché que mamá le respondía que bien, pero que tenía que evitar que me golpeara en donde había quedado la herida: ¿que me golpeara yo o que me escarmentara él? El caso fue que escuché la conversación y desde ese momento en adelante, por cualquier travesura que mereciera escarmiento, adelantaba mi cabeza mostrando la cicatriz perpetua y lograba apaciguar la virulencia de los correctivos.
Todos venían a saludarnos y darnos la bienvenida. Nos reencontramos también con el tío Fortunato y su familia que ahora también eran nuestros vecinos. Era como si todos quisieran recrear la vida y las costumbres que habían quedado del otro lado del océano. Pero mamá no dejaba de mirar absorta la soledad del paisaje. Lo contrastaba con lo que habíamos dejado y sacaba un saldo negativo. Se apenó. Lo veía en su rostro. Más temprano que tarde arremetió contra mi padre. Le reprochaba haberse instalado en un lugar que no era mejor de donde éramos nosotros, inmersos que estábamos en un pueblo en marcha, que en poco tiempo más hubiese salido del estancamiento. No teníamos luz ni agua corriente. La discusión no fue sencilla. Mamá continuó con sus reproches porque le había hecho vender todas sus propiedades para venir a invertirlas en un lugar propicio solo para terminar descapitalizándose. Papá sabía que era verdad, había elegido mal y con poca visión. Pero tenía la virtud de no disfrazar sus desaciertos con excusas o pretextos. Sólo apenas trató de excusarse diciendo que “no había podido construir más porque todas las veces que había podido, le había enviado dinero”. Casi se disponía a sacar un papel que convenientemente tenía preparado en el bolsillo de su pantalón donde especificaba con prolijidad contable, día y monto de cada envío. Mamá no lo dejó continuar y dijo de una vez y para siempre la única frase que le hizo falta para poner término a la controversia y empezar la nueva vida: “No hace falta ningún detalle”, tomó la bolsa del tejido que no tejía, la puso sobre la mesa y continuó –Aquí está todo tal cual lo mandaste. Prolijamente, cada vez que recibía el sobre con el dinero, hacía un ovillo de lana con los billetes dentro, y así lo fue guardando todo el tiempo como un tesoro intocable. Luego, antes que mi padre saliera de su asombro, dijo una segunda frase con la cual definitivamente todos empezamos una nueva vida: “Esto es lo que tenemos ahora”, refiriéndose a todas estas nuevas circunstancias, “y con esto saldremos adelante”, y nunca más se quejó de su destino. Al menos ella.
Cuando se hizo de noche y ya habíamos cenado mi padre y ella fueron a la habitación y se cerró la puerta ante mi desconcierto. Mis hermanas me explicaban que así debía ser. Pero lo único que yo entendía era que se ponía un ingrediente más para que la vida se partiera en dos. Para comprender, de uno o varios golpes, que ya nada iba a ser como antes.
Al día siguiente, en un pequeño camión del vecino Juan D’Angelo, fueron nuevamente hasta el puerto para retirar el baúl con el resto de nuestras pertenencias junto con la familia Rossi con la cual habíamos hecho todo el viaje.

Las dependencias de migraciones y Hotel de los Inmigrantes en la Argentina.

Útiles de uso doméstico en la llegada a la Argentina.

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