—¿Natalia? —no contesté. —¿Natalia?
—¿Quién es? —lancé al aire, casi sin atreverme.
La voz reaccionó efusivamente.
—¡Feliz cumpleaños! —vocalizó—. ¿Cómo está mi sifrina de Caurimare?
Una luz se encendió en mi cerebro y me incorporé hasta sentarme de nuevo sobre la cama.
—¿Cora? —sondeé, presa de un escalofrío. El eco de mi propia voz, temblorosa por la emoción, resonó en la distancia devolviéndome su nombre.
—¡Mi hija!
Miré cómo se me erizaba el vello del brazo.
—¿Eres Cora?
—¡Sí, mi amor, soy Cora, dígame!
¡Era Cora! ¡Al otro lado de la línea!
—¡No soy Natalia! —aclaré rápidamente—. ¡Soy su hermana gemela! ¿Te… te… te acuerdas de mí?
—¡Cómo no, mi amor! —respondió Cora, a la vez que su entusiasmo contagiaba la línea—. ¡No la había reconocido! Si no me lo llega usted a aclarar, habría jurado que era usted Natalia. Sus voces suenan idénticas. ¿Cómo está mi catira favorita?
—¡No te lo vas a creer, pero precisamente ahora mismo estaba…! —me detuve sin acabar la frase, incapaz de creérmelo— ¡Estaba pensando en ti! ¿Dónde estás?
Cora soltó una de sus carcajadas.
—¡En Delhi, mi amor! —añadió, pletórica.
—¿Y… y… y qué haces allí?
—¡Ay, mi catira, ésa sí es una historia bien larga!
Reaccioné inmediatamente.
—¡Lo siento, Cora! Se me olvidaba que esto es una conferencia desde el otro lado del planeta.
—Tendrá que disculparse con su hermana, ella es quien paga —señaló, antes de soltar una carcajada. Entonces pude percibir aquella sonrisa blanca viajando a través de miles de kilómetros.
—¡Voy a buscar a Natalia! —la avisé, saltando de un brinco—. ¡No cuelgues!
Dejé el auricular sobre la cama y, nerviosa, corrí hasta el distribuidor de la planta para asomarme por el hueco de la escalera. Vi a Jaime, que se dirigía hacia el porche.
—¡Jaime! —grité—. ¡Jaime! —por fin se giró hacia mí y levantó un brazo para indicarme que bajase—. ¡Llaman a mi hermana por teléfono! —le dije, a la vez que le mostraba extendidos los dedos pulgar y meñique de la mano derecha.
—¡Está en la sala de fumadores! —me gritó.
—¿Qué sala de fumadores? —traté de averiguar sin entender.
—¡En el porche! ¿Dónde va a ser? ¿Bajas de una vez o qué?
Me desesperé.
Las mujeres tenemos que hacer permanentemente de intérpretes de las Naciones Unidas. ¿Para qué van los hombres a esforzarse en hacerse entender, si nosotras les demostramos continuamente nuestra capacidad innata para leer entre líneas?
—¡Dile que coja el teléfono!
—¿Y las uvas, qué? —me preguntó, con cara de despiste.
—¡Dile a Natalia que coja el teléfono, narices!
¿Las uvas? ¡Que le den morcilla a las uvas!
—¡Vale! —respondió desganado.
Corrí de nuevo hasta la habitación como si el aparato fuese un imán.
—¿Cora? —lancé al vacío. Escuché de nuevo el eco de mi propia voz.
—¡Aquí sigo, mi amor!
—Enseguida lo coge —le informé, con la voz temblorosa—. Es que van a dar las campanadas de medianoche.
—¡No me diga que me equivoqué con la diferencia horaria! —se apuró de pronto—. ¡Pensé que era casi la una y que ya estarían celebrando el cumpleaños! ¡No la moleste, por el amor de Dios!
—¡Espera, por favor! Aún quedan más de veinte minutos.
Transcurrió un instante en el que ambas guardamos silencio. El barullo lejano de la conferencia se entremezclaba con el que llegaba desde el piso de abajo. ¡Tenía tantas cosas que preguntarle! Y no sabía por dónde empezar. Finalmente agregué:
—¿Cuántos años hace que estás en la India?
—Ya son catorce años, mi catira.
—¿Y no piensas volver?
Su risa atravesó el planeta de lado a lado.
—¿Volver a dónde? ¡Mi sitio está aquí!—. Me quedé bloqueada, sin saber qué decir—. ¿Cuántos años hace desde que nos vimos por última vez?
—Yo tendría unos… dieciséis o diecisiete —calculé.
—¡Era usted una niña, sí! —exclamó—. ¿Por qué no me hace usted una visita con su hermana?
—No te imaginas cuánto me gustaría conocer Nueva Delhi.
—¡Pues anímese a venir a India!
Me llevé un dedo a la boca para morderme la uña durante un breve instante de vacilación. Un silencio me hizo pensar que la línea se había cortado.
—¿Cora?
—Aquí sigo, mi hija.
Y entonces me sorprendí a mí misma haciendo la siguiente pregunta.
—¿Te importaría darme tu teléfono?
Su risa contagiosa me hizo sonreír de nuevo.
—¡Pues me encantaría, mi amor! El problema es que no dispongo de teléfono aquí. Fíjese que la estoy llamando desde un locutorio público—. Su aseveración me cayó como un jarro de agua fría.
La garganta me flaqueaba.
—Es un placer volver a hablar contigo después de tanto tiempo.
—Lo mismo digo. Me encantaría volver a estrujar su cara pecosa —encajó, entre dos carcajadas.
—Y… y… a mí también —tartamudeé, apenas sin voz. Cora reaccionó como si nuestra comunicación no fuera sólo verbal.
—¿Se encuentra bien, mi hija? —No respondí. Tapé el auricular y, poseída por una fuerza inexplicable, sentí que las lágrimas se me venían a los ojos.
—Es esta maldita bossa nova y esta sensación de Fin de Año —respondí, aunque seguía tapando el auricular con la mano y no sé si me escuchó—. Parece que estuviera anunciando el fin del mundo.
Su voz volvió a resonar en mi oído con más dulzura que nunca.
—No ha pasado ni un año, catira, y estas fechas son tan especiales…
Entonces destapé el auricular y no me importó que Cora me oyese llorar abiertamente descargando aquel torrente de amargura incontenible.
—Lo siento —añadí, casi sin poder hablar.
—Llore cuanto quiera, mi hija —prosiguió—. Su llanto suena como si estuviera usted aquí.
—También tu voz suena como si estuvieras aquí —murmuré.
—Eso es porque nos percibimos la una a la otra.
—No sé qué hacer con mi vida —añadí, para mi propia sorpresa.
Hubo un silencio largo entre ambas.
—Busque su sitio ahí donde esté, mi amor —suspiró—. Busque su sitio y no se mueva de él.
—No sé si quiero que acabe el año, pero estoy deseando pasar página.
—Pase página. Aquí ya es Año Nuevo, estamos en 2012 y le aseguro que la energía de este año es mucho más limpia y más pura que la que hemos dejado atrás.
Inmediatamente oí a Natalia descolgar el teléfono de la planta baja.
—¿Quién es? —preguntó, en tono jocoso.
—¡Tienes una llamada! —le anuncié, casi sin poder hablar—. ¡Una llamada de… Cora!
—¡Cagüenlamar! ¡Cuelga ahora mismo! —me espetó bruscamente.
Sobresaltada por su reacción, colgué violentamente. La llamada de Cora y la energía de 2012 se esfumaron tan misteriosamente como habían llegado. Ni siquiera pude despedirme. Estuve un instante sentada en la cama hasta que lentamente me dejé caer sobre la espalda y observé el techo ensimismada. La voz de Jaime me despertó de mi ensoñación.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió. Me levanté de un brinco y le di la espalda con idea de mirarme al espejo y prepararme para mantener una conversación en sistema binario. El rímel se me había corrido, así que traté de recomponerme sin que se diera cuenta. El vestido negro se me había arrugado.
—Nada —respondí.
—¿Has estado llorando?
—No —le contesté, secándome las lágrimas. Él me ofreció un pañuelo de papel y me abrazó por detrás. El contacto de su calor me tranquilizó, mientras observaba con detenimiento nuestra imagen en el espejo. ¡Evidentemente, estaba llorando! No hacía falta ser Albert Einstein para darse cuenta. Lo que me sorprendía era que, aun así, tuviera que preguntármelo.
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