Liteo Pedregal - La llamada del vacío

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Liteo Pedregal nos regala dos viajes iniciáticos que te atraparán desde la primera página: uno a la ciudad de Nueva York y otro a la de Nueva Delhi, escritos según los puntos de vista, masculino y femenino, de sus dos personajes principales. Ambos tienen lugar durante el año 2012, considerado para algunos el final de una Vieja Era y el principio de otra Nueva Era para la Humanidad. Simbolizan el contraste entre Oriente y Occidente, reflejo de los aspectos masculino y femenino que hay en cada ser humano. La novela incluye la originalidad de presentar dos modos de lectura diferentes, ofreciéndote dos formas de vivir esta trepidante historia en función de con qué energía te identifiques más. La percepción de los dos sorprendentes finales también es distinta según el modo de lectura que escojas. En ambos casos La llamada del vacío te permitirá descubrir que el auténtico viaje no es el que lleva a cada personaje al otro extremo del planeta, sino el viaje a lo más profundo de sus almas. Una de esas novelas que no se olvidan nunca.

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—Un déjà vu muy intenso, sí.

—¿No habrá sido con otra? —ironizó—. Porque a mí, antes de hoy, nunca me habías hablado tan en serio de marcharte a Nueva York.

—¿Nunca has tenido un déjà vu? —le pregunté.

—No.

—Yo sí —añadí, con ganas de contárselo.

—Pues sin duda ha sido con otra. Conmigo no has hablado de eso —insistió, sin ganas de escucharme.

—¿Y ahora, qué es lo que te ha sentado mal? —le pregunté, al ver su rictus. Ella agitó su taza vacía en el aire con un bufido de indignación.

—Sabía que me ibas a preguntar eso.

—¿Tú también has tenido un déjà vu?

—No, cariño. Es que te conozco como si te hubiera parido —contestó.

—¿Entonces…?

—Quiero saber si te vas a ir a Nueva York o si quieres tener un hijo conmigo.

—¿Cuándo? —pregunté, sorprendido.

—¡Ahora! —exclamó, rotunda.

—¿Ahora mismo? —sugerí, pasando una pierna por encima de la suya.

Me apartó de un empujón y, tras darse involuntariamente un golpe con una de las esquinas de la mesa que ocupaba el diminuto hueco entre el sofá y el mueble del televisor, se perdió malhumorada hacia el dormitorio.

Aquélla no era la primera vez que yo experimentaba un déjà vu. El primero fue en mi infancia. Nunca lo he olvidado. Fue un momento en el que me pareció que el tiempo se detenía por un instante, como si hubiera un espejo enfrente de otro y fuera posible atisbar el infinito. Estaba en el pueblo con mis padres. Mi padre me había llevado a montar a caballo por primera vez. Él caminaba a mi lado sujetando las riendas con desgana. Y escuché en mi cabeza claramente:

“Sé el número uno en lo que te propongas”. No sólo lo escuché, sino que visualicé la escena con anterioridad. El sol menguaba en el horizonte. El aire olía a eucalipto. Un cuervo emitía un graznido justo antes de echar a volar. Y mi padre se limpiaba las comisuras de los labios con los dedos índice y pulgar. Justo entonces tuve una chispa de certeza interior: la que te proporciona el hecho de percibir en una milésima de segundo algo que vas a vivir una milésima de segundo después. Mi padre, el hombre más parco en palabras y afectos que he conocido en mi vida, interrumpía el silencio para repetir la misma frase que yo acababa de escuchar claramente en mi cabeza. El sol menguando en el horizonte. El aire oliendo a eucalipto. El cuervo que graznaba y echaba a volar. Y mi padre limpiándose las comisuras de los labios con los mismos dedos con los que lo había hecho en mi mente, justo antes de decir: “Sé el número uno en lo que te propongas”.

Apoyado sobre la barandilla, miré hacia la colección de bragas que, colgadas del tendedero de la casa de enfrente, bailaban tímidamente al son de la brisa. La estampa carecía del menor sentido del erotismo; aunque me temía que, a medida que el cielo comenzaba a clarear, aquélla sería la única ropa interior femenina que vería durante el resto del día. La erección de Año Nuevo en su mínimo histórico.

Maite no tiene remedio. Obsesionada de pronto con la maternidad, había estado ilocalizable durante gran parte de la fiesta que su hermana Natalia había organizado en su casa de Pozuelo. Era un chalé impresionante donde ambas habían montado una fiesta de Fin de Año para casi veinte personas. Poco antes de las uvas, cuando aún estábamos en 2011, recuerdo que estuve buscándola por toda la fiesta. A las once y media subí las escaleras hasta la planta de arriba del chalé. Allí no había nadie, pero me pareció que Maite se había encerrado con Natalia en uno de los baños de la planta de arriba, porque las escuché hablar desde fuera. Si alguien entiende a las mujeres, que levante la mano.

Llamé a la puerta de aquel baño con los nudillos y susurré:

—¿Maite, estás ahí?

—Sí —contestó, sin ganas.

—¿Me puedes abrir?

Modo de lectura 1: Puedes continuar leyendo.

Modo de lectura 2: Recuerda saltar ahora al capítulo 4 (p. 75).

1New York State of Mind, de Billy Joel.

La llamada del vacío - изображение 52. Maite en enero

-¿Me puedes abrir? —escuché decir a Jaime al otro lado de la puerta. Me incomodé al oírle llamar con los nudillos. Yo no tenía intención de dejarle entrar.

Si alguien entiende a los hombres, que levante la mano. Te pasas el día entero intentando reclamar su atención por culpa de una maldita depresión de Fin de Año y, cuando es él quien no consigue captar la tuya, se pone a llamar una y otra vez a la puerta del baño en el que te has encerrado tratando de huir del tumulto. ¿Tan difícil era de entender que me hubiera escondido en el baño con mi hermana? ¡Estaba en su casa, narices! ¡Celebrando los últimos minutos de 2011 y a punto de cumplir los treinta y cinco! ¿No podía dejarnos ni un rato a solas? Jaime no tiene remedio.

—¿Quién es? —preguntó Natalia.

—Jaime —le respondí, en voz baja.

—¡Son casi las once y media! —nos informó él desde fuera.

—¡Oído cocina! —respondió Natalia. No sé si Jaime era capaz de distinguir nuestras voces.

—¿Pero qué pasa con las uvas? —insistió. Parecía mentira que tuviera treinta y siete años. A veces se comportaba como si tuviera siete.

—¿Qué le das, que no puede estar sin ti? —reflexionó Natalia en voz baja.

—Pregúntaselo a él —susurré sin ganas.

—¡Están preparadas! —le informó Natalia.

Miré mi reloj de pulsera. No eran ni las once y cuarto. Y Jaime, un exagerado cagaprisas. Yo no tenía ánimo para enfrentarme a mi chico en ese momento. Sobre todo después de haber conseguido escapar de aquella macrofiesta que mi hermana había montado en su casa de Pozuelo, cerca de Madrid, con idea de celebrar de una tacada la Nochevieja, su treinta y cinco cumpleaños y el mío. Sólo quería olvidarme de 2011 y empezar el nuevo año con aires renovados.

La cena pantagruélica había terminado. Las uvas estaban preparadas en la mesa para los dieciocho comensales. Natalia lo tenía todo previsto. Nos habíamos dado un tiempo para ir al baño, tomar el aire o, quien quisiera, fumarse un cigarrillo tranquilamente en el porche. Un lugar idílico con vistas al jardín, lleno de flores alrededor de un pruno de color rojo tinto y de una piscina de halógenos sumergidos. ¿Para qué tenía Jaime que interrumpirnos durante el descanso publicitario?

—¿Sales o no? —volvió a preguntar. ¡Qué pesado!

—Estoy con mi hermana, Jaime. ¿Nos das un momento? —le rogué.

—Sí, claro —respondió él.

—Enseguida bajamos —le informé.

Poco después escuchamos cómo se alejaba escaleras abajo sin haber logrado su objetivo. Natalia volvió a sentarse frente al espejo. Respiré hondo. El cuarto de baño desprendía un agradable olor a lavanda que no conseguía mejorarme el ánimo. Llegado el fin de año siempre me parece que el tiempo se acelera, como si los minutos durasen menos de sesenta segundos. A Jaime debía de pasarle lo mismo, a juzgar por sus prisas. Entonces miré mi reflejo en el espejo mientras le clavaba a mi hermana una horquilla en la parte baja del recogido que intentaba hacerle.

Siempre he pensado que Natalia es algo así como la versión 2.0 de mí misma. Ella atesora lo mejor de las dos: las pecas, patrimonio de ambas, le dan un toque simpático y jovial, mientras que a mí parecen haberme salido a traición, como a Pippi Calzaslargas. Sus ojos, de grandes pupilas, tienen el brillo de Escarlata O’Hara, en contraposición con los míos que, siendo de un color indefinido —grises, se empeña en decir Jaime, como si fuera un color digno de mención—, son tan inexpresivos como los de un perrito piloto en la estantería de una tómbola. Su pelo, para qué compararlo. Sólo con agitárselo al salir de la ducha se le riza de forma tan natural que parece salido de un anuncio de champú. El mío, por el contrario, tiene textura de estropajo y necesita horas de peluquería para tener un aspecto medianamente decente. Al diablo con los cromosomas. Su cuello estilizado, su tipo esbelto y su figura armoniosa los ha moldeado a golpe de posturas de yoga. Y esa delicadeza que tiene al andar, como si hubiera estudiado en un colegio de monjas o se hubiera desgastado los tobillos practicando ballet desde la cuna. Nada de eso. La realidad es que estudió, como una servidora, en colegios públicos.

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