Liteo Pedregal - La llamada del vacío

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Liteo Pedregal nos regala dos viajes iniciáticos que te atraparán desde la primera página: uno a la ciudad de Nueva York y otro a la de Nueva Delhi, escritos según los puntos de vista, masculino y femenino, de sus dos personajes principales. Ambos tienen lugar durante el año 2012, considerado para algunos el final de una Vieja Era y el principio de otra Nueva Era para la Humanidad. Simbolizan el contraste entre Oriente y Occidente, reflejo de los aspectos masculino y femenino que hay en cada ser humano. La novela incluye la originalidad de presentar dos modos de lectura diferentes, ofreciéndote dos formas de vivir esta trepidante historia en función de con qué energía te identifiques más. La percepción de los dos sorprendentes finales también es distinta según el modo de lectura que escojas. En ambos casos La llamada del vacío te permitirá descubrir que el auténtico viaje no es el que lleva a cada personaje al otro extremo del planeta, sino el viaje a lo más profundo de sus almas. Una de esas novelas que no se olvidan nunca.

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No. Definitivamente no era el momento de decirle todo esto a Maite. La cara de Borja, mi representante, era un poema cuando acabé mi speech. Ni me imagino la de ella si me atreviera a decirle algo parecido. Quizá la mejor idea era dejar la agencia de Borja y cambiar de representante. Él no era lo suficientemente empático, pero llevábamos demasiado tiempo juntos como para cambiarlo por otro.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Maite.

—Tendremos que ir andando —sugerí.

—¿Con este frío?

—¿Y qué hacemos? ¿Autostop? —bufé—. Estamos a varios kilómetros de casa.

—¡Claro, como tú no llevas tacones! —exclamó, irónica.

Pateé uno de los tapacubos.

—¡Trasto de los cojones! —le grité al coche.

Maite comenzó a andar por el arcén.

—¿Me ayudas a recoger los triángulos? —le pedí, en tono amable, mientras la veía alejarse, pero ella no se volvió. Obviamente estaba molesta conmigo, así que agregué—: ¡Tranquila, cariño, ya lo hago yo!

Entré en el coche y coloqué la barra de seguridad para bloquear el volante. Cogí la documentación, mi chaqueta y el iPod. Guardé los triángulos en el maletero. Cerré el coche con llave. Tras llegar hasta Maite en un par de zancadas, salté el quitamiedos y le tendí una mano para que se pasara conmigo al otro lado.

Poco después caminábamos por un descampado en dirección a unas farolas que se distinguían en el horizonte. El bullicio lejano de alguna fiesta de Año Nuevo, aún en su apogeo, se superponía al rítmico sonido de nuestros pasos sobre la tierra húmeda. Un desagradable olor a cañerías consiguió que Maite arrugara la nariz.

—Así que el año no puede empezar peor, ¿verdad?

—Pues no —insistí.

—Espero que no sea por lo que te he dicho.

—Maite, por favor, ¿me estás diciendo en serio que quieres tener un hijo?

—¿A ti no te apetece?

Y dale.

—¿Por qué me preguntas eso ahora? —contraataqué.

—Porque me ha sorprendido mucho el comentario que has hecho en casa de mi hermana cuando Vicente ha preguntado por nuestros planes de embarazo.

—¿Qué comentario?

—Que todavía queremos esperar un par de añitos —precisó.

“Pues sí, quiero esperar un par de añitos para ser padre”, pensé. Lo que a mí me sorprendía es que ella quisiera ser madre con tal convencimiento. Al parecer, la cosa iba en serio. Quizá su reloj biológico había comenzado a tomar vida propia. El mío, desde luego, se había quedado sin batería, como el móvil.

—¿No te parece que dos años es un tiempo razonable? —le pregunté.

—Me lo parecería si nos hubiéramos puesto de acuerdo.

Siguió un silencio tenso que traté de romper con diplomacia vaticana.

—¿No nos hemos puesto de acuerdo?

—No —agregó rotunda, sin dejar de mirar al frente—. Nunca hemos tratado el tema. Y, para mí, ahora es el momento —disparó—. Sobre todo porque, en dos años, yo tendré treinta y siete. Y tú, treinta y nueve.

—De momento es mejor esperar a estar un poco más… —traté de buscar un eufemismo en algún rincón de mi cerebro— centrados.

—¿Centrados? ¿En qué? —replicó.

Por más que intentaba arreglarlo, cada vez la estaba liando más.

—En nosotros.

Maite se contrarió. Me paré en seco a unos pasos de ella, obligándola a detenerse. Traté de inventar alguna respuesta ocurrente, pero sólo me apetecía besarla. Palpar con mis labios ese carmín húmedo, suave y resbaladizo que tenía enfrente. La agarré suavemente por la cintura y la arrimé hacia mí. Ella se apartó bruscamente al descubrir mis intenciones. Me taladró con la mirada.

—¿Cuántos años llevamos intentando centrarnos? —añadió, con exigencia.

Había que cambiar de estrategia. Urgentemente.

—Si tenemos un hijo ahora, comenzaremos a emprender el camino de vuelta.

—¿Pero qué camino de vuelta? —exclamó, intrigada.

—¡El de la vida! —continué—. No quiero que renunciemos a nada. Además, ahora no tenemos dinero.

Bajó la vista y me tendió la mano en señal inequívoca de enterramiento del hacha de guerra. Por fin se enderezaba la cuestión. Había llegado el momento de atreverme a contarle mis planes. Mis planes sobre Nueva York.

Agarré con firmeza los dedos de su mano derecha, suaves como almohadillas, y reanudé la marcha sin dejar de acariciarlos con esa ternura que las mujeres buscan al principio, aunque a la postre les guste que nos volvamos un macho alfa empotrador sin escrúpulos. Una de sus muchas contradicciones. Pretenden que nos amoldemos a sus cambios de humor. ¡Ay, si las mujeres dejaran de tener esa necesidad! Serían las dueñas del mundo.

—Podríamos pedir un crédito —sugirió.

—Y el banco nos lo va a conceder, claro —ironicé—. Lo que pienso es que quieres llenar tu vida con un hijo porque aún no te has repuesto de lo de tu madre.

Maite se soltó de mi mano bruscamente y aceleró el paso hasta distanciarse de mí varios metros. Lo mandé todo de nuevo al carajo. Tras mi desafortunado comentario se había desencadenado una auténtica tormenta emocional que iba a dar al traste con mis expectativas de mantener sexo al final de la noche. Maldita sea.

A lo lejos se intuía una hilera de bloques de ladrillo poroso. Maite cruzaba una rotonda en cuyo centro se alzaba una torre de alta tensión, similar a la que había entre nosotros. ¿Por qué siempre hay que dirigirse a las mujeres como si hablaran en otro idioma? Traducir, traducir y traducir. Eché una carrera hasta alcanzarla.

—No te acerques a mí —me espetó.

Intenté cambiar de tema.

—¿Es que no aspiras a algo mejor de lo que tenemos? Te estoy hablando de progresar, Maite. Ya habrá tiempo de traer niños al mundo. No creo que quieras seguir en ese trabajo de mierda hasta que te jubilen —argumenté.

—¡Déjame en paz, te digo!

—Cuando digo que 2012 no empieza bien, ¡qué poco me equivoco!

—¡Una energía limpia y pura, eso es lo que trae! —me chilló.

Sin mediar palabra caminamos en paralelo por las estrechas y solitarias aceras de La Fortuna, sorteando los contenedores de basura abiertos. El olor de los desechos se entremezclaba con el de los orines de las esquinas tras una noche de intensa celebración. Los muros de los edificios mostraban una serie de coloridos graffiti. Los desconchones en las paredes desnudaban filas enteras de ladrillos asomándose bajo el mortero agrietado. El eco lejano de un tubo de escape me hizo despertar de mi autohipnosis al llegar al callejón donde se encontraba nuestro portal. Nada más pisar el umbral de la puerta, Maite sacó la llave de su bolso.

—¡Hogar, dulce hogar! —exclamé, para romper el hielo.

Subimos las escaleras y llegamos hasta el pequeño descansillo de nuestra planta, un quinto piso sin ascensor con cuatro puertas imitación a sapelli rematadas con mirillas doradas. Maite abrió la que daba a nuestra casa de alquiler y se perdió en dirección al dormitorio. Entré en el estrecho vestíbulo de paredes pintadas de gotelé. Después de quitarme los zapatos y pisar descalzo el parqué desgastado por los años, me dejé caer en el sofá del comedor.

Hojeé la documentación del coche en busca del número de la compañía de seguros. Una voz gangosa de mujer, con pocas ganas de hacer amigos, me respondió al otro lado del teléfono.

—Asistencia en carretera veinticuatro horas, dígame.

—Buenas noches —comencé—. Feliz Año Nuevo.

—Dígame qué le ocurre.

—He tenido un problema con el coche.

—Nombre, tipo de vehículo y matrícula, haga el favor.

Al mismo tiempo que le facilitaba los datos, sin esperar nada parecido al contacto humano, me preguntaba si aquella teleoperadora también habría discutido con su pareja durante la primera noche del año. A tenor de sus contestaciones, quizá no era una mujer de carne y hueso sino una grabación. Las grabaciones no discuten, pero tampoco se van contigo a la cama. Empecé a recitar los datos al ritmo que ella me indicaba.

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