Nada más salir del parking, sacó un paquete de cigarros de la guantera tras detenerse en un semáforo.
—¿Te puedo preguntar cuántos años tienes?
Joder, qué pesaditos con la edad.
—Treinta y cinco.
—Hostia, tú, no los aparentas en absoluto.
—Pensé que lo sabías —le dije.
—¿Qué voy a saber? Yo creía que tenías treinta y muchos menos.
—Pues no. ¿Cuántos años tienes tú?
—Diez menos —me aclaró.
Me ofreció un cigarrillo y lo rechacé.
—Sabes que no fumo, gracias.
Mientras sacaba uno para él, sonrió sarcástico. El semáforo cambió a verde y, sin inmutarse, encendió un cigarro con su Zippo plateado. Un segundo después, el conductor del coche que estaba detrás de nosotros le pitó para indicarle que el semáforo había cambiado.
—¡Ya lo he visto, gilipollas! —le gritó a través de la ventanilla.
El coche nos adelantó por la derecha ocupando el carril bus y el conductor, parapetado tras unas enormes gafas de sol, nos enseñó el dedo corazón. Lluís pisó el acelerador a tope.
—No le hagas caso —le pedí—. No merece la pena.
—¿Qué collons os pasa en esta puta ciudad de mierda? ¿De dónde sale tanta agresividad? ¡Hay que venir follado de casa y dejar de joder a los demás todo el rato! Com podeu vosaltres els espanyols suportar aquesta ràbia contínua?
Me apoyé sobre el respaldo y volví la cara hacia la ventanilla. Un chorro de aire caliente procedente de la calefacción salía por una esquina del salpicadero directamente hacia mi cara. Mientras bajábamos por la Ronda de Valencia hacia la glorieta de Embajadores, me distraje viendo a un perro olfateando el tronco de un árbol. Entonces dijo:
—Vente a Nueva York. Este tipo de taller lo hacen solamente una vez al año en agosto. Casa, ya tenemos. ¡Y la prueba presencial la vas a pasar con la gorra!
—No digas chorradas —añadí.
—¡No me jodas! Fuiste tú quien me dio la idea.
—¿Yo te di la idea?
—Fuiste tú quien me habló de Johnna Marchese por primera vez y de su estudio en Brooklyn. De la ilusión que tenías por ir a Nueva York, currar con ella y saltar a Broadway. Y luego este verano, en la playa, me vuelven a hablar de ella.
—¿Quién? —me escuché decir.
—Te lo conté, pero nunca me escuchas cuando te hablo —respondió—. Me escuchó cantar el verano pasado y desde entonces no ha dejado de enviarme correos tratando de convencerme para que me vaya a Nueva York.
Soltó el humo, dándose un tiempo para pensar. Un pitido nos indicó que Lluís tenía un mensaje nuevo en su móvil. Miró hacia el salpicadero para leer despreocupadamente el texto que acababa de llegarle mientras se detenía en un nuevo semáforo.
—¿Cómo se llama?
Hubo un silencio entre ambos mientras él tecleaba un mensaje de vuelta en su teléfono. Lluís se rascó la nariz, salpicada de marcas de acné. Por fin me miró.
—Ryta —aclaró—Ryta Milton. Me ha conseguido la prueba en el Estudio de Johnna. Es muy difícil conseguir una prueba con ella sin agente.
—¿Y por qué tiene tanto interés en que la hagas? ¿Te la tiraste?
—Te estoy hablando de una relación profesional.
—Claro —contesté—. Y yo me chupo el dedo.
—¿Para qué quiere que te vayas a su casa?
—Para que pueda hacer el taller sin incurrir en muchos gastos.
Solté una carcajada irónica.
—O sea, le vas a calentar la cama a cambio de que te dé alojamiento.
Lluís se puso aún más colorado.
—No es eso. Simplemente vio talento en mí y me quiere ayudar. Ella piensa que, aunque Johnna es muy exigente, voy a pasar la prueba. ¿Tan difícil es de creer?
—¿A qué se dedica?
Lluís sonrió irónicamente.
—Compone canciones para Broadway. Tiene muchos contactos.
—Pues me alegro mucho por ti. Ése ha sido el sueño de toda mi vida.
—¿Y no te jode que yo cumpla el sueño de tu vida?
—¡Pues claro que no! —exclamé, sorprendido—. Si vas tú a Nueva York, mi sueño se cumplirá a través de ti —le dije. Me pareció ver que sus ojos se empañaban. —¿Te has emocionado? —le pregunté.
—No —respondió, desviando nuevamente la mirada a su teléfono.
—¡Llora a gusto, cabrón! —le dije—. Ahora no estás actuando ante Wladimir. ¿Por qué te contienes?
—Porque me duele que tú no lo intentes. El sueño es tuyo. A mí me falta ambición —admitió.
—La ambición no sirve para nada —sentencié, como un androide.
Y entonces fue como si en mi cerebro se parase el tiempo y una intensa sensación de certeza se instalara en él.
“La ambición lo es todo en este negocio”.
La voz de Lluís resonó en mi interior con claridad. Sin embargo, él no había abierto la boca. Durante unos microsegundos se reprodujo delante de mí la misma película. Las palabras. El sonido de la sirena de una ambulancia. Una pareja paseando a su bebé en un carrito. El calor que salía sin piedad por la rejilla del coche. Y, en el mismo tono de grandilocuencia, Lluís decretó:
—La ambición lo es todo en este negocio.
Simultáneamente, el sonido de la sirena de la ambulancia. La pareja paseando a su bebé. Y el calor en la mejilla.
—Sabía que ibas a decir eso —comenté, sorprendido. Aquella sensación de algo ya vivido, en lugar de ser instantánea, se prolongó durante unos segundos más. Algo en mi interior me dijo que a continuación Lluís iba a preguntarme qué collons quería decir a la vez que se retiraría el flequillo de la frente con dos dedos y le daría otra calada a su cigarrillo. Sentí una especie de miedo inexplicable, no sé a qué.
—¿Qué collons quieres decir? —preguntó, mientras se retiraba el flequillo de la frente con dos dedos para dar otra calada a su cigarrillo.
—Qué mal rollo —añadí, sin poder evitarlo—. Otra vez sabía que ibas a decir eso —admití—. Acabo de tener un déjà vu muy intenso y más largo de lo normal.
—¿Te refieres a la desconexión de Matrix? —sonrió.
—Me refiero a tener la sensación de que esta conversación ya la hemos mantenido. Es algo muy extraño —expliqué—. ¿Nunca has tenido uno?
—No.
—Parece que supieras anticipadamente lo que vas a decir y lo que los demás te van a contestar. Sientes todo lo que va a ocurrir en los instantes siguientes, como si fuera una situación que ya hubieras vivido. Después de haberlo experimentado con nitidez en tu cabeza, todo sucede tal cual, en modo automático. Si no estás atento, puede pasar inadvertido. Esta vez la sensación ha sido más duradera que la anterior.
—¿Te ha pasado otra vez?
—La primera vez fue cuando era niño, montando a caballo con mi padre. La última, el día de Año Nuevo.
—Entonces eres como Neo.
—Déjate de coñas. ¿Qué vas a hacer si lo de Nueva York no funciona?
Lluís se puso colorado. Miró al frente sin contestarme.
—No me quedan muchas opciones. Ésa o prostituirme —ironizó—. Pero no creo que tuviera mucho futuro en lo segundo. El dinero que fui ahorrando para venir a Madrid se me acaba. Voy a invertir todo lo que me queda en esa aventura neoyorquina. Si vamos juntos, será más fácil. Y si no nos admiten, al menos veremos la Gran Manzana.
—Ya te he dicho que no voy a ir a Nueva York. No tengo dinero ahorrado.
—Yo te puedo prestar la pasta.
—Es hora de replantearse la vida y hacer con ella algo que merezca la pena. Tener un hijo es lo mejor que me puede pasar ahora. Se ha convertido en la única forma de impresionar a mis padres.
Durante largo rato ambos estuvimos en silencio, mientras Lluís rodeaba la glorieta de Puerta de Toledo. Miré la magnífica Puerta desde todos los ángulos posibles. Poco después tomábamos la M-30. Observé el Puente de Toledo antes de que nos metiéramos en el túnel. Lluís aspiró otra calada de su cigarrillo.
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