Su anatomía parecía mostrar todo tipo de adaptaciones a los jardines umbríos, a las profundidades oceánicas y a la vida nocturna en los desiertos, pero antes de que pudiese analizar con calma los pormenores de su extraña configuración, el espéculo del ginecólogo penetró con su lucecita blanca en los dominios acuáticos de la negra laguna donde flota la criatura.
Fue entonces como si una farola se hubiese alumbrado en la habitación de los muertos, y mi hijo ha demostrado que es indudablemente hijo mío, pues con los agujeros negros que son todavía sus nebulosos ojos ha fruncido magistralmente un ceño que todavía no tiene, en un gesto indiscutible de fastidio y rebeldía que inmediatamente he reconocido como mío y, sin más preámbulo, se ha dado bruscamente media vuelta y nos ha dado la espalda. Se ve que no le gusta que enciendan la luz cuando descansa ni que interrumpan sus sueños eternamente nocturnos.
Ni siquiera las numerosas palmaditas y sacudidas en mi vientre han sido suficientes para convencer al pequeño nubarrón de darse la vuelta. He de decir que por primera vez he sentido orgullo de madre, pues ninguna autoridad médica ni de ningún tipo ha conseguido desviarle ni un milímetro de sus perezosos objetivos vitales. Así que me he quedado ahí, en la puerta de su habitación galáctica, observándole dormir de espaldas en su vía láctea, tan lejano todavía, fundido con el cosmos en un estado de conciencia mágico.
Si un día me pregunta de dónde vienen los niños, pues le diré la verdad. Le diré que vienen de un tiempo en el que el alma no se ha separado del cielo y el verde y el azul todavía no se han distinguido. Le explicaré que, en ese tiempo, todos vivimos sin soñar porque somos el sueño mismo y luego le mostraré las fotos de su primera mutación en la intimidad del agua. Le diré que antes de ser humano fue nube y antes de nube lagarto y antes de lagarto probablemente era un dios y que, como todos los dioses, viene del origen —del άρχη— al que un día deberá volver.
En este monólogo interior me hallaba cuando el espéculo apagó sus luces y la noche extendió como un negro manto su convicción de silencio y una nube flotando en el cuerno de una laguna se impuso en mi vida con la solemnidad de una etérea presencia cargada de astros.
VII. El espectáculo mágico de Aloïsa
Érase una vez una maga llamada Aloïsa, que ofrecía monólogos mágicos en teatros y festivales oníricos.
En sus monólogos, Aloïsa combinaba sus artes de elfo con la comedia moderna americana y la política internacional del medioambiente.
Aloïsa convertía sus extremidades en ramas de árbol, sus omóplatos en alas de murciélago, y tras ahuyentar a los demonios e invocar las fuerzas de la naturaleza, emprendía un vuelo serpenteante sobre el patio de butacas. Los espectadores se afanaban en alcanzarla. Extendían sus brazos tratando de sentir el contacto de sus aleaciones epidérmicas, mezcla de corteza, barro y distintas pieles del reino animal. Su rostro, humano en el lado izquierdo, estaba cubierto de purpurina azul cobalto e iridiscencias de nácar.
Tras su sinuoso vuelo, volvía al escenario y comenzaba un espectáculo de monólogos abrasivos colmados de críticas mordaces a la ineficacia política contra el cambio climático, la matanza de lobos, osos pardos y visones que sirven como abrigos jactanciosos a viejas infames, la sobreexplotación de los océanos, el infierno de los mataderos y el fin del universo de los elfos.
Sus discursos eran proferidos en lenguas aborígenes, sonidos de la naturaleza y graznidos de aves legendarias. En las noches sin luna, Aloïsa brillaba con luz propia y entonces se expresaba a través de música pagana, cantos de sirena y danzas mitológicas.
En un todo mágico y como colofón final, la maga desplegaba un hechizo cósmico sin igual. Con su saliva fabricaba un escupitajo de nieve que iba creciendo en su boca. Una vez la bola alcanzaba el tamaño planetario, lo lanzaba indignada contra su público.
Todos aquellos hombres y mujeres desaparecían bajo la esfera blanca hasta que la calefacción central de la sala derretía la nieve, convirtiendo el teatro en un pantano de cuerpos humanos tan gélido como el agua de nieblas.
Aloïsa reprendía entonces su vuelo hacia un nuevo teatro y un nuevo sueño. A veces miraba hacia atrás y, desde su altura cósmica, aquellos hombres y mujeres hundidos bajo un océano de brumas se le antojaban minúsculos puntos de luz.
Insignificantes figuraciones astrales.
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