Cristina Godefroid - La intimidad del agua

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Esta obra contiene en un solo volumen dos libros diferentes: «La intimidad del agua», una compilación de relatos cortos, y «Crónicas de la Comisión Alfa», una composición articulada por episodios y que funciona como una novela corta. En los dos se observa la querencia de la autora por las formas literarias del siglo diecinueve. Pertrechada con un estilo sólido, elaborado y conciso, Cristina Godefroid despliega en estos relatos una imaginación desbordante que se apoya en tres pilares básicos: una ironía mordaz, un incisivo y lúcido análisis del comportamiento humano, así como de su casuística existencial, y un indisimulado gusto por el enredo vodevilesco. Sin duda, una rara avis dentro del panorama literario actual en lengua castellana.

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V. El hombre de los lobos

Greta está embarazada y va a dar a luz En la penumbra de su lecho la vida - фото 6

Greta está embarazada y va a dar a luz.

En la penumbra de su lecho la vida resulta tan irreal que a ratos parece que soñase el dolor de sus contracciones. Su respiración se entrecorta mientras el padre de la criatura humedece pañuelos en una palangana de agua de rosas.

Le dice que todo va bien.

No conoce a ese hombre, pero es consciente de que no es Gregor, su marido. Es un hombre sombrío de rasgos milimétricamente exactos, como si su silueta hubiese sido diseñada por una escuadra y un cartabón. Una línea recta cruza su cabello dividiendo su ser en dos partes exactamente iguales, solo perturbadas por los pelos rebeldes de un bigote cuyos extremos se aventuran ligeramente hacia arriba, como queriendo salirse del cuadrilátero humano. Su rostro es elemental. Dos ojos, una nariz, una boca y un cráneo ligeramente desdibujado, como un recuerdo doloroso.

Mira a Greta de soslayo y su imagen se difumina por momentos igual que una nebulosa entre las paredes recubiertas de papel de flores y motivos vegetales de colores indefinidos.

—Ya falta poco —dice el hombre, y a ella le da la impresión que el tiempo acaba de salirse febril y precipitado de las agujas de los relojes como un caballo desbocado.

Greta mira hacia la ventana. La noche empieza a desplegar su manto de nubes negras y unas gotas de lluvia repiquetean gradualmente contra un sucio plástico tendido en el alféizar de la ventana. La imagen le resulta deprimente y dirige de nuevo la mirada hacia su vientre hinchado, escondrijo de seres repudiados, antro oscuro de ignominiosas culpas y secretos impronunciables.

—Parece que vas a ser madre de una camada de lobos —dice el hombre acercándose a la ventana y colocando, sobre su cabellera negra dividida en dos, un sombrero de fieltro color tierra de siena.

—¿Quién eres? —pregunta Greta.

—Mi nombre es Serguei Pankejeff —responde el hombre, y al decir esto abre la ventana de par en par.

Una brisa gélida, humedecida por la lluvia, entra en la estancia y Greta puede observar, perfectamente, una hilera de viejos nogales bañados por la luz insolente de una luna inflada de pura soberbia que le parece la misma personificación de la muerte.

Sobre las ramas del más grueso de los árboles, hay encaramados unos cuantos lobos blancos. Son seis o siete. Totalmente blancos. Por momentos le parecen zorros o perros de ganado.

—Sé que cuando tuve este sueño fue en una noche de invierno —dice el hombre observando los lobos del que un día había sido su sueño.

Serguei Pankejeff.

Greta recuerda su nombre. La primera vez que lo oyó caminaba hacia el número diecinueve de la calle Berggasse.

Era una mañana de verano tan diferente de esta fría noche de invierno. El Danubio parecía desbordar sus aguas de destellos rosas y verdes y de todos los colores creando la ilusión de un océano urbano resplandeciente de luz. Las casas del barrio vienés de Alsergrund se prolongaban con la fluidez de las aguas hacia el horizonte y la boca de Greta parecía aquella mañana un corazón pintado de rojo bajo el eclipse de su sombrilla. Gregor observaba de soslayo los pliegues de su sonrisa, y la boca de Greta se le antojaba una herida dolorosa igual a una mancha de sangre en la perfecta blancura de aquella mañana en Viena.

Gregor la acompañaba a la consulta del doctor Freud, donde Greta iba a someterse a su primera consulta de psicoanálisis. Se decía de aquel doctor que curaba las pesadillas del inconsciente y del alma. Era, además, Sigmund Freud, un gran erudito.

—No solo es un gran políglota —decía Gregor—, pues habla perfectamente ruso, inglés y alemán, sino que además habla la lengua más extraña y desconocida de los hombres. La lengua de los sueños. Fue entonces cuando le habló de Serguei Pankejeff, el hombre de los lobos. Aquel hombre era uno de sus pacientes más conocidos. Vivía obsesionado por pesadillas licántropas que habían hecho de él un narcisista perverso víctima de un cuadro clínico complejo que incluía tendencias depresivas y obsesivas, graves episodios hipocondríacos, complejo de castración y erotismo anal y zoofílico y fuertes delirios persecutorios. Soñaba Serguei que le perseguían sus propios sueños y los sueños ajenos. Aquel caso había sido tratado por numerosos especialistas, pero ninguno había conseguido liberarle de sus pesadillas nocturnas.

Greta se había cruzado con aquel hombre varias veces en las escaleras que llevaban al consultorio del doctor Freud. El hombre siempre bajaba la mirada, perturbado ante la misteriosa belleza de la joven mientras un temblor de bestia hambrienta recorría sus entrañas. Sus delirios se intensificaron con el amor y, en sus sueños, la soñaba siempre desnuda entre lobos.

Serguei Pankejeff había muerto una mañana de noviembre.

Algunos dicen que murió soñando con ella y otros que tan solo soñó que moría de amor.

Ahora un escalofrío atraviesa el cuerpo de Greta.

—¿Estoy soñando su sueño o es usted quien sueña el mío? —pregunta la muchacha.

—Eso no tiene importancia —responde el hombre.

—Pero yo creí que usted estaba muerto

Serguei Pankejeff se acerca a la ventana. Su silueta se recorta entre los destellos de la luna, y las orejas en segundo plano de uno de los lobos del nogal aparecen y desaparecen sobre su sombrero como el gato de Cheshire. Mira a Greta con expresión científica y, como un experto en disciplinas oníricas, le responde:

—Querida, la muerte no es más que un sueño. —Al decir esto se desabrocha lentamente su traje como quien se desabrocha el alma y la deja caer al suelo. Se queda espléndidamente desnudo bajo el sombrero de siena y, acercándose al lecho, hunde unas manos grandes y hermosas, recorridas por gruesas venas azules, entre la blancura fría de los muslos de Greta.

De pronto, un ladrido interminable se escapa de las entrañas de la muchacha. Un aullido atormentado como una melodía arrancada de sus notas sale por la ventana, recorre la hilera de nogales y sube hacia los senderos de la luna como la estela desgarradora de un grito de Munch.

VI. La intimidad del agua

Hoy he vuelto a ver a mi hijo Me lo he encontrado como la primera vez - фото 7

Hoy he vuelto a ver a mi hijo.

Me lo he encontrado, como la primera vez, flotando en el centro de una laguna con forma de luna en cuarto creciente o de cuerno o de cuna celestial suspendida en un cosmos de cuerpos lúteos y agujeros negros.

La primera vez que lo vi era un pequeño lagarto de cuatro patas, y una tupida borla sobresalía de su parte trasera como la diminuta cola de un gazapo. Esto era así cuando no se movía, ya que al desplazarse adquiría la forma de un extraño y pequeño pajarraco con dos gibas irregulares de dromedario arábigo.

Hoy, dos meses después de nuestro primer encuentro, lo he vuelto a ver flotando en el centro de esa gran laguna nocturna y flotante. Allá, más arriba de la intimidad del agua, las estrellas dibujan los vértices de las constelaciones que presagian su psyché, y abajo, en la tierra de lo infinito, dentro de la circunferencia que rodea la laguna, se desplazan unas manchas como nubes y mi hijo en el centro de su cuna es nube también.

Nada queda ya del lagarto del primer mes.

La borla trasera se ha transformado en una cabezota sin contornos, anubarrada y antropomorfa con los orificios nasales formando aberturas oblicuas y la mandíbula superior insinúa separaciones óseas como las teclas blancas y negras de un órgano musical accidentalmente arqueado. Bajo la mandíbula, el agua negra de la laguna separa su cabeza nebulosa de un cuerpo todavía más nebuloso. Un abdomen elevado de algodón y cuatro patas blancas y muy redondas, como la borla inicial del gazapo, ha sido todo cuanto he podido ver.

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