Pensaba yo en esos sueños a la ida de mi caminata hacia la costa holandesa. La espuma verdosa de las olas temblaba en la orilla como el poso descompuesto y mohoso de un milkshake abandonado desde meses en el fondo de la cocina. A la vuelta, sin embargo, esa misma espuma había formado nubes tan perfectas que parecía como si el cielo entero se hubiese desplomado a orillas del mar. ¡Qué bonitos y tristes paisajes y qué sensación de libertad me envolvía! A lo lejos, un puerto emergía entre sombras y brumas como un pueblo fantasma y me decía a mí misma que no hay estado más ideal que el de la tristeza para poder sentir con lucidez lo que es estar vivo.
Me encantan los paisajes de la costa belga. El silencio en el aire se parece al murmullo del mar. Es un silencio que contiene algo turbio, como un nervio contenido. De vez en cuando el graznido de los austernfischers, pájaros hambrientos de ostras, o el susurro de palabras incomprensibles en neerlandés o las campanas lejanas de una iglesia flamenca lo rasgan con la delicadeza del filo de una navaja de hoja suiza. Por el camino me paré a comer en un restaurante unos moules con vino blanco en un rincón privilegiado al lado de una ventana desde la cual podía observar, con toda tranquilidad, el espectáculo de la vida en un pueblo de mar.
Mis recuerdos por lo ocurrido seguían escociendo aquel sábado a la vuelta de mi paseo por las dunas de Groenplein.
Yvan Gaillet.
Nadie había despertado en mí tanto instinto de protección. Aquel hombre me amaba con un romanticismo antiguo, casi decimonónico, que era el mismo con el que también me rechazaba. Un día se ponía de rodillas con sus ojos marítimos penetrándome desde los suelos como dos charcas de agua salada y al día siguiente lo hallaba entre las tinieblas de su salón, la brasa del cigarrillo rutilando en las sombras, y su cabeza llena de temores y delirios.
Una tarde, mientras paseábamos por el puerto de Dunkerque, Yvan me contó la historia del coronel Boulanger.
Georges Boulanger fue un militar y político francés que tuvo un gran protagonismo durante la tercera república a finales del siglo diecinueve. Se suicidó en el cementerio de Ixelles sobre la tumba de su amante Margaritte Crouzet, dos meses después de la muerte de la joven. En su lápida todavía se puede leer: «Ai-je pu vraiment vivre deux mois et demi sans toi?». A Yvan le gustaba esta historia y aseguraba que él moriría de la misma manera si yo desapareciese. Al decir esto su mirada azul se nublaba y de pronto me miraba desde algún lugar que estaba más allá del fondo de sus ojos. Ese era el lugar del que Yvan provenía originariamente. Un pozo insondable, inmensamente profundo, oscuro y tenebroso.
Su zona abisal.
Su hábitat verdadero.
Extraerle de ese mundo y hacerle subir a la superficie del océano supuso tener que hacer frente a una serie de batallas en las que yo siempre era derrotada por viejos demonios, rancios fantasmas que, con distintos lenguajes y artificios, pero con la misma malicia escénica, tiraban de mí hacia esos fríos abismos al otro lado de sus caricias.
La noche del viernes cuando salí precipitada escaleras abajo huyendo de sus quimeras, Yvan me alcanzó en el rellano donde estaba su consulta y, empujándome contra la puerta, me advirtió que si salía de allí no volvería a entrar nunca más.
Y así fue. De la misma manera que dejé atrás la casa del doctor, ahora dejaba atrás los hermosos paisajes de las dunas de Groenplein y me decía que en eso precisamente consiste la vida.
Decidí entonces darme una vuelta por el universo postmoderno y deprimente de las galerías de arte del paseo marítimo de Knokke que exhiben en sus vitrinas puras reproducciones de las excreciones comerciales de Jeeff Kuns y Damien Hirst. Por suerte, en medio de aquel horror fluorescente, pornográfico y disneyfílico, fiel espejo de la decadencia postmoderna, se alzaba pequeña y humilde, como en el vientre de un desfile del orgullo orgásmico, una galería de relojes de arena. Una vasta colección de los instrumentos del tiempo dejaba caer sus granos de arena como la premonición del fin inexorable de Kuns y sus discípulos horteras. «La velocidad de flujo de la arena es independiente de la profundidad en el depósito superior, y el instrumento no se congela si el tiempo es frío», señalaba una de las etiquetas. Entré en la galería y me hice con un hermoso ejemplar en bronce.
Al llegar esa noche a mi habitación de alquiler en Fincenstlaan, puse el reloj sobre la mesa de la cocina y le di la vuelta. Los granos de arena fueron cayendo uno tras otro y, observando mi regalo del tiempo, evoqué como un conjuro aquellos versos de Borges:
¿Quién no se ha demorado ante el severo
Y tétrico instrumento que acompaña
En la diestra del dios a la guadaña
Y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso
Deja caer la cautelosa arena,
Oro gradual que se desprende y llena
El cóncavo cristal de su universo.
Todo lo arrastra y pierde este incansable
Hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
De tiempo, que es materia deleznable.
Al día siguiente, cuando volvía de mi viaje, sonó el teléfono en mi coche.
Era un día luminoso en Bélgica y los tímidos rayos de un sol huraño se entremezclaban alegremente con las notas de la armónica de Bob Dylan creando un prodigio de ritmo y luz.
Una llamada del hospital me comunicaba la inminente muerte del doctor. Le había empezado a doler el pecho aquella misma tarde. Cuando la ambulancia aparcó frente a su consulta, el corazón ya había sufrido un infarto y, a pesar de la reanimación cardiopulmonar, sus expectativas de vida eran escasas.
—Oui, madame, nous sommes vraiment désolés.
Camino del hospital pasé por delante de su casa y miré hacia las ventanas oscuras sin tiestos en los balcones. La vieja fachada parecía mantenerse en pie exactamente con la misma dificultad que la estatua de Folon en el mar. Me pareció ver en una de las ventanas la cabeza de su perro alemán semiescondida en las sombras. Su goyesca e inocente silueta trataba de alcanzar el alféizar de la ventana en un gesto atormentado, como si las sombras de aquel lugar se lo estuviesen tragando. Yo me solía burlar, sarcástica y cariñosa, de aquel lugar. Lo llamaba el castillo del doctor Frankestein y su perro guardián. De vez en cuando una mujer de la limpieza pasaba a limpiar las arañas. Su nombre era Madame Chabaud y daba la impresión de haber sido parida por el mismísimo sótano de aquella casa, donde pasaba la mayor parte del tiempo planchando y mordisqueando unas hamburguesas secas, sin condimentos, que tenían algo de ella misma.
El espejo del retrovisor reflejó una vez más aquel lugar. El perro había desaparecido, sin duda engullido por las sombras que se desplomaban una tras otra formando un inmenso manto nocturno.
Pensé en mi sueño de la noche anterior y recordé la mancha negra en el pecho del doctor. Pensé también en mi conjuro poético y en el reloj de arena y entendí entonces que la muerte siempre pide permiso antes de presentarse así por las buenas.
Podía aceptarla.
Podía aceptar fácilmente la realidad, porque sin duda intuía que nada era real y que, de todos modos, el rostro del doctor Gaillet ya había empezado a desdibujarse como el rostro de un sueño.
Doblé la esquina de la calle y miré de soslayo el reloj de arena que viajaba a mi lado, en el asiento del copiloto. Lo miré como quien mira a su amigo y compañero de viaje. Fue entonces cuando algo parecido a un prodigio brilló como un destello de luz solar sobre su dura coraza de bronce.
Lo que ocurrió después apenas lo recuerdo, pero sé que llovió.
Llovió, llovió y llovió,
con lentitud vertiginosa.
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