Cristina Godefroid - La intimidad del agua

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Esta obra contiene en un solo volumen dos libros diferentes: «La intimidad del agua», una compilación de relatos cortos, y «Crónicas de la Comisión Alfa», una composición articulada por episodios y que funciona como una novela corta. En los dos se observa la querencia de la autora por las formas literarias del siglo diecinueve. Pertrechada con un estilo sólido, elaborado y conciso, Cristina Godefroid despliega en estos relatos una imaginación desbordante que se apoya en tres pilares básicos: una ironía mordaz, un incisivo y lúcido análisis del comportamiento humano, así como de su casuística existencial, y un indisimulado gusto por el enredo vodevilesco. Sin duda, una rara avis dentro del panorama literario actual en lengua castellana.

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No entendí desde el principio que C. Godefroid hablaba de un sueño, el primero que recordaba de su vida. La confusión venía del hecho que ella me enseñaba las marcas de la hoguera en el suelo.

—Pero, si fue un sueño, le digo, ¿las manchas no son reales? Ella no añade una sola palabra, tan solo baja su cabeza insinuando un tímido sí que no deja lugar a confusión.

—Cristina, ¿le molesta si retomo ahora el tema de su pintura? Decíamos que yo era el zorro. Yo miro a esta familia del cuadro, mi familia, como si volviese a ser un niño. Es un poco como si yo hubiese salido de viaje y hubiese dejado a mi familia encerrada en este lugar, como si esta familia estuviese en mí y fuera de mí al mismo tiempo. Este es el motivo de mi visita.

Cristina Godefroid me mira y luego mira su pintura. Tal vez usted tenga razón. Este teatro familiar nació sin duda de un sueño. Tal vez yo haya soñado con usted. O usted conmigo. Espere, voy a buscar los cuadernos donde escribo todos mis sueños.

Durante su ausencia observo su biblioteca repleta de libros. Hay obras de Borges, Marguerite Duras, Simone de Beauvoir, Stendhal, George Sand, Colette, Madame de Sévigné, Voltaire, Marguerite Yourcenar, varios libros de brujería y un tratado sobre las brujas de Arras y también de Alice Kydnley, de quien tenía además un pequeño retrato al óleo junto a otro de Charlotte Bronte.

En una estantería llena de ilustraciones y viejas fotografías, veo una pequeña colección de libros de magia, matemáticas, astrología y alquimia: la Tabla Esmeralda, el libro de Picatrix, La Obra del León Verde, el Mutus Liber, el Lapidacvrio de Alfonso X el Sabio, Thesaurus Thesaurorum Alchimistorum de Paracelso, varios tratados topográficos de Vitruvio y algún que otro códice matemático y metafísico de Jābir ibn Hayyan.

De pronto comprendo que no estamos solos. Un monje barbudo pinta de rodillas paisajes repletos de nubes. Me hace una señal con su mano a modo de saludo. Cojo un libro al azar donde leo El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta de Pablo Neruda.

Ella vuelve.

—Voilà, he encontrado el sueño que inspiró este cuadro. En efecto, el zorro es usted.

Entre sus manos trashoja un cuaderno de piel del que resbalan cuartillas y dibujos hechos a bolígrafo. Llego a ver un perro verde llamado Danubio, una tienda de sueños, un croquis de la place de la Chapelle, un gato negro, un gato rojo, una mujer llamada Atkapama y un lago nocturno sobre el que brilla una luna escarlata. Debajo, escrito con tinta china, puedo leer: La intimidad del agua.

Ella levanta la vista de su cuaderno y mis ojos encuentran el verde esmeralda de los suyos. Su mirada acuática me inspira confianza.

—Ahora, dese la vuelta y pase usted la página —me ordena—. Las sombras siguen detrás del zorro. Y las estrellas también.

No sabía cómo darle las gracias. Ella me dice:

—No se moleste. Ni siquiera le he dado un título a este cuadro.

De un deje tímido, le respondo:

—Teatro familiar.

LA INTIMIDAD DEL AGUA

Prólogo de la autora

Mi abuelo Antonio, que aparte de físico, matemático e investigador es también historiador, filósofo y literato, ha llevado siempre consigo sus cuadernos de invenciones: unas libretas escolares en las que a lo largo de su vida ha ido anotando e ilustrando los inventos y proyectos que se le iban ocurriendo: máquinas para limpiar el pescado, dispositivos de seguridad aeronáutica, artefactos de burbujas y pompas de jabón, respiraderos de aire puro o armamento anti-mosquitos.

Cuando le preguntábamos qué pensaba hacer con todo aquello, nos respondía que, por supuesto, patentarlo.

—Ya lo patentaré un día. Siempre hay tiempo para patentar —decía.

Hoy, a sus noventa años, sigue escribiendo sus cuadernos de invenciones y sigue diciendo que ya los patentará.

Por supuesto, mi abuelo no se toma muy en serio ni sus inventos ni el derecho de patente, y ello a pesar de que alguno de ellos llegó a ver la luz. El caso más significativo es, sin lugar a dudas, el de la máquina de pelar pescado.

Cuenta la leyenda familiar que, en cierta ocasión, construyó una enorme máquina que permitía introducir el pescado con piel por uno de los extremos y sacarlo completamente limpio, sin espinas, por el otro. Cuando yo vine al mundo, la máquina ya había pasado a la Historia y se había convertido en leyenda.

Un buen día, en uno de aquellos veranos en la sierra madrileña, mi hermano y yo jugábamos a los exploradores en las tinieblas del garaje de mi abuelo: un lugar repleto de trastos, cajas, artilugios y filas interminables de estanterías polvorientas que albergaban desde tiempos inmemoriales sus colecciones de periódicos, revistas y arañas. Entre una de las esquinas de aquella vasta hemeroteca abandonada, vimos un bulto cubierto por una colcha blanca asomándose como un fantasma. De pronto mi tío apareció por detrás y, señalando el bulto, nos dijo:

—Mirad, ahí está. La máquina de pelar pescado.

Nos quedamos mudos y paralizados ante la magnitud de tal descubrimiento. No me atreví a dar ni un paso más ni tampoco a tirar de la colcha. Tal vez porque por primera vez en mi vida comprendí el valor de lo sagrado y el acto impío y sacrílego de la profanación. Así que lo único que hice fue contener la respiración durante unos minutos y salir corriendo del garaje inmediatamente después.

Otro caso de afición a los cuadernos es el de mi padre, que, a sus diecinueve años, se convirtió en el capitán más joven de la marina mercante. Durante aquellos tiempos de juventud navegó todos los mares y océanos de la Tierra y algún que otro río amazónico, al tiempo que estudiaba en su camarote la carrera de Derecho. Cuando yo fui concebida en uno de aquellos viajes, mi padre se vio obligado a cambiar los océanos por las leyes. A pesar de ello, nunca renunció a la buena costumbre de escribir sus diarios de bitácora, ni siquiera durante sus últimos años de rutina funcionarial al servicio de una administración local en un pequeño pueblo de mar, desde cuyo puerto contempla los barcos que vienen y van.

Cada día de su existencia, desde que surcó los primeros mares hasta hoy, está recogido entre esas páginas que siempre obedecen a la misma estructura narrativa: tras una descripción meteorológica sucinta y un análisis introspectivo de su estado de ánimo, cierra la narración alguna nota o anécdota de la jornada doméstica o profesional, sin entrar nunca en detalles.

Por mi parte, yo también he heredado esta costumbre familiar del cuaderno.

Durante mucho tiempo he ido anotando cosas por aquí y por allá, dibujos, frases sueltas, algún sueño que otro. A pesar de no haber heredado ni el orden ni el rigor de mis predecesores, la verdad es que con mis primeras exposiciones de pinturas nació de pronto una necesidad de hallar un vínculo narrativo entre mis imágenes y mis palabras. Así que un buen día fui en busca de esos retazos de palabras que poblaban mis cuadernos y poco a poco las fui recomponiendo.

La intimidad del agua es mi primera recopilación. Veinticuatro relatos escritos a lo largo de diez años: desde la muerte de mi abuelo paterno en enero de 2008, que dio lugar al relato La muerte del reino de los inmortales, hasta el nacimiento de mi hijo, en enero de 2018, acontecimiento que ha dado título a dos relatos: La intimidad del agua y Azul, el pequeño lestrigón. Cada uno de los relatos se acompaña de su correspondiente ilustración o pintura (algunas son mías y otras de los artistas y amigos Reginald Nowe, Alain Godefroid, Max Morton e Ilva Sînta).

Este trabajo lleva muchos años viajando en mi mochila, pero como vivo en un mundo absolutamente ajeno al de la editorial y hasta ahora he carecido de valor para desarrollar actividades emprendedoras, yo también he preferido decir eso de «Ya lo patentaré un día. Siempre hay tiempo para patentar».

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