Dill McLain - Amalia en la lluvia

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Amalia en la lluvia: краткое содержание, описание и аннотация

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Amalia decide embarcar en un crucero que recorrerá las costas más australes del continente americano, pasando incluso por el cabo de Hornos. Tiene el firme propósito de encontrar a bordo ese hombre ideal que pueda compartir su vida con ella. Muy decepcionada, con el corazón deshecho y llorando lágrimas de rabia tras algunos encuentros y citas fallidas, sube a la cubierta superior en medio de un clima frío y lluvioso para apreciar y fotografiar al glaciar que por casualidad lleva su mismo nombre. En ese momento el navío está justamente cruzando frente a él. Resbala en el piso mojado, se enreda en su propia vestimenta y cuando esperaba caer, es sostenida muy a tiempo por unos musculosos brazos de hombre. Entonces renacerán en ella la esperanza y la ilusión de amar y ser amada.
Es este, Amalia en la lluvia, el relato que da título a la selección de cuentos con que la escritora suiza Dill McLain vuelve a sorprendernos. Con una narrativa fresca, amena y directa, nos atrapa y nos hace partícipes de sus increíbles historias de amor. En ellas, escritas muchas veces con aires de humor y ambientadas en sitios muy variopintos, luego de pasar por periodos de carencias, decepciones amorosas y relaciones rotas, los protagonistas terminan siempre por encontrar la felicidad.
La autora nos propone viajar con ella mientras disfrutamos leyéndola, pero al mismo tiempo nos hace reflexionar acerca de las situaciones en que la vida alguna que otra vez suele colocarnos. Su mensaje es claro. Por más difíciles que parezcan las circunstancias, nunca debemos abandonar los sueños, nunca debemos rendirnos, nunca debemos dejar de luchar por lo que nos interesa. Al final, de una forma u otra el destino jugará a nuestro favor y acabaremos por ser recompensados.

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—Las de Resplandor Inagotable, las de las baterías solar 7 plus C.

La voz de la parte trasera dijo sin vacilar:

—¡Perfecto, joven! ¡Absolutamente perfecto! ¡Gran compra! Estas acciones son oro molido y en las próximas semanas se incrementará muy rápido su valor.

El joven parecía asombrado y dirigió su mirada en dirección al portavoz. El amistoso perro continuaba lamiéndole el rostro. Por momentos hacía una pausa, miraba en derredor, parecía sonreír y continuaba entonces lamiendo.

Mientras tanto, el tranvía ya había dejado atrás otra estación y rodaba ahora en dirección a Paradeplatz. Sin embargo, cincuenta metros más allá, un automóvil con una placa cuya licencia no pertenecía a la ciudad, había sido abandonado encima de los raíles con una rueda pinchada, por lo que el tranvía tuvo que detenerse.

Desde el fondo, llegó otra voz preguntando con jocosidad:

—¿No podría usted prestarme el perro por unos diez minutos?

Una risa estruendosa inundó todo el tranvía.

—¿Cómo hizo exactamente el perro para comprar esas acciones? ¿Consiguió él su propia contraseña? —quiso saber un joven pálido de audífonos tipo hormiga. Y lo hizo exactamente con esa actitud tan típica de la gente joven, que siempre está dispuesta a adaptarse a los nuevos cambios que impone la tecnología.

—Pues todo fue muy simple, pero al mismo tiempo, muy idiota —explicó el hombre elegante—. Justamente estaba yo por confirmar mi compra después de haber tecleado 100 en el escaque correspondiente, cuando el perro, inesperadamente, saltó sobre mis rodillas y, de una forma casual, una de sus patas tocó la pantalla. De algún modo dio doble clic, cambiando el 100 por el 1.000. ¡Entonces, emocionado, se dio la vuelta y con su pata trasera rozó el botón derecho donde se confirmaba la compra! Yo fui testigo de lo que pasó. Pero todo ocurrió en fracciones de segundo. Cuando pude reaccionar, ya estaba en la pantalla el mensaje de la confirmación y el agradecimiento por la compra.

—¿Cuál es el nombre del perro? —preguntó una aguda voz de mujer desde el frente.

—Pues no lo sé, el perro no es mío —aclaró el hombre elegante.

De nuevo una risa estruendosa llenó el tranvía. Y luego, todo quedó otra vez en silencio.

Volvió a escucharse aquel fuerte y seductor gemido que sonaba en tonos distintos. La linda joven de pelo enrevesado, una vez más, tanteó dentro de sus bolsas en busca del móvil. Ya con el teléfono pegado a su oído, gritó:

—¡Ven aquí de inmediato! ¡No, no, no ha sido contigo, estaba hablando con el perro! ¡Tú te quedas exactamente donde estás! ¡Lo nuestro ya llegó a su fin! No somos una buena pareja. Tienes que buscarte a una sirvienta más sumisa. Yo soy una mujer independiente, con una buena profesión y pretendo continuar siendo así como soy. No acepto a un picaflor como compañero. La vida es demasiado hermosa y demasiado corta para perder el tiempo de esa manera. ¡Me has herido mucho!

Sollozando, la joven lanzó el teléfono dentro de la bolsa de papel. Un total silencio volvió a reinar en el tranvía, que, finalmente, pudo ponerse otra vez en marcha. Dos policías en monopatines, más un transeúnte que ayudó a manejarlo, lograron mover el automóvil que bloqueaba las vías.

El tranvía avanzó hasta Paradeplatz. Las puertas se abrieron y la mayoría de los pasajeros salió y comenzó a esparcirse en todas direcciones. Cerraron las puertas y el convoy continuó adelante.

Fuera del tranvía, en uno de los dos bancos situados en la parada, la hermosa joven se había sentado. Estaba completamente derrumbada, con todos sus paquetes tirados a sus pies. Rompió a llorar con gran dolor. Casi todo el mundo reparaba en ella, pero nadie estaba interesado en saber qué le pasaba.

El hombre elegante, que continuaba aún con el perro en sus rodillas, miró a través de la ventanilla y vio el llanto de la mujer sentada afuera. Quedó pensativo.

El tranvía avanzaba hacia adelante. Mientras le fue posible, continuó siguiendo con la mirada a la joven sentada en el banco. Comprendió que el perro que estaba abrazando y que tan amistosamente le había lamido la cara era de ella. Sintió el caluroso cuerpo del perro pegándose más a él y le acarició la piel.

El tranvía se detuvo en la próxima estación y otro grupo de personas descendió de él. Uno de los últimos en hacerlo fue el hombre elegante, acompañado del perro. Quedó allí de pie, en la parada, con la correa del animal en una mano y la tableta electrónica en la otra. Comenzó a llover. Le fue imposible abrir y sostener el paraguas plegable, así es que lo mantuvo cerrado en el bolsillo de su abrigo y volvió el rostro en contra de la lluvia. Empezó a caminar, desandando el camino que segundos antes recorriera en el tranvía.

Tenía veintinueve años, vivía solo y trabajaba cerca de ochenta horas a la semana. Era especialista en leyes de economía internacional y había abierto una oficina propia hacía tan solo un par de meses. Era lo que llamaban un cerebrito y había hecho una brillante carrera hasta la fecha. Para lograrlo, tuvo que estar noche y día durante muchos años sentado entre libros y archivos. Aun así, siempre le quedó un espacio para practicar deportes y para apreciar el arte. Pero en cuestión de mujeres era bastante inexperto. Eran en verdad bien raros los momentos en que se veía envuelto en algún que otro flirteo con una dama. Era algo tímido y lo ponían tenso los asuntos del corazón. Este particular aparentemente no lo molestaba, pero en lo más profundo sentía a veces que ciertas cosas lo removían y lo hacían darse cuenta de que algo le faltaba a su vida. En las fiestas, las féminas reparaban en él de inmediato, adoraban tantearlo; pero después de un corto tiempo perdían el interés y se volvían en busca de otro varón como blanco de sus conquistas.

Caminó con el amistoso perro a su lado y sintió de pronto que un sentimiento completamente nuevo se apoderaba de él. A través de los grandes ventanales del café de la próxima esquina, todos sonrieron al verlo con el perro en la lluvia. En la ventana de la peluquería, situada en la casa siguiente, se miró a sí mismo junto al can, reflejados en el cristal, y encontró la imagen absolutamente encantadora.

Aumentó el ritmo de sus pasos mientras pensaba: «Uno debería salir a pasear más a menudo y así mostrarse al mundo».

Entonces, más allá, frente al gran edificio de la sucursal, divisó a la joven sentada aún en el banco de la parada anterior del tranvía, encogida y llorando.

Dudó un momento. Pero luego empezó a correr. El perro se esforzó por seguir a su lado. Ambos llegaron jadeantes junto al banco. El hombre elegante se sentó, tomó las bolsas del piso y las puso a su lado. La lluvia arreció.

—¿Puedo ayudarla? —preguntó.

No hubo ninguna reacción por parte de la joven. Desde una de las bolsas, volvió a escucharse el seductor y fuerte gemido del teléfono móvil. Ella se llevó ambas manos a los oídos y gritó:

—¿Por qué él no me deja tranquila después de todo lo que ha pasado?

El hombre elegante rebuscó entre las bolsas y encontró el teléfono. Apretó el botón y contestó la llamada:

—¡Yo soy su abogado! ¡Por favor, déjela en paz ahora! ¡Vuestra relación ha terminado!

La joven lo miró atónita. Él abrió su paraguas y se acercó un poco más a ella en el banco. El perro saltó a su regazo. Por un momento, una débil sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de ella.

—Le gustas al perro —dijo.

Por qué expresó él lo que expresó, no sabía. Pero lo cierto fue que dijo:

—¿Y a ti? ¿Te gusto también?

El perro se quedó quieto y pareció expectante mirándola a ella y meneando la cola.

Ella tomó la grapa que sostenía su pelo y se peinó con los dedos. Luego se enjugó las lágrimas y dijo:

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