Solo cinco pasajeros no leían, ni escuchaban música, ni escribían textos. Ellos miraban en derredor, sonriendo y observando a los otros, discretamente o de forma abierta y directa.
Afuera todavía estaba bastante oscuro. Era la mañana del primer miércoles de noviembre, un típico día de otoño, ventoso y frío. Todos se arropaban con gruesos abrigos o chaquetas de invierno, incluyendo sombreros y bufandas, y además portaban paraguas.
En el último momento, antes de que las puertas cerraran, una mujer joven, muy atractiva, entró a toda prisa. Su pelo, claramente estaba recogido con mucha premura y le caía hacia un lado, dándole un toque algo salvaje. Llevaba en bandolera una raqueta de tenis, así como una gran bolsa con la cremallera medio abierta. En una mano, otro enorme bolso de viaje donde, al parecer, las cosas habían sido empacadas casi a presión para que cupieran. En la otra mano cargaba una jaba de papel de una tienda muy exclusiva, llenada seguramente con urgencia, pues algunas piezas de ropa colgaban hacia afuera. Con ella, saltó al tranvía un pequeño perro, que también de alguna forma sostenía con una correa. El perro tenía manchas negras y carmelitas en su pelaje blanco y parecía estar feliz. La joven, en cambio, se veía triste y algo confundida. El tranvía se puso en marcha y el perro desapareció entre las rodillas y las piernas de las personas más próximas. De la estación principal, el tranvía tomó una curva que hizo bambolearse de un lado a otro a sus ocupantes y desembocó en la famosa avenida de las Estaciones Ferroviarias. Los raíles estaban húmedos y el tranvía emitió un chillido. Se detuvo algunos metros antes de llegar a la próxima estación. Era evidente que el que le antecedía viajaba con retraso.
A esta hora era muy común que el tranvía número siete estuviese lleno de personas vestidas con suma elegancia y exhibiendo peinados muy bien cuidados. Los trajes y las chaquetas oscuras eran un imperativo en los hombres y, bajo la costosa bufanda de cachemira, uno podía adivinar los impecables cuellos blancos de sus camisas. El cuello levantado de las chaquetas indicaba la conciencia que tenían sobre la moda, llevada con algo de irreverencia y osadía. Las mujeres, por su parte, bajo los abrigos y trajes oscuros, ocultaban toda una variedad de blusas de colores hechas con una seda muy ligera, o pulóveres de cachemira muy finos. Las bufandas eran de seda gruesa. Ellas llevaban grandes bolsos comprados en tiendas escandalosamente caras, cuyos nombres eran bien visibles, estampados en el cuero o grabados en enormes y brillantes chapillas de metal. Por lo general, las personas parecían vivir como engañadas en este mundo, pero lo manejaban con un toque de real distanciamiento. Todos exhibían caras muy serias y se veían como estresados, lo que en parte debía ser una estrategia para enmascarar algunas otras tendencias. ¿Por qué, si no, se mostraba uno así tan temprano en la mañana, antes incluso de llegar al trabajo y de haberse encontrado con el jefe?
Probablemente, la mayor parte de estos pasajeros trabajaba en renombrados bancos o centros de finanzas, compañías de seguros, oficinas de la ley u otras empresas serias y tenía allí una buena posición por la que era debidamente remunerada, con perspectivas incluso de alguna vez obtener cierta fama y riquezas. La mayoría de los otros empleados, los que componían el resto del mundo trabajador, habrían tomado los tranvías anteriores o tomarían luego los que pasaban más tarde.
En medio de esta importante carga de pasajeros que movía el tranvía, uno podía sentir y hasta podía oler la amplitud y la grandeza del mundo, la eficiencia y el conocimiento, y tomarle el pulso a ese cúmulo de posiciones bien remuneradas que daba cierta idea de cuánta riqueza existía en la tierra.
Un gemido sumamente fuerte y muy seductor emitido en varios tonos, rompió de repente el aura de tranquilidad que imperaba en el tranvía. La mayoría de las personas movió con asombro las cabezas o giró sus ojos, buscando y preguntándose de dónde procedía. Y fue obvio que era del teléfono móvil de la joven que había subido acompañada del amigable perro. Ella dejó caer una jaba al suelo para poder escarbar en su otro bolso en busca del teléfono y también dejó caer la correa con que sujetaba al perro, que, ni corto ni perezoso, aprovechó la ocasión para escabullirse entre las piernas de los pasajeros más alejados, buscando un mejor sitio para echarse.
La joven finalmente encontró su teléfono y gritó con voz ronca:
—¿Qué pasa? ¿Qué más quieres? ¡Déjame sola! ¡No eres una buena persona! ¡Encuentra a otra sirvienta que te lave tus calcetines, tus camisas y tu ropa interior! ¡Una que te aguante tus infidelidades! ¡Déjame sola, desgraciado!
Dejó caer el teléfono en la bolsa de papel y resopló muy enojada. Entre tanto, el tranvía llegó por fin a la próxima estación y casi todos los pasajeros que habían sido testigos de la llamada telefónica quedaron expectantes por ver qué pasaría luego. Retornaron a sus posiciones anteriores, pero dejando un ojo y un oído en alerta.
No hubo espacio para pasajeros nuevos, nadie descendía, por lo que el tranvía siguió adelante. A la derecha apareció el pequeño parque donde se erigía el monumento al famoso y benévolo Heinrich Pestalozzi. Con una cara muy amistosa, sujetaba cariñosamente por los hombros y con mucho cuidado a un muchacho, que desde abajo le devolvía una mirada de respeto y admiración. El gesto y la forma de mirar de Heinrich Pestalozzi emanaban gran bondad.
Justo cuando el tranvía pasó la estatua, se escuchó un terrible grito que dejó a todos los pasajeros atentos. El chillido volvió y volvió a repetirse. Venía de un hombre elegante, de aproximadamente unos treinta años, con un maravilloso cabello castaño oscuro, vestido al estilo de un noble inglés y con un hermoso corte de cara donde se dibujaba cierta arrogancia. El hombre parecía haber perdido por completo su compostura.
En sus rodillas, estaba echado el perro de manchas negras y carmelitas. Parecía sonreírle con su lengua colgando hacia afuera y mirándolo con unos ojillos repletos de alegría.
El hombre elegante sostenía en el aire su tableta, al tiempo que chillaba:
—¡No, no y no! ¡El perro simplemente ha comprado 1.000 acciones! ¡Pero yo apenas quería comprar 100! ¡Esto es más que imposible! ¡Este perro ha comprado 1.000 acciones a mi nombre! ¡Esto es inaudito y ahora mismo acaba de suceder! ¡Un perro comprador de acciones!
Luego de esto, todo quedó tan callado como si fuesen ratones los que viajaban en el tranvía. Los pasajeros de atrás miraban insistentemente hacia adelante y los delanteros volteaban sus cabezas. Todo el mundo intentaba procurarse la mejor vista posible para presenciar lo que estaba aconteciendo. Pero, eso sí, con mucho disimulo, porque no podían renunciar al típico patrón suizo de fingir no estar interesados en el suceso y permanecer inamovibles en apariencia. Hasta ahora nadie había oído hablar ni había visto un perro que fuese capaz de comprar acciones. Y no sabían exactamente qué había pasado. ¿Alardeaba aquel hombre o era que en realidad tenía en su tableta algún tipo de aplicación para perros?
El hombre elegante suspiró ruidosamente y agregó:
—Esto me costará una pequeña fortuna. Adiós a la estación de esquí en Canadá esta Navidad. Voy a necesitar de todos mis ahorros para cubrir esa compra de 1.000 acciones que ha hecho hoy este perro.
Miró acusadoramente al amistoso can, que de inmediato comenzó a lamerle el rostro, denotando alegría. Desde la parte trasera del tranvía se escuchó una voz profunda, preguntando con mucha seriedad:
—¿Qué acciones fueron las que compró el perro?
El hombre elegante giró su cabeza y respondió con cierto orgullo en la voz:
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