Amalia en la
lluvia
Dill McLain
Traducido al español por Manuel Olivera Gómez
Primera edición: octubre de 2021
ISBN: 978-84-1115-356-0
© Del texto: Dill McLain
© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo
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Con especial agradecimiento a Manuel Olivera Gómez
por la traducción de mis cuentos,
escritos originalmente en idioma inglés.
Amor Eterno
«Podrá nublarse el sol eternamente,
podrá secarse en un instante el mar,
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón,
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor».
Gustavo Adolfo Bécquer (1836—1870)
Capuchino
Ella se reclinó hacia atrás, levantó su taza y se dispuso a disfrutar del primer sorbo de capuchino. Lo había esperado con mucha ansiedad. Pero, justo antes de probarlo, quedó rígida de estupefacción. La taza resbaló de sus manos, voló por encima de la mesa y el café caliente se derramó sobre la pierna derecha de un hombre alto parado delante de su silla.
—¡Pero Dios santo! ¿Qué es esto? ¿Una nueva forma de hacer amigos? —preguntó el hombre al tiempo que se daba la vuelta para mirarla. Ella continuaba petrificada en su asiento, observándolo. No podía hablar.
Él palpó su pantalón embarrado de café y dijo:
—Desconozco si es este el método que emplea para aproximarse a los hombres, pero le advierto, y disculpe que sea tan directo, usted podría perfectamente ser mi abuela, así que debe haber sido otro el motivo por el cual se impresionó de tal manera.
Mientras tanto, ella pareció recuperarse. Abrió su bolso, aunque sin apartar ni por un momento la mirada de aquel hombre. Sus dedos buscaron dinero dentro del monedero hasta que por fin encontró un billete de banco.
—Joven, yo siento mucho todo lo que ha pasado, no tuve ninguna intención de agredirlo —logró articular—. Debe creerme, así que, por favor, ¡tome este dinero para que pueda limpiar y recomponer sus pantalones!
Tendió hacia él un billete de cien euros y agregó:
—¡Por favor, siéntese y no haga ningún alboroto más!
Él se sentó de frente, mientras ella ordenaba dos nuevas tazas de capuchino. El camarero asintió con la cabeza y limpió los restos de café de la mesa.
Permanecieron en silencio hasta que las dos tazas fueron servidas. Entonces ella dijo:
—Mi nombre es Edith, tengo setenta y cinco años y hace siete que enviudé. Cuando usted apareció, cuando lo tuve frente a mis ojos, le juro que fue como si hubiera visto a mi primer gran amor. Fue como haber retrocedido cincuenta años en el tiempo. El mismo peinado, los mismos movimientos y también un perfil bastante similar. Fue como si la luz de un relámpago me hubiese iluminado por dentro. ¡Y me hizo pensar que debo encontrarlo!
Se dieron la mano y el joven declaró en medio de un suspiro:
—Bueno, yo me llamo Mirko y tengo treinta y seis años. Soy informático, pero perdí mi empleo porque no quise trabajar de noche y porque, además, existían ciertas irregularidades en ese trabajo con las que no me sentía a gusto. También pinto; la pintura es mi gran pasión y precisamente necesito las noches para eso. En fin, que estoy como moviéndome entre dos aguas. Trabajo a medio tiempo en la galería de arte que está ahí a la vuelta de la esquina y de cuando en cuando me dan la oportunidad de mostrar en ella mis propios trabajos. También tres veces a la semana, durante medio día, imparto clases de informática a adolescentes discapacitados.
Movió el billete encima de la mesa.
—No le puedo aceptar esto. Esta noche ya me encargaré de lavar mis pantalones. Eso haré. Y, por favor, quiero disculparme por haberla llamado abuela, es que estaba un poco estresado. Pero lo podría tomar como un cumplido, porque en verdad usted tiene cierto parecido con mi propia abuela, a quien yo quise mucho —dijo y tomó entonces un trago de capuchino antes de preguntar—: ¿Tiene idea de dónde puede estar viviendo ahora ese gran amor suyo?
También Edith tomó un gran sorbo de capuchino y, luego de una pausa, respondió con cierta luz en su mirada:
—No, no lo sé, absolutamente no. Hace ya muchos años que le perdí el rastro. Pero en estos últimos tiempos, después de enviudar, he pensado repetidamente en Curt, en qué habrá sido de él, en cómo le estará yendo. Cuando usted apareció, de inmediato algo dentro de mí me hizo sentir que debía buscarlo.
Mirko se apoyó sobre la mesa.
—Ok. Entonces, ¿por qué no empezamos? Hoy en día no es complicado. Tenemos la red, que ayuda bastante.
—¿Cuál red? ¿Me está diciendo que debo irme de pesca?
—La Internet.
—Ya, ¿y piensa que esa Internet sabe dónde puede estar Curt?
—La Internet como tal no puede saber dónde está Curt, pero puede ayudar a encontrarlo.
—¿Me está diciendo que la Internet puede ayudar a buscarlo? ¿Me está hablando en serio?
—¡Claro, señora!
—¡Por favor, llámeme Edith! —se arrimó un poco más a la mesa para acodarse sobre ella—. Tengo que ser con usted completamente franca, nunca le presté mucha atención a todas esas cosas electrónicas y ni siquiera tengo computadora. Pero, por favor, explíqueme todo lo que necesito para instalar esa Internet.
Ella le pidió a Mirko que le hiciera una lista bien precisa. El fuego en sus ojos parecía volverse más ardiente en la misma medida en que Mirko le iba explicando las posibilidades. De forma divertida, anotaba los insumos que necesitaría. Cuando hubo terminado, Edith le agradeció y le dijo:
—Voy a ocuparme de adquirir todo esto y luego usted se encargará de enseñarme cómo es que funcionan esas modernidades y esa laptop. Yo voy a pagarle el curso, claro. Ahora necesito irme, que tengo un montón de cosas por hacer. ¡Adiós!
Ella se alejó de prisa y Mirko, con el ceño fruncido, se quedó por un rato más.
Cuatro horas más tarde, Edith estaba sentada en el sofá de su sala de estar. Tenía una postura derecha y miraba fijamente una foto que sostenía en sus manos. La foto de cincuenta años atrás mostraba a un hombre alto, de cabellos abundantes y algo largos, con unos ojos azules que le iluminaban la cara, hermosa y de aspecto amigable. Su corazón comenzó a latir de prisa. Luego se aceleró más.
Estuvieron comprometidos por más de dos años, hasta que él le confesó sus planes de fundar una escuela de navegación a vela en Australia. Luego de terminar sus estudios de comercio, solo tenía una idea en la cabeza, trabajar duro durante un par de años y ahorrar el dinero suficiente para poder realizar su sueño. Cuando llegó el día en que debía tomar la decisión de acompañarlo, Edith no estaba lista para emprender un viaje a un sitio tan distante. Él se marchó solo. Y entonces poco a poco se fueron distanciando el uno del otro.
Edith ya pasaba de los treinta y cinco años cuando decidió casarse con un hombre mucho mayor que ella, que trabajaba como consultor en la administración de empresas. No tuvieron hijos, llevaban una vida muy tranquila y llegaron a ser una pareja ideal. Él murió dos años después de haberse jubilado. Desde entonces, Edith vivió sola. Estuvo cerrada a muchos intentos de aproximación por parte de algunos hombres interesantes. Pero, en cambio, tenía un buen círculo de amistades con las que compartía intereses comunes.
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