Dill McLain - Amalia en la lluvia

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Amalia decide embarcar en un crucero que recorrerá las costas más australes del continente americano, pasando incluso por el cabo de Hornos. Tiene el firme propósito de encontrar a bordo ese hombre ideal que pueda compartir su vida con ella. Muy decepcionada, con el corazón deshecho y llorando lágrimas de rabia tras algunos encuentros y citas fallidas, sube a la cubierta superior en medio de un clima frío y lluvioso para apreciar y fotografiar al glaciar que por casualidad lleva su mismo nombre. En ese momento el navío está justamente cruzando frente a él. Resbala en el piso mojado, se enreda en su propia vestimenta y cuando esperaba caer, es sostenida muy a tiempo por unos musculosos brazos de hombre. Entonces renacerán en ella la esperanza y la ilusión de amar y ser amada.
Es este, Amalia en la lluvia, el relato que da título a la selección de cuentos con que la escritora suiza Dill McLain vuelve a sorprendernos. Con una narrativa fresca, amena y directa, nos atrapa y nos hace partícipes de sus increíbles historias de amor. En ellas, escritas muchas veces con aires de humor y ambientadas en sitios muy variopintos, luego de pasar por periodos de carencias, decepciones amorosas y relaciones rotas, los protagonistas terminan siempre por encontrar la felicidad.
La autora nos propone viajar con ella mientras disfrutamos leyéndola, pero al mismo tiempo nos hace reflexionar acerca de las situaciones en que la vida alguna que otra vez suele colocarnos. Su mensaje es claro. Por más difíciles que parezcan las circunstancias, nunca debemos abandonar los sueños, nunca debemos rendirnos, nunca debemos dejar de luchar por lo que nos interesa. Al final, de una forma u otra el destino jugará a nuestro favor y acabaremos por ser recompensados.

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El artista parecía haber perdido el control de sí y con ambas manos se sujetaba la cabeza. El hombre de la recepción llegó corriendo para ver qué estaba sucediendo y dos invitados que en aquel justo momento solicitaban una reservación estaban también pendientes de la escena. Igualmente lo hacían algunos transeúntes, que, ante el barullo, se detuvieron para curiosear a través de un gran ventanal. Y llegó también el dueño del hotel, descendiente de una de las familias más conocidas del pueblo. Miró en una actitud de súplica hacia las dos obras desfiguradas y trató de buscar las palabras correctas para expresar su pesar. La mujer de rosa se mantenía allí, muy calmada, reclinada hacia atrás y con los brazos colgando, mirando fijamente las dos obras de arte destruidas con rostro inexpresivo, tal vez hasta indiferente, a pesar de haber sido ella la causante de todo aquel alboroto.

El artista estaba desesperado, presintiendo que su reputación corría el riesgo de verse seriamente dañada. Las dos obras que ahora estaban arruinadas eran el trabajo principal de su exhibición; por ende, las más valiosas y las que debían ser expuestas en la gran pared de este vestíbulo, donde serían pronunciados, además, los discursos de apertura del evento. Comenzó una discusión acerca de la posible cancelación de la muestra. Pero aun con las posibilidades de mensajería instantánea que ofrece esta era digital, donde la información acerca de la suspensión del evento podría ser transmitida en cuestión de segundos, los problemas que algo así generaría serían considerables. A un buen número de importantes personalidades de la sociedad local se le había cursado invitación, así como a la prensa. Al final todo resultaría en pérdidas tanto para el Palazzo Dalla Rosa Prati como para el artista, que estaba a punto de estallar en lágrimas. ¡Reinaba la impotencia! De hecho, el artista sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió los ojos, uno después del otro, con una expresión de desespero en el rostro. Para él, esto era el fin del mundo.

—¡Queréis parar ya con esta tontería! ¡Lo que pasó, pasó! ¡No eché a perder a propósito vuestros cuadros sagrados! ¡Y no va a ayudar si estáis aquí ahora con esas caras tristes y desvalidas sin ánimo para hacer nada! ¡Lo que necesitamos es hallar una solución! —sonó la voz seca de la mujer de rosa.

El artista emitió un fuerte sollozo y le lanzó una hiriente mirada, como de odio.

—¡Ninguna pieza que tenga la calidad de estas obras puede ser reemplazada en unas horas! —dijo, subrayando su manera de pensar con ademanes de desdén hacia ella y como menospreciándola; volvió su rostro hacia el otro lado mientras recalcaba en un tono de enojo:

—¡Usted no tiene ni idea!

La mujer de rosa se incorporó y con una mirada que parecía haberse incendiado de repente, le gritó:

—¡Deje ya de comportarse como un demente! ¡Tranquilícese! ¡Esto no es el fin de nada!

Se plantó luego delante del artista y, como si fuera la cosa más natural del mundo, le pidió con una voz muy segura:

—¡Por favor, consiga una variedad de colores de pintura acrílica que puedan secarse rápidamente!

Se volvió entonces hacia el dueño del Palazzo y le dijo:

—¡Me encantaría si usted me mostrara ahora, por favor, la colección de muebles viejos que guarda en el sótano del hotel!

Y antes de seguir al dueño, quien, frunciendo el entrecejo se puso en marcha de inmediato a través del vestíbulo, se volvió hacia el artista —que continuaba allí con la incredulidad prendida a su mirada— y con una sonrisa en los labios le dijo:

—¡Dese prisa! ¡Nos encontraremos en media hora en el último piso, en la Violeta!

Desapareció luego a través de la puerta.

Ella no se equivocó. El enorme sótano de aquella edificación con una historia muy antigua era el sitio perfecto para, en cuestión de minutos, poder encontrar lo que estaba buscando. El elegante dueño se había quedado apostado junto a la entrada y la vio aparecer de vuelta, trayendo dos puertas de madera que en el pasado debieron de pertenecer a alguna especie de armario, pero ahora estaban tiradas y aparentemente olvidadas bien al fondo, en la oscuridad de aquel recinto.

—¿Qué hay de estas? ¿Podría quedármelas? ¡Encajarían perfectamente en el propósito que tengo y estoy segura de que se convertirán en un éxito total! —preguntó la mujer de rosa, casi convencida de que la respuesta sería de su agrado. Sin detener el paso, abandonó el local cargando con las dos puertas a su costado.

—Bueno, son parte de algunos armarios que solemos colocar ahora sin puertas en los corredores para exhibir en ellos objetos decorativos. ¡Jamás hemos usado esas puertas! ¡Así que sí, puede quedarse con ellas! —le respondió el hombre elegante, siguiéndola por el corredor tras haber cerrado con llave la puerta del sótano. Se quedó algo intrigado pensando qué podría hacer ella con aquellos dos pedazos de madera.

Al llegar a la recepción, la mujer de rosa se detuvo por un momento, soltó las puertas y explicó:

—¡La vernissage se va a llevar a cabo tal y como estaba planeada! ¡Eso os lo aseguro! ¡No tenéis motivo alguno para el pánico! ¡Por favor, es necesario que consigáis dos sábanas viejas y una gran lámina de plástico! ¡Llevádmelo todo ahora mismo a la Violeta!

Dicho esto, asió de vuelta las dos puertas de madera y desapareció.

Media hora después, el artista apareció en la recepción cargando algunas bolsas de plástico. Le echó una mirada llena de dudas al recepcionista y, mientras agitaba varias veces la cabeza a un lado y otro, preguntó cuál era el camino para llegar a la Violeta —nombre que obviamente él sabía bien que debía corresponder a una habitación del hotel—. Luego de obtener respuesta, desapareció también en dirección al ascensor.

Mientras tanto, la mujer de rosa había transformado una esquina de la habitación, convirtiéndola en una especie de taller con la ayuda de dos sillas de baño sobre las cuales había apoyado las dos puertas de madera, no sin antes desempolvarlas. Abajo, el suelo estaba cubierto casi en su totalidad con sábanas de cama, así como con una gruesa lámina de plástico. Cuando escuchó que tocaban a la puerta, se incorporó con rapidez y avanzó presurosa para abrir. Era el artista quien estaba allí, cargando bolsas de plástico y mirándola con una expresión llena de dudas, de descontento y de profunda repulsión. Entró molesto, pasó con rapidez por su lado y colocó abruptamente las bolsas de plástico casi en el medio de la habitación. En tono enojado, le espetó:

—A fin de cuentas, ¿qué demonios pretende hacer usted con toda esta payasada? ¡Usted destruyó mis obras con su comportamiento tan idiota en la mesa! ¡Obras que son irremplazables! Y esa perspectiva de que salga algo más o menos decente, o al menos medianamente exitoso para el evento de esta noche, es absolutamente nula. ¡Es usted una vaca tonta!

—¡Eh! ¡Eh! ¡Mi nombre es Luna, no Vaca! —le dio ella un ligero golpe en el hombro—. Y el suyo es Sandro, de acuerdo a lo que pude leer en sus pinturas. ¡Siéntese ahí y pare ya con su furor!

Ella le señaló una silla situada frente a donde estaban apoyadas las dos puertas de madera y él se sentó gruñendo y con cierta vacilación.

Luna desempacó los tubos de pintura y los colocó con mucha gracia cerca de sus piernas, junto a algunos pinceles y una toalla.

—¡Ahora va a demostrarme que es realmente un artista! ¡Va a pintar sobre esas puertas, y en diferentes colores, sus típicas figuras onduladas! Eso sí, como tenemos tanta presión con el tiempo, usted lo ejecutará de prisa, ¡pero sin perder ni el placer de hacerlo ni su poderosa energía de siempre! Después yo haré mi parte. ¡Le daré el acabado final a ambos trabajos, pero solo cuando usted haya concluido!

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