Lo primero que Sandro pensó fue que aquella mujer estaba completamente loca, pero, en la misma medida en que fue asimilando el modo en que ella había preparado las cosas, comenzó a tener dudas acerca de su primera impresión. En realidad, comenzó a creer que ella podría tener algo bajo la manga y él no tenía pista alguna de qué podía ser. La manera tan decidida en que explicó su plan era sumamente rara y hasta parecía interesante. Como un autómata, empezó a abrir los tubos de pintura acrílica y, mientras se inclinaba sobre ellos, no dejó de observarla de reojo. Llevaba ahora el pelo recogido atrás en una cola de caballo. La luz de la habitación, al caer sobre su rostro, la favorecía notablemente, dándole una expresión dramática. Mirándola bien, se podría decir que era una mujer muy atractiva y que tenía un cuerpo muy bien tonificado. Sonriendo, ella le echó un vistazo y él fingió dedicarse —aún irritado— a colocar los diferentes tubos de pintura en cierto orden, pero en realidad hacía esto para ganar tiempo. Luna tomó entonces una revista y se tendió a leer en el sofá de estilo antiguo.
Después de pasar algunos minutos contemplando las puertas de madera, Sandro agitó por fin la cabeza, dejó escapar un par de comentarios inciertos y comenzó a pintar. Decidió darle a este misterioso proyecto de arte —propuesto por aquella mujer llegada de cualquier parte— una oportunidad, y con movimientos muy seguros les dio vida a grandes manchas onduladas de pintura acrílica sobre toda el área de la madera, no dejando libres ni siquiera los bordes.
«¿Por qué no haces algo loco alguna vez?», llegó hasta él su voz interna, mientras se llenaba de orgullo artístico y se disparaba su creatividad. Hasta ahora nunca imaginó poder pintar sobre puertas de madera. Pero, haciéndolo, se sintió incluso liberado, inspirado y hasta satisfecho de cierta manera. Al concluir, después de aproximadamente cuarenta y cinco minutos, se sintió relajado y en tono medio alegre declaró:
—¡Arriba, que aquí vamos! ¡Ahora le toca a usted hacer su parte!
Luna se levantó de su asiento, soltó la revista y vino a ver la labor que había hecho.
—¡Sí, perfecto! ¡Eso es exactamente lo que quería! ¡Ahora ya puede usted continuar con el segundo trabajo! —comentó ella moviendo la cabeza en señal de aprobación y como si su orden fuera lo más natural del mundo.
Se sentó entonces en el piso, justo frente a la obra a medio hacer, extendió la mano hasta los tubos de pintura y acercó hacia ella tres colores diferentes. Con un pincel en la mano estuvo un momento sin apenas moverse, como concentrándose con intensidad en las manchas coloreadas de la madera. Sandro comenzó a trabajar en la segunda puerta, pero sin dejar de observarla meticulosamente con el rabillo del ojo, muy pendiente de lo que hacía. Ella lo sabía muy bien. De repente empezó a trabajar y en un santiamén tuvo listo una especie de árbol ambulante, muy erguido y a todo lo largo y ancho de la puerta. Parecía moverse a grandes pasos a través de las ondas multicolores. Se veía enorme y le daba, sin dudas, un gran aporte a todo el trabajo. Sandro quedó tan sorprendido ante esta acción creativa que, por un momento, solo pudo quedarse sentado allí con la boca abierta, sosteniendo el pincel hacia abajo, sin darse cuenta de que la pintura acrílica comenzaba a chorrearse y a manchar sus pantalones. Estaba aturdido, absolutamente aturdido, y no era consciente de que le estaba sonriendo con felicidad a ella y que sus ojos habían adquirido un extraño brillo.
«Esto es increíble», pensó.
—¡Vamos, siga con su trabajo! ¡Yo estoy esperando! —exigió Luna, mostrando una expresión de alegría y esgrimiendo una sonrisa muy particular. Se sentó entonces al lado de Sandro y se puso a observar cómo pintaba aquellas poderosas ondas con una absoluta maestría en sus pinceladas. Pensó para sí misma que lo estaba haciendo muy, pero muy bien y que, además, era un hombre extremadamente guapo. Pero, sin dudas, estaba necesitando de un buen y nuevo incentivo para sacar afuera toda su creatividad.
Sandro sintió que los ojos de ella lo escrutaban. Hizo una pausa, mirándola con el rostro radiante e ilusionado, algo que no era habitual en él desde hacía mucho tiempo. Luego, continuó con su trabajo.
Después de terminar su parte, él volvió a comentarle:
—¡Venga! ¡Ya puede usted asumir el control!
Se puso en pie, dejando su sitio libre para ella. Se fue hasta el sofá y se puso a observar con minuciosidad cómo ella realizaba su parte. ¡Era el turno de su árbol andante!
Ella sabía con exactitud lo que hacía y a él le quedó claro que ni remotamente era una mujer inexperta en cuestiones de arte. Disfrutaba mirándola. Sentía como que un torrente de fuego comenzaba a subir por todo su cuerpo. Estar con ella en este improvisado atelier había puesto su mundo de revés. Estaba emocionado, pero también relajado, porque de alguna manera se sentía como en casa. Se deshizo de los zapatos y subió las piernas al sofá. Cruzó las manos tras la cabeza, se apoyó atrás y le dijo en un tono de voz casi confidencial:
—¡Esta no es la primera vez que usted pinta! ¡Eso está claro para mí! ¡Usted tiene que ser una artista!
—¡Yo finalicé estudios en la Academia de las Artes! Participé luego en un par de exposiciones donde pude vender algún que otro de mis trabajos. En los tres años siguientes me dediqué a viajar por el mundo, haciendo un poco de arte por aquí o por allá, pero, a la vez, disfrutando de la vida. Después de esto, regresé —me había quedado sin dinero— y me hice de un empleo en una empresa de diseños, donde ciertamente pude hacer algunas buenas obras, aunque, por supuesto, tuve que respetar ciertas reglas a la hora de entregar los proyectos que me solicitaban. En mi tiempo libre, pude seguir creando mis propias obras y participar otra vez con éxito en algunas exposiciones colectivas. Justo en mi primera exposición personal fue que conocí al irresistible hombre con quien mantuve casi seis años de relación. No vivíamos juntos, pues siempre me dijo que tenía ciertos problemas en la familia que le impedían seguir adelante con su divorcio. Llegó a mi exposición junto a un grupo de amigos. Se puso a adularme y yo quedé hechizada. Me conquistó de inmediato. Era, desde todo punto de vista, lo que yo había pensado siempre que debía ser la pareja ideal para mí. Guapo, muy educado, deportivo y muy interesado en el arte y la cultura. Trabajaba como gerente principal en una firma de importación y exportación que lo obligaba a estar viajando constantemente. Así que a partir de ese momento comenzamos a encontrarnos en toda suerte de lugares románticos, incluso fuera del país. Y también pasábamos juntos bastante tiempo en mi pequeño piso. Él pensaba que lo mejor para mí sería regresar a trabajar a la empresa de diseños y yo fui tan tonta que seguí su idea solo para agradarle. En fin, que nunca más volví a tener suficiente tiempo para dedicarme a mis propias creaciones como pintora. Nos llevábamos bien y para mí era más que seguro que un día nos casaríamos y nos instalaríamos juntos. Justo ayer debíamos habernos encontrado en este hotel para celebrar nuestro sexto aniversario. Ya habíamos estado aquí antes; es un sitio que nos agrada y pensamos que sería el lugar perfecto para nuestra celebración privada. Él no apareció. Y luego, ya tarde en la noche, me envió un mensaje electrónico informándome que todo había acabado entre nosotros, que no podía seguir adelante con su divorcio porque esto significaría perder su bien pagada e influyente posición laboral, así como otras comodidades, pues la compañía para la que trabaja es propiedad de su suegro. Me deseó buena suerte. Así fue su despedida. Por largo tiempo me quedé sentada en ese mismo sofá en que está usted ahora, tratando de entender lo que había pasado. Me preguntaba una y otra vez por qué tuve que caer en brazos de semejante bastardo, confiando ciegamente en él, entregándole todos mis sentimientos y todo mi amor, para solo obtener, al cabo de seis largos años, una terrible carga de crueldad y decepción. Fue una mala noche para mí la de anoche, sin poder conciliar el sueño, luchando para que no se dañara mi autoestima y, por supuesto, llorando como una endemoniada. ¡Y todo esto a sabiendas de que no merece en absoluto que llore por él!
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