Dill McLain - Amalia en la lluvia

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Amalia en la lluvia: краткое содержание, описание и аннотация

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Amalia decide embarcar en un crucero que recorrerá las costas más australes del continente americano, pasando incluso por el cabo de Hornos. Tiene el firme propósito de encontrar a bordo ese hombre ideal que pueda compartir su vida con ella. Muy decepcionada, con el corazón deshecho y llorando lágrimas de rabia tras algunos encuentros y citas fallidas, sube a la cubierta superior en medio de un clima frío y lluvioso para apreciar y fotografiar al glaciar que por casualidad lleva su mismo nombre. En ese momento el navío está justamente cruzando frente a él. Resbala en el piso mojado, se enreda en su propia vestimenta y cuando esperaba caer, es sostenida muy a tiempo por unos musculosos brazos de hombre. Entonces renacerán en ella la esperanza y la ilusión de amar y ser amada.
Es este, Amalia en la lluvia, el relato que da título a la selección de cuentos con que la escritora suiza Dill McLain vuelve a sorprendernos. Con una narrativa fresca, amena y directa, nos atrapa y nos hace partícipes de sus increíbles historias de amor. En ellas, escritas muchas veces con aires de humor y ambientadas en sitios muy variopintos, luego de pasar por periodos de carencias, decepciones amorosas y relaciones rotas, los protagonistas terminan siempre por encontrar la felicidad.
La autora nos propone viajar con ella mientras disfrutamos leyéndola, pero al mismo tiempo nos hace reflexionar acerca de las situaciones en que la vida alguna que otra vez suele colocarnos. Su mensaje es claro. Por más difíciles que parezcan las circunstancias, nunca debemos abandonar los sueños, nunca debemos rendirnos, nunca debemos dejar de luchar por lo que nos interesa. Al final, de una forma u otra el destino jugará a nuestro favor y acabaremos por ser recompensados.

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Sandro la había estado escuchando atentamente y la miraba ahora con rostro compasivo. Estaba a punto de dedicarle algunas palabras dulces para consolarla, cuando ella dijo con autoridad:

—¡Debemos colocar algunos ganchos en la parte trasera de las maderas pintadas para poder atar el alambre con que luego serán colgadas! ¡Estoy segura de que ellos tendrán lo necesario abajo, en el sótano del hotel! De no ser así, ¡habrá que colocarlas encima de un par de sillas!

—Bien, ¡conseguiré todo lo que haga falta! —dijo Sandro incorporándose, y abandonó la habitación.

Cuando regresó, ella estaba en la cama, durmiendo. Decidió no hacer ruido y presentar entonces las dos nuevas obras de arte —siguiendo su idea— montadas en un par de sillas. Había preparado una etiqueta para cada una. En la primera línea aparecía el título y en la siguiente, luego de la palabra «precio», escribió: «Será vendido al mejor postor de la noche». Sonrió y le lanzó una mirada llena de amor a la mujer yacente en el lecho. Luego se sintió un poco perdido, pues no sabía exactamente lo que debía hacer y se sentó en el sofá, dejando que las ideas fluyeran dentro de él. Se recostó hacia atrás y al final también él se quedó dormido.

Lo despertó el sonido de vidrios tintineando. Se incorporó, todavía medio aturdido. Ella estaba de pie frente a él con dos copas de vino en las manos. Llevaba pantalones de cuero negro y una camiseta de un violeta intenso con pequeños adornos brillantes que formaban palabras. El pelo lo llevaba recogido atrás en una coleta y usaba unos pendientes con pedrerías, seguramente muy costosos, que realzaban aún más su elegancia. El maquillaje que se había puesto en el rostro les daba más vida a sus maravillosos ojos. Sandro se quedó mudo, no supo qué decir. Estaba desconcertado ante tanta belleza.

—¿Es que pensaba dormir toda la noche y perderse nuestra propia vernissage? —bromeó ella sonriéndole, mientras sostenía bajo sus narices la copa de vino.

Él se recompuso y lentamente se incorporó.

—¡Venga, venga conmigo! ¡Usted debe comer algo antes de su aparición triunfal como artista anfitrión! ¡Tiene que verse reluciente y espléndido! —dijo ella.

Previamente le había preparado un gran plato con jamón de Parma y un plato más chico con queso parmesano. Le ofreció, además, frescas rebanadas de pan recién cortadas. Mientras comían, comenzaron a charlar sobre diferentes cosas. Entretanto, llegó la hora en que deberían bajar y prepararse para recibir a los invitados que fueran arribando.

—¡Espero que no se moleste si bajo yo también para estar a su lado! —dijo Luna volviéndose hacia él justo antes de abrir la puerta.

Sandro asintió con la cabeza antes de responder:

—¡Pero claro que no voy a molestarme! ¡Usted es tan responsable como yo del resultado final!

—Yo tengo que ser muy franca con usted —dijo ella dudando un poco antes de hablar—, pero esos otros dos trabajos, los que yo eché a perder embadurnándolos con mermelada, hojuelas de maíz, yogurt, jugo y capuchino, no eran sus mejores obras. ¡Resultaban aburridos! Por eso no podía entender el porqué de ese gran escándalo que armó en la sala del desayuno.

Él tragó en seco y pensó que, de algún modo, ella tenía razón.

—¡Y yo considero que esto animaría un poco su atuendo! —dijo ella mientras le enroscaba un largo pañuelo azul en el cuello—. ¡Venga, vámonos ya!

Cada uno tomó una de las puertas sobre las que habían trabajado y felizmente pasaron con ellas por delante de la recepción, sonriéndole al hombre joven que la atendía, quien, con ojos sorprendidos, miró las dos obras de arte. También apareció el dueño del Palazzo e igualmente los miró asombrado.

Ya algunos invitados habían llegado y en un tiempo muy corto la vernissage estaba en pleno apogeo. Todas las obras de arte dispuestas a lo largo del corredor fueron admiradas. Sin embargo, no había dudas de que la principal atención recaía en las dos grandes obras expuestas en el vestíbulo principal, las pinturas hechas sobre las dos puertas de armario. Despertaban una gran curiosidad y el fotógrafo de la prensa no paraba de hacerle instantáneas. Grupos de expertos en la materia se detenían frente a cada obra, discutiendo acerca de lo interesante de las ideas, de la energía que transmitían los cuadros y, por supuesto, acerca de los posibles precios y hasta dónde podrían llegar las apuestas. En las etiquetas adjuntas a cada silla, había ya, registradas, varias ofertas. De hecho, parecía ser como una subasta capaz de organizarse por sí sola. La atmósfera era excelente. Fluían las conversaciones interesantes, interrumpidas a menudo por alegres risas.

Pocos minutos antes de que el reloj marcara las nueve, un hombre elegantemente vestido de unos treinta y tantos años se acercó a Sandro, le presentó su tarjeta comercial y le anunció que pretendía comprar las dos obras pintadas en las puertas que se exhibían en el vestíbulo. Su oferta era la más alta de todas. Explicó, además, que él era el gerente general recién designado de la nueva sucursal de un banco muy conocido que abriría sus puertas el mes próximo en esa ciudad, y que le encantaría comprar seis trabajos más de este tipo para colgar en la sala de reuniones y en la sala de entrenamiento de su personal. Subrayó que era un gran amante de los árboles y sentía que aquellas obras despedían una energía tremenda, pero al mismo tiempo daban calma y confianza, aportándole inspiración y positivismo a quien las observara.

—¡Era esto exactamente lo que queríamos lograr con estos trabajos! ¡Tiene usted toda la razón! ¡Será un gran placer crear para usted otras seis obras! —escuchó Sandro la voz de Luna, quien se había plantado delante del banquero con actitud de experta y ademanes de gran artista.

—¡Vosotros formáis una maravillosa pareja de artistas! ¡Estoy hasta un poco celoso! —añadió el banquero en un tono afable y se despidió de ellos con un gesto elegante.

Luna y Sandro quedaron de pie frente a sus trabajos, encantados, pero también algo avergonzados por los elogios. Se miraron el uno al otro con cierta timidez. Sandro fue el primero en recuperar nuevamente la calma. Pasó el brazo alrededor de la cintura de ella al tiempo que le decía en un tono de felicidad:

—¡Ya usted escuchó lo que dijo el banquero! ¡Formamos una maravillosa pareja! ¡Debe tener razón! Es un gran hombre de negocios, muy adinerado. ¡Qué maravilla! ¡Vayamos a celebrar con una pasta deliciosa! Yo sé de un lugar, pasando la esquina, donde sirven unos divinos platos de pasta. Allí podremos conversar acerca de nuestra próxima colaboración en las seis obras que debemos entregarle a ese banquero.

El restaurante servía realmente una pasta deliciosa y los dos la pasaron muy bien después del espectacular éxito en la vernissage.

Sandro se había divorciado hacía ya muchos años, convirtiéndose desde entonces en un soltero empedernido que disfrutaba de eventuales aventuras románticas, pero que no quería verse nunca más por el resto de sus días envuelto en compromisos u obligaciones de pareja. Fue esa su firme actitud hasta la media tarde de este día, cuando algo muy fuerte comenzó de repente a estallar dentro de él. Concretamente, fue en el momento justo en que estaba sentado en aquella habitación de hotel llamada Violeta, escuchando las explicaciones de Luna acerca de lo que debía hacer con las dos puertas de madera. De un minuto a otro comenzó a sentirse cada vez mejor y su bienestar llegó a tal punto que quedó convencido de que toda su energía interna se había transformado. Luego, cuando regresó a la habitación del hotel y la encontró dormida, se sintió en las nubes. Fue como volver a casa. Después, al disfrutar juntos del vino que ella había servido mientras él tomaba una siesta, comenzó a percatarse de cuán hermosa era, y, como una indetenible cascada, torrentes de deseos comenzaron a fluir de sus pupilas. Por supuesto, él intentó no mostrarlo. Estaba asustado por este repentino sentimiento tan embriagador. En la vernissage, apenas sí podía atender a los comentarios que hacían los visitantes. Actuaba como un autómata, con una encantadora sonrisa prendida a sus labios, pero en realidad solo tenía ojos para ella. Todo su ser estaba confundido. Sin embargo, la sensación era maravillosa.

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