Burkhard Driest
Lluvia Roja
Toni Costa, 1
Título de la edición original: Der rote Regen
Traducción del alemán: Laura Manero Jiménez
La belleza comparte contigo
la luminosidad del día.
¡Comparte tú con ella el fluir del agua!
Al que abandona, lo deja con el corazón a oscuras
y le hace escuchar a los chacales.
Sabiduría Yoruba
Por su apoyo, les doy las gracias a Christian Pfeiffer, Dieter Langendörfer y Klaus Püschel.
Mi más sincero agradecimiento también para Susanne Matz, Heidi Voigt, Erika Radtke, Ute Sperling, Andrea Etz, Ingrid Winter, Kora Perle, Katarina Anastesian, Konstanze, Andy y Carlos.
Y a mi familia: Uta, Andreas, Julian y Johanna.
«¡Que desaparezca de una vez esa repugnante telilla amarillenta!» A Ingrid se le aceleró el corazón. Tenía los ojos inyectados en sangre, el pulso le palpitaba en los oídos. Sintió un roce.
– ¡Eso no lo he soñado! -gritó-. ¡Alguien me ha tocado! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!
Se incorporó y logró bajar las piernas del sofá. Se puso de pie, pero se tambaleaba.
Sintió un mareo, tuvo que apoyarse y tocó entonces una sustancia blanda. Tenía algo en los brazos y en las manos. Se sostuvo con fuerza. «¿A qué huele?» Le dio la sensación de que reconocía ese olor, pero un fuerte golpe hizo que se desplomara de nuevo en el sofá. Unas manos la agarraron del cuello. Apretaron. Ingrid luchó contra ellas. Sus músculos perdieron fuerza y se dejó caer hacia atrás. La presión de la garganta aflojó un momento. Ingrid volvió en sí y quiso resistirse, pero enseguida quedó tumbada, inmóvil. Le costaba trabajo respirar. Se obligó a abrir los ojos, tenía que ver qué estaba pasando.
Una sombra se movía por encima de ella. Comprendió que estaba sufriendo un ataque cardíaco, un ataque de pánico. En ese momento pareció remitir, pero de nuevo volvieron a estrangularla. Jamás se había enfrentado a algo tan espantoso como esa brumosa figura amarillenta. Se le hinchó todo el rostro, abrió la boca para intentar tomar aire desesperadamente y se le salió la lengua fuera. Tenía los ojos desorbitados.
«Estoy internada en un sanatorio.» Desde su juventud, esa frase había sido en su conciencia como el cerco que deja un charco al secarse. Tarde o temprano, siempre acababa por reaparecer. Ingrid no comprendía por qué. No quería reconocer que era la metáfora de su vida; la metáfora de toda su generación, en realidad. Describía esa sensación de verse recluido en un perfecto y meditado orden de comodidad. Una sensación de opresión. De estar aprisionado en algo que no era deplorable, pero que, no obstante, nadie encontraba natural.
Sus primeros años de vida habían coincidido con la época de la última guerra mundial; «conflagración mundial», habría preferido llamarla ella. Con siete y ocho años, había pasado noches que le parecían interminables temblando en los bunkeres antiaéreos de Colonia. Igual que los vuelos rasantes, sus miedos aparecían sobrecogedora y súbitamente, y la impulsaban a realizar cosas inexplicables. Una vez hicieron que se levantara de un salto entre toda la gente que permanecía acuclillada, murmurando sus tenues oraciones, y meara de pie delante de ellos. En un inesperado silencio bélico, el chorro se oyó caer como si no tuviera fin. Una sombra se levantó de entre los agazapados, junto a ella, y le dio un bofetón. De pequeña siempre le pegaban y la atormentaban. Pero así eran aquellos tiempos. Ni ella ni nadie quiso volver a saber nada después.
Sin embargo, esas traumáticas emociones siguieron viviendo en su interior como fantasmas en el alcantarillado de una hermosa ciudad. Y hermosa era lo que Ingrid Scholl deseaba ser.
Cada vez más hermosa; ésa habría sido su intención de no haber encontrado su vida un repentino final con ese espantoso suceso. No habría abandonado su lucha a ningún precio. La decisión de no rendirse le parecía acertada desde antes de dejar atrás la pubertad, así que, mientras la asesinaban brutalmente, siguió luchando hasta su última convulsión nerviosa.
Era la última semana de la temporada. Por colinas y valles resonaba la llamada del disc-jockey: «Nos veremos esta noche, tonight we are all together». Pero ella se alegraba de que el bullicio fuera a terminar pronto. Los yates de lujo zarparían de nuevo, los restaurantes y los hoteles cerrarían, las estanterías de los supermercados volverían a estar llenas y las calles, transitables. El sol y el azul del cielo contenían ya algo de la clemencia del otoño. Ya no había que huir del sol, aunque seguía siendo aconsejable que ese día se sentaran a comer bajo una de las sombrillas del Mesón Sidrería, allí abajo, en el puerto deportivo. Mientras esperaba a Erika y a Franziska contempló las gaviotas que sobrevolaban los veleros. La noche anterior, Franziska había hecho una fondue de queso en su casa y habían vuelto a pasar una de sus típicas veladas. A Franzi al menos se le daba bien la cocina. Pero ¿no era ella demasiado rica para compartir una fondue de queso con Erika y Franzi? Sus dos amigas llegaron juntas y pidieron vino blanco. Ingrid no probó, porque quería que le echaran las runas y esos días tenía prohibido el alcohol. A lo mejor por eso se sentía tan rara.
El caso es que no se encontraba bien. Últimamente tenía muy a menudo esa sensación, como cuando su mirada se había detenido sobre la foto de Günter mientras se pintaba las uñas. Estaba pensando en encargar, además de las orquídeas, otra caja de bombones de la pastelería Es Moll d'Or, y mientras tanto miraba la fotografía. De repente el cristal se había resquebrajado y había saltado hecho añicos.
– Seguro que no había podido soportar la melancolía de tu mirada se burló Erika, y Franziska se echó a reír.
A lo mejor sí era la inquietud de saber que Martina iría a verla esa tarde a las siete y media para echarle las runas. Unas runas que se lo dirían todo sobre Günter. En cualquier caso, sería mejor que pasara antes por la consulta de la doctora Sperl. Llamó desde el móvil y le dieron hora para las cuatro y media.
Erika les explicó cómo había ido su peeling en el centro de belleza. Martina la había animado tanto a que fuera a visitar a su hijo a Mallorca esa tarde, que al final se lo había prometido.
– Martina es un auténtico cielo -dijo Erika-. Un verdadero ángel.
Ingrid asintió, aunque era de la opinión de que Martina cualquier día reventaría de tanta adulación. Incluso creía que debería ir a que se lo viera un médico, igual que ese síndrome de auxiliadora que tenía.
– ¿Por qué te ha insistido tanto? -preguntó Franziska.
– Dice que un hijo siempre merece el amor de su madre. Por mucho que se haya casado con una pánfila. Bueno, lo de pánfila no lo ha dicho ella.
– Pero si ya estáis reconciliados, creo yo -dijo Ingrid-. Y, además, esta tarde querías venir a ver cómo me echaba las runas.
– Es que ahora ya se lo he prometido -repuso Erika-. Las preocupaciones, el odio y la hostilidad afean. Lo hago todo por la belleza.
Ingrid se despidió de las dos para tener tiempo de ir a casa a echarse un rato.
Cuando se puso en camino hacia la consulta, poco antes de las cuatro, vio que los coches de Erika y Franziska ya estaban en el garaje subterráneo. Sabía que después de la abundante comida y la botella de vino estarían bastante cansadas y dormirían la siesta hasta las cinco. Subió a su todoterreno. No le importaba conducir, y de todas formas no habría tenido tiempo de ir a pie desde Vista Mar hasta el centro. Aparcó el coche delante del supermercado que quedaba enfrente de la consulta. La doctora Sperl la visitó, pero no le encontró nada, así que le preguntó si se tomaba con regularidad las pastillas para el corazón. Le aconsejó que fuera cuidadosa con el café y el alcohol. A Ingrid eso le molestó, porque ya le había explicado tres o cuatro veces a esa Sperl que nunca tomaba café.
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