Tomó una nueva bolsa y se encaminó con pasos agigantados al dormitorio. Quiqui, que corría a su lado, saltó hasta el armario y atrapó el vestido de seda —como si quisiera ayudar con la limpieza— y nuevamente el traje de noche cayó sobre él, envolviéndolo por completo. El perro entró en pánico y se puso a corretear de un lado a otro de la habitación para intentar liberarse de la tela de seda que le cubría el cuerpo. Pero quedó atrapado por el cinturón del vestido y terminó arrastrando de un sitio a otro la prenda.
Walter ya había despejado casi la mitad del armario. Los sweaters, las blusas, las faldas y los pantalones de Doris resultantes de aquella limpieza los había enrollado en una especie de orgía salvaje de prendas de vestir, arrojándolas con ambas manos a la basura. Liberó al perro de su carga sedosa, echó diversos objetos de la mesa de noche dentro de la bolsa y dejó la habitación. Rápidamente, continuó con su proyecto de depuración hasta que ningún vestigio de Doris estuvo ya visible.
Cinco abultadas bolsas de echar desperdicios industriales quedaron dispuestas en fila en el vestíbulo. Walter entró a su estudio, escribió un mensaje electrónico al responsable de limpieza y mantenimiento de su compañía para que las bolsas fuesen recogidas a primera hora de la mañana del lunes.
En su andar por el vestíbulo, sacó de la pared aún tres cuadros más, los desgarró y los tiró a las bolsas.
Al frente, donde el vestíbulo se ampliaba desembocando en el área de la entrada, en una especie de hornacina en la pared, reposaba el arpa que él había comprado para Doris cuando ella tuvo la intención de tomar clases para aprender a tocar este instrumento. Jamás asistió a ellas.
A Walter le gustaba mucho la música del arpa. Estuvo parado un buen tiempo frente al bello instrumento, apretando los labios. El arpa no tenía la culpa y, además de ser hermoso, emitía un maravilloso sonido. Como objeto decorativo era quizás demasiado grande —cualquiera sabe—, pero tal vez él podría tomar lecciones para aprender a tocarlo o hasta podría muy bien venderlo luego. Puso sus manos sobre las cuerdas del instrumento y el sonido que emitió lo llenó de regocijo y terminó por convencerlo. Una y otra vez acarició las cuerdas del arpa y el fuego encantador de su sonido llenó todo el vestíbulo.
Se sobresaltó, apretó los labios, cerró los puños contra el instrumento y avanzó a la carrera hasta el reproductor de CD. Golpeó el botón para cortar el flujo de electricidad. La cascada de música electrónica se detuvo abruptamente. Un silencio sepulcral invadió todo el recinto.
Walter se hundió en una silla del comedor. Puso sus brazos encima de la mesa, se inclinó hacia delante y enterró la cabeza entre sus propias manos en medio de un ruidoso sollozo. Sintió cómo las lágrimas corrían, haciendo riachuelos en sus mejillas. Al caer le empapaban las mangas de su sweater de cachemira.
Fue como si el dique de una represa se hubiese quebrado. Las lágrimas fluían incesantemente en medio de aquellos sollozos de angustia. Una punzada le recorrió la espalda y sus hombros se estremecieron. Su corazón pareció haberse partido en pedazos y por las heridas abiertas se filtró el dolor. Infinito dolor.
Por mucho, mucho tiempo, quedó Walter allí, sollozando sobre la mesa. Una eternidad redentora. Después, el lloriqueo cesó, pero a intervalos aparecían nuevos llantos. Y volvía una y otra vez a sollozar.
Dieciocho meses de pena contenida, de impotencia, de horror, de vergüenza y de deseo por ella explotaban ahora en un torrente de lágrimas que quería escapar fuera de él.
Repentinamente, escuchó un ladrido y se incorporó. Arrastró su cuerpo maltrecho por el corredor y vio a Quiqui tras la puerta de entrada al departamento, ladrando con insistencia hacia afuera.
Abrió la puerta del departamento y escuchó que alguien lloraba. Se apresuró a bajar por las escaleras y encontró a una mujer extraña, de pelo oscuro medio largo, sentada en el rellano. Apoyaba los codos en el regazo y lloraba amargamente con el rostro hundido entre las manos.
—¿Qué le pasó? ¿Por qué llora usted de ese modo? ¿Quién es usted? —preguntó él en un balbuceo.
Ella levantó el rostro sollozante y, sin mirar a ningún sitio, movió su mano y apuntó hacia la puerta del departamento opuesto al de Walter al tiempo que decía:
—Soy Julia Sennhauser, vine a hacerle una visita a mi exnovio, pero ya él no vive aquí. Siempre pensé que regresaría a mí. He esperado por él todos estos meses. Ahora se ha ido. Se ha marchado llevándose con él algunas de mis cosas y sin decirme nada.
Ella emitió un suspiro y volvió a hundir el rostro entre sus manos. Walter sintió que un instinto masculino de protegerla despertaba en él. Se enderezó, tomó un profundo aliento y le habló con fuerza y de forma muy convincente:
—Su exnovio se mudó hace muy poco de aquí, después de servir de anfitrión cada dos semanas a una nueva compañera. ¡Ese gigolo miserable no merece que usted derrame por él ni una simple lágrima!
Ella lentamente volteó la cabeza y le miró. Se echó entonces hacia atrás y le dijo algo consternada:
—¿Pero a usted qué le ha pasado? Ha estado llorando también, se ve absolutamente terrible. ¡Es como si se hubiera visto envuelto en una gran batalla!
Le puso en las manos el espejo de su polvera. Walter se inclinó ligeramente y se miró en el pequeño objeto. Quedó anonadado. En efecto, se veía como un ánima emergida del mismísimo infierno. Se sentó al lado de ella en las escaleras y suspiró. Luego dijo:
—Sí, he estado como vagando por las tinieblas, también yo he sido abandonado abruptamente hace ya algunos meses. Precisamente hoy todos esos sentimientos que tenía atascados en mi alma han entrado en erupción. ¿Sabe qué?, ahora mismo usted y yo vamos a subir a mi departamento, nos vamos a enjuagar y a refrescar la cara y quitaremos ese color rojizo de nuestras narices. Después organizaremos para nosotros un banquete con mucho queso y abriremos una botella de vino rojo. ¡Nos contaremos el uno al otro nuestras tragedias y luego ya veremos!
Walter se levantó. También Julia. Pasó un tiempo frente a él, mirándolo profundamente. Entonces, le echó los brazos alrededor del cuello. Él puso con gentileza las manos en sus hombros. Permanecieron así un buen rato.
La música del arpa sonó. Las festivas cascadas musicales del arpa.
Asombrados, se dieron la vuelta y avanzaron por el vestíbulo del departamento. Frente al arpa estaba Quiqui revolviéndose de felicidad y con cada uno de sus movimientos rozaba las cuerdas del instrumento, sacándoles música. El sonido parecía divertirlo.
Los dos prorrumpieron en risas. Y, acompañados por la ejecución al arpa de Quiqui, se ciñeron en un tierno abrazo.
A bordo de un tranvía en Zúrich
El tranvía número siete iba totalmente lleno, como cada mañana, pasadas las siete y treinta. La mayoría de los pasajeros se ocupaba de sus teléfonos móviles. Algunos leían el periódico que cada día salía gratis en formato pequeño y otros se escondían tras el diario regular, sosteniéndolo bien en alto en el aire, delante de sus cabezas y con una expresión de seriedad en el rostro. Los había también que optaban por abrir su pequeña notebook sobre las rodillas y mirar fijamente la pantalla o teclear con desespero algún texto, dar un clic y luego quedarse quietos, con las espaldas encorvadas, verificando lo que antes habían escrito. Justo ahora hacían muecas de disgusto, como si el teclado los quemara de tan caliente, el texto redactado les pareciera una total tontería o tal vez algún mensaje recibido era tan terrible que los dejaba trastornados.
Muchos traían puestos audífonos en todas sus variantes, desde los pequeños y poco notorios hasta los gigantes tipo almejas, que cubrían mucho más que las orejas y hacían que las personas se vieran como acabadas de aterrizar del espacio exterior o como hormigas dirigidas por control remoto. Algunos escuchaban esa música de susto que pareciera venir del mismísimo infierno. Otros preferían los sonidos suaves de canciones melosas, que los hacían mover las cejas hacia arriba o fruncir el entrecejo.
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